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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (16 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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—Vigílale —replicó Kennedy—. Pero no es necesario que vuelvas a golpearle. ¿Has cogido ya su revólver?

El mayordomo mostró el arma de Borraleda, que empuñaba con la otra mano.

—Pues, como decía —siguió Kennedy—, Julio debía recoger el dinero y luego…

—Luego entraba yo en escena —dijo una voz detrás de Julio y de Kennedy.

El mayordomo, al oírla, se volvió velozmente, a la vez que empezaba a amartillar sus revólveres; pero antes de que pudiera ver al hombre que estaba a su espalda, sintió contra su frente al violentísimo choque del largo cañón de un Colt del 45, manejado por una mano muy recia. Mientras el mayordomo caía al suelo sin sentido, el recién llegado comentó:

—Creo que esto le servirá a Julio de lección para saber cómo se ha de manejar un revólver cuando se quiere hacerlo servir de maza.

—¡
El Coyote
! —murmuró Irina.

—¡Otra vez usted! —exclamó Kennedy.

—Sí, otra vez yo, señor Kennedy —replicó
El Coyote
—. Me he convertido en una especie de sombra suya. Sólo que se trata de una sombra mucho más limpia que su conciencia.

—¿Qué ha venido a hacer? —preguntó Kennedy.

—Ya lo ve. En primer lugar he querido probar la resistencia del cráneo de su fiel criado Julio. Como tenía mis dudas acerca de su solidez, no he querido golpearle en la coronilla. Sé de varios casos en que uno ha pegado un golpe demasiado fuerte en ese punto y el resultado ha sido que la tapa del cráneo se ha roto y los sesos han quedado machacados, con lo cual uno se ha encontrado con que, en vez de hacer perder el conocimiento, ha cometido un homicidio. En cambio, la parte delantera de la cabeza es mucho más sólida. No sé por qué; pero es así. Por ello pronuncié unas palabras, seguro de que Julio se volvería, proporcionándome la ocasión de quitarle el sentido y dejarle la vida y la posibilidad de que se haga matar en otro sitio.

—Déjese de charlas estúpidas… —exclamó Kennedy.

—Cuidado, caballero —interrumpió
El Coyote
—. Me acaba de llamar estúpido, lo cual es una ofensa que yo debiera hacerle pagar muy cara. Y por Dios que voy a hacerlo. Entregue a la señorita Garson cincuenta mil dólares. Así pagará el haberme llamado estúpido.

—¡Esto es un robo! No quiero…

—Entréguele cien mil dólares —interrumpió de nuevo
El Coyote
—. Y no piense que puede seguir insultándome. Aunque ya sé que no lleva más dinero para pagar multas, le quedan dos hermosas orejas. ¿Le gustarían esas orejas, señorita Garson?

—No —replicó Irina.

—¿Por qué? —preguntó
El Coyote
, como apesadumbrado.

—¿Qué iba yo a hacer con las orejas del señor Kennedy?

—Unos pendientes. Estoy seguro de que con las orejas del señor Kennedy colgando de las suyas estaría usted muy en su punto como princesa salvaje.

—No me gustaría llevar las orejas del señor Kennedy colgadas de las mías —protestó Irina.

—Pues entonces se las puede dar a su gato. Recuerdo que una vez me contaron de alguien que, no sabiendo qué hacer con las orejas de un enemigo suyo, se las dio a su gato, y que luego quedó tan entusiasmado con el ruidito que producían los dientes del animalito al triturarlas, que se pasó el resto de su vida alimentándole con orejas humanas. Al fin lo ahorcaron y luego colgaron de uno de sus pies al gato; pero creo que ni uno ni otro lamentaron su triste final. Por lo tanto, si el señor Kennedy insiste en mostrarse rebelde y ofensivo, perderá sus orejas.

—Es que yo no tengo gato —dijo Irina.

—En tal caso, haremos que el señor Kennedy se coma sus propias orejas.

—¿Cree usted que sería capaz de hacer tal cosa? —preguntó Irina.

—Estoy seguro.

—No —dijo secamente Kennedy.

—¡Cuidadito, amigo! —Amenazó
El Coyote
—. No me tiente, porque si lo hace le demostraré que es usted capaz de comerse sus orejas.

—No lo haría aunque me matase —dijo Kennedy.

—¡Qué hombre tan terco! —Suspiró
El Coyote
—. Que conste que usted se ha buscado esta lección.

Mientras hablaba,
El Coyote
desenfundó un cuchillo de recia y afilada hoja. Kennedy palideció mortalmente; pero no pronunció ni una palabra, en tanto que
El Coyote
, con el cuchillo en la mano, avanzaba hacia él.

—¡Por favor! —Intervino Irina—. No le corte nada. Creo que me desmayaría.

—¿De veras? —Preguntó, como abatido,
El Coyote
—. ¿No fue usted quien dijo una vez que su mayor placer sería darme un beso y hacerme azotar luego hasta que mi pellejo saltara a tiras?

—Sí —replicó Irina—; pero eso lo dije para hacer bonito. Me molesta ver derramar sangre.

—Pues sospecho que hoy va a ser más sangre de la que puedan resistir sus nervios. De todas formas, antes de recurrir a los extremos violentos, ofreceremos al señor Kennedy la oportunidad de comprobar por sí mismo lo que es capaz de hacer.

Acercándose a uno de los sillones,
El Coyote
comentó, dirigiéndose a Irina, aunque sin perder de vista a Kennedy:

—¿Verdad que estos sillones son propiedad del señor Kennedy?

—Sí —contestó Irina—. Por lo menos, no son míos.

—Entonces, los utilizaremos para la prueba.

Mientras hablaba,
El Coyote
hundió el cuchillo en la tapicería del sillón elegido y trazó rápidamente un cuadrilátero, arrancando luego el cuadrado de rojo peluche, que era del tamaño de un pañuelo. Tendiéndoselo a Kennedy, como si se tratara de una chuleta, le ordenó:

—Cómase esto.

—¿Qué?

—Le he dicho que se coma esta ración de peluche. Tal vez tenga algo de crin, pero creo que con un poco de imaginación lo puede confundir con pasta italiana.

—¿Está usted loco?

—Señor Kennedy: le prevengo que no me costará nada cortarle una oreja. ¡Y vive Dios que lo haré como no se coma antes de cinco minutos esta ración de peluche!

—¡Pagara usted muy caro este atropello! —gritó Kennedy.

—Estoy seguro de que usted hará lo posible para que así ocurra; pero, entretanto, cómase el peluche. Sólo le quedan cuatro minutos y medio. Princesa, libre al señor Kennedy del peso de sus billetes de Banco.

Irina tomó el dinero y apartóse en seguida de Kennedy. Éste tenía entre las manos la roja tapicería, pero aún no había empezado a comerla.

—Estoy sospechando que desea quedarse sin una oreja —dijo
El Coyote
—. Este cuchillo está muy afilado y no va a sentir usted ningún dolor. Fíjese.

Con un veloz movimiento,
El Coyote
acercó el cuchillo al lóbulo de la oreja derecha de Kennedy, en la cual apareció un hilillo de sangre.

—Va a manchar la alfombra —previno Irina.

—Es del señor Kennedy —replicó
El Coyote
—. Además de perder la oreja, estropeará una hermosa alfombra. ¡Y sólo quedan tres minutos y medio…!

Pero ya Víctor Kennedy había empezado a tragarse el peluche, rasgándolo en pequeños fragmentos, a la vez que dirigía encendidas miradas de odio al enmascarado.

Cuando terminó de tragarlo,
El Coyote
le felicitó:

—Ha hecho usted una magnífica demostración, señor Kennedy. Ahora sí que estoy seguro de que se sabría comer una de sus orejas.

Acercóse al hombre a quien acababa de humillar y le pasó rápidamente la mano por el pecho. Luego, de un bolsillo interior, le arrebató un Derringer de dos tiros, a la vez que comentaba:

—Creí haberle oído decir que iba usted desarmado. Lo malo de los políticos es que nunca dicen la verdad. ¿Por qué lo hacen? Ustedes tienen la culpa de que uno pierda su confianza en el género humano.

Siguió cacheándole. Cuando se hubo asegurado de que no llevaba encima más armas, se acercó a Julio y con un cordón de los utilizados para sujetar las cortinas le ató sólidamente. Luego ayudó a Borraleda a sentarse en un sillón.

—¿Otra vez usted? —murmuró el político, mirando con apagada expresión al
Coyote
.

—Sí, otra vez yo. Necesita usted tener alguien vigilándole sin cesar —dijo
El Coyote
—. En mi vida he visto a un hombre que se meta en más líos. Casi estoy por retirar mi apoyo a su candidatura. He estado recorriendo California, prometiendo venganzas terribles contra todos aquellos que no voten a don Luis Borraleda. Y usted, en vez de ayudarme, se mete en un lío tras otro. ¿Por qué no tiene más prudencia?

—He recibido una terrible lección —replicó Borraleda—. No volveré a ser tan loco. Retiraré mi candidatura…

—¡Alto! —Ordenó
El Coyote
—. Eso sí que no. Yo me he tomado el trabajo de propagar por todo el país su candidatura. No estoy dispuesto a quedar en ridículo. Es necesario que todos sepan que si
El Coyote
quiere, puede, incluso, llevar a un californiano al puesto de gobernador del Estado. Y aunque usted no lo desee, será gobernador. Señorita Garson, tenga la amabilidad de devolver al señor Borraleda sus cartas. Ya le han sido pagadas, ¿no?

—Sí —murmuró Irina.

Y dirigiéndose a Borraleda le tendió el fajo de cartas, diciendo:

—A pesar de todo, me alegro de que vuelvan a sus manos. Le aseguro que si hice esto fue porque necesitaba dinero.

—Me ha hecho usted mucho daño —murmuró Borraleda, guardando las cartas.

—Lo lamento. Si por lo menos ha resultado una lección provechosa…

—Estoy seguro de que el señor Borraleda no volverá a cometer otra tontería semejante —sonrió
El Coyote
—. Aunque, a decir verdad…, usted, Irina, es lo bastante hermosa para hacer perder la cabeza a cualquiera.

—¿Hasta al
Coyote
? —musitó Irina, acercándose al enmascarado.


El Coyote
no es cualquiera; pero, de todas formas, reconoce que es usted hermosísima.

—¿Y comprende lo que he hecho? —siguió preguntando Irina, en voz tan baja que sólo
El Coyote
podía oírla.

—Sí, lo comprendo y la admiro. El valor siempre es admirable.

—Gracias.

—Las gracias debo dárselas yo a usted, Irina. Creo que sin su ayuda no habría triunfado en esta ocasión.

—Pero ¿cómo ha sabido…?


El Coyote
lo sabe casi todo. Pero luego hablaremos con más libertad. Resolvamos esta situación.

Dirigiéndose a Kennedy,
El Coyote
advirtió:

—Permanecerá usted aquí unas horas para dar tiempo a la señorita Garson de alejarse de usted y de sus malas mañas. Lo mismo le ocurrirá al amigo Julio, a quien, por cierto, le está saliendo un chichón en la frente que le va a impedir durante algún tiempo usar sombrero.

Volviéndose hacia Luis, prosiguió:

—En cuanto a usted, señor Borraleda, puede marcharse con sus cartas y su desengaño. Vuelva junto a su esposa y alégrese de tener por compañera a una mujer tan buena.

Luis iba a replicar que no podía volver junto a Isabel, y
El Coyote
, que no le perdía de vista, leyó claramente en sus ojos sus pensamientos; pero se contuvo y no dijo nada. Borraleda, poniéndose en pie, abandonó el salón sin mirar siquiera a Irina. Bajó cansadamente la escalera y salió a la calle por la puerta principal.

En vez de dirigirse hacia su casa tomó el camino opuesto y durante tres horas vagó sin rumbo fijo antes de llegar, casi por azar, frente a la puerta de su domicilio. Entonces se detuvo, se pasó una mano por la frente y la encontró helada, a pesar de lo caluroso de la noche.

«No puedo entrar», pensó.

Y luego recordó que Isabel debía de estar ya acostada.

«Al menos podré estar un rato en mi despacho. Tal vez encuentre una solución. Tiene que haber alguna solución».

Mientras abría la puerta, recordó que no había dado las gracias al
Coyote
por la nueva ayuda recibida. Encogióse de hombros, cerró la puerta y se dirigió a su despacho. El vestíbulo estaba en tinieblas; pero Luis conocía perfectamente el terreno y llegó a su destino sin ningún tropiezo. Encendió la lámpara de petróleo de encima de la mesa escritorio y dejó sobre ésta las cartas que había escrito a Irina. Cuando se hubo sentado, comenzó a contarlas, maquinalmente. Recordaba todas las que había escrito. En total eran veintitrés…

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Allí sólo había veintidós cartas. Volvió a contarlas. Sí, eran veintidós. ¡Y faltaba precisamente la última, la más comprometedora! En realidad, la única que era innegablemente una carta de amor.

Borraleda se pasó una mano por la frente. Aquella abultada carta…

Interrumpió sus pensamientos, porque en aquel instante su mirada acababa de tropezar con una hoja de papel doblada en cuatro. La cogió en seguida y la extendió ante él. Cuando empezó a leer sintióse invadido por una negra desesperación. La carta decía así:

Mi querido señor Borraleda: Según mis informes, posee usted un capital en dinero contante y sonante de doscientos cuarenta y ocho mil dólares. No creo que necesite usted tanto, y por ello he pensado que puede entregarme doscientos veinticinco mil, que yo utilizaré mejor que usted. Ya sé que es capaz de entregarme ese dinero sin necesidad de que yo tome ninguna precaución; pero… las precauciones nunca están de más. Por ello me he tomado la libertad de llevarme a su distinguida y bella esposa a un lugar seguro, donde usted podrá encontrarla siempre que quiera ir allí en compañía de doscientos veinticinco mil dólares. Se trata de un secuestro, en efecto. Un odioso secuestro, si usted quiere llamarlo así; pero no debe enfadarse ni sufrir por la suerte de su esposa. A ella nada le faltará mientras esté a mi cargo. En cuanto tenga usted el dinero, diríjase a Dos Ríos, al norte de San Francisco, y allí alguien le conducirá hasta el lugar donde estará su esposa. No se moleste en hacer el viaje sin llevar el dinero. También recibirá a su debido tiempo la otra carta que falta y que, sin duda alguna, es la más importante de todas.

No creo necesario advertirle que cualquier intento, por parte de usted, de recurrir a las autoridades policíacas, redundaría en perjuicio de su esposa. Aunque después de lo ocurrido esta noche cabría dudar de su amor hacia ella, sé que es usted lo bastante caballero para no permitir que corra la triste suerte que le tenemos destinada si dentro de cuatro días no hemos recibido el rescate de las propias manos de usted.

Lamentando infinitamente el tener que recurrir a estos extremos, le saluda

UN AMIGO.

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