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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (19 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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—Nunca más… los había recordado… —murmuró.

—Lo creo. Fue un error que le puede costar caro. Kennedy está dispuesto a que los diarios de esta noche publiquen estos documentos. Y también a que los publiquen todos los periódicos de California. Pero este mediodía ha citado a la dirección del partido, a la cual presentará una copia que dirá haber recibido de un amigo. Hará ver el peligro de presentar su candidatura y aconsejará que usted dimita, a fin de que sus enemigos no puedan utilizar las pruebas que existen contra usted. La directiva le elegirá a él como sustituto y usted será expulsado.

—¿Es posible que Vic haga eso?

—Lo ha empezado a hacer. Dentro de una hora hablará con sus jefes.

—¡Dios mío! ¿Y qué puedo hacer yo?

—Ir a verle a su casa. Aún debe de estar en ella.

—¿Y recuperar los documentos?

—Sí.

—¿Cómo?

—Es usted un hombre, ¿no?

—Tiene razón —replicó Dun—. Muchas gracias.

Se puso en pie y acercóse a la mesa de trabajo. Abrió uno de los cajones y sacó de él un negro revólver de seis tiros, calibre 44. Cuando se volvió hacia
El Coyote
, éste había desaparecido.

Saliendo del despacho, Dun cruzó el vestíbulo y salió al jardín. Iba sin sombrero; pero ni se había dado cuenta de ello. Llegando a la calle detuvo a un coche de punto y se hizo conducir a casa de Kennedy.

Víctor, al verle llegar, palideció ligeramente, preguntando:

—¿Qué le trae por aquí, señor Dun?

—¿No tiene nada que decirme? —preguntó Dun, con violencia.

Kennedy retrocedió ante su jefe.

—No… no comprendo…

—¿Dónde están esas pruebas que ha obtenido usted en Filadelfia?

—¿Yo? No… no he sido yo. Precisamente iba a advertirle de la existencia de unas pruebas que le acusan.

—Entonces… ¿es verdad? ¿Pensabas traicionarme, quitarme de en medio para meterte en mis botas?

Dun había olvidado ya que llevaba encima un arma, y dominado por la ira, lanzóse contra Kennedy, derribándole de un golpe contra su mesa escritorio. Luego, cerrando los puños, avanzó hacia él.

Víctor Kennedy leyó en los ojos del hombre a quien también había traicionado una terrible amenaza. Sin esperar más llevó la mano a uno de los bolsillos interiores y la sacó armada con un Derringer.

Dun se detuvo un instante. La visión del arma de Kennedy le recordó la que él llevaba. Entonces trató de empuñarla, a pesar de darse cuenta de que era demasiado tarde.

Cuando sonó el disparo, Walter Dun tuvo el convencimiento de que había sido hecho por Kennedy. Sólo cuando le vio soltar su pistola y, llevándose las manos al pecho, caer de bruces contra el suelo, comprendió que era otro el que había disparado. Entonces volvió el rostro hacia una puerta que se acababa de abrir y vio de nuevo al
Coyote
, empuñando uno de sus revólveres, de cuyo cañón se escapaba una nubécula de humo.

—Nunca había visto a un hombre tan imprudente como usted —declaró
El Coyote
, acercándose a Kennedy y golpeándole con el pie, como si le cupiese alguna duda de que estaba muerto—. Kennedy tuvo cien oportunidades de matarle.

—Está muerto… —murmuró Dun, sin poder apartar la vista del cadáver.

—Sí; completamente muerto. Es la mejor manera en que se puede encontrar un canalla. Bien muerto.

—Pero… creerán que le he asesinado yo… y más cuando sepan lo otro.

—No han de saberlo —replicó
El Coyote
, inclinándose sobre Kennedy y sacando de sus bolsillos un fajo de documentos.

—¿Qué es eso? —preguntó Dun.

—Las pruebas contra usted. Están todas. Examínelas y destrúyalas.

Walter Dun tomó los papeles que le tendía
El Coyote
y empezó a mirarlos; pero no se daba cuenta de lo que estaba haciendo, y tuvo que ser
El Coyote
quien, quitándoselos de las manos, les prendiera fuego, dejándolos arder en el hogar de la chimenea.

—¿Qué se dirá cuando se sepa que ha muerto Kennedy? —murmuró Dun.

—No tema. Voy a arreglarlo todo.

El Coyote
se sacó de un bolsillo un papel doblado en cuatro y lo desdobló, leyendo luego en voz alta.

Vic: Se ha descubierto quién estaba detrás de los que asesinaron a Lola Amor. Desde que supieron que uno de los culpables era tu secretario, el capitán Farrell sospechó de ti. Tiene orden de detenerte y está camino de Sacramento. Si no huyes en seguida acabarás colgando de una horca. Yo he podido escapar y, como buen amigo, no quiero dejar de avisarte. Buena suerte.

KARL.

—¿Quién es Karl? —preguntó Dun.

El Coyote
se encogió de hombros.

—No sé —dijo—. En realidad no es nadie. Esta carta la he escrito yo.

—¿Para qué?

—Para justificar el «suicidio». Si se encuentra esta carta y a Kennedy muerto, todos creerán que había hecho algo malo, como así es, y que al verse a punto de ser detenido se mató.

—Comprenderán que no se pudo matar…

—Ahora lo arreglaré —dijo
El Coyote
.

Inclinóse a recoger el Derringer de Kennedy y, abriéndolo, sacó uno de los cartuchos, extrajo cuidadosamente la bala de plomo y conservó la cápsula con la pólvora dentro. La volvió a meter en el Derringer, lo amartilló y, acercando el cañón al punto donde estaba la herida de Kennedy, apretó el gatillo. Se oyó la pequeña detonación del fulminante y una llamarada brotó del Derringer.

—Ya está —dijo—. En la herida se apreciarán huellas de pólvora quemada, que es la señal más convincente de que se ha suicidado. Dejaremos la pistola junto a él y nos marcharemos. Adiós, señor Dun. Buena suerte.

—¿Desea usted que gane yo? —preguntó Dun.

—No; al contrario, deseo que gane el señor Borraleda.

—Entonces, ¿por qué me ha salvado?

—Porque le creo decente y sabía que Kennedy obraba por su propia cuenta al cometer los delitos que ha cometido. Repito que le deseo mucha suerte. Y si llega a gobernador de California, recuerde que no soy tan malo como algunos dicen.

—Le indultaré de todas sus culpas —dijo Dun.

—¡No, por Dios! —Rió
El Coyote
—. No sabría acostumbrarme a que no me persiguiesen. Además, aunque los buenos me indultasen, los malos seguirían pidiendo mi cabeza. Y como para recibir el indulto tendría que descubrir quién soy, en lugar de hacerme un favor me causarían un perjuicio. No, decididamente será mejor que no me indulten.

Y dirigiéndose a la puerta por donde había entrado,
El Coyote
desapareció, para siempre, de la vista de Walter Dun.

Capítulo IX: La justicia del Coyote

Luis Borraleda y su mujer entraron en Sacramento en las primeras horas de la mañana del día en que se celebraban las elecciones. Cruzaron la ciudad a toda rapidez y descendieron del coche sólo para entrar en su casa.

Pozos, el criado de Borraleda, acudió a su encuentro, exclamando:

—¡Oh, señor! Le están buscando por toda la ciudad. La gente… están locos… Su discurso de ayer noche les ha entusiasmado…

—Has bebido, ¿verdad? —preguntó Borraleda, sonriendo.

—¿Por qué dice usted eso, señor? —preguntó Pozos, desconcertado.

—Hablas de un discurso. Lo debiste soñar.

—¡Por Dios, señor! No se burle de mí. Yo mismo le oí pronunciar aquellas palabras tan hermosas, y le aplaudí con toda mi alma. Y el señor Dun también. Y cuando el señor Dun dijo que…

—¡Miguel! —Interrumpió Borraleda—. Déjate de tonterías y arregla nuestra habitación.

—¿Su habitación?

—Sí. Como antes. Una habitación para los dos.

—Pero ¿no salen a recorrer las calles? —Preguntó Pozos—. La gente está deseosa de aclamarle, señor. Ya vinieron esta mañana, en cuanto empezaron a votar; hasta entró una comisión a convencerse de que usted no estaba en casa.

—¿Cómo iba a estar en casa, si llevo cinco días fuera?…

Borraleda se interrumpió al advertir la expresión de horror del criado.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

—Nada, señor; si usted dice eso… Yo… yo no puedo contradecirle; si pudiese…

—Está ocurriendo algo extraño, Luis —dijo Isabel—. Deja que Miguel nos lo explique. Tal vez seamos nosotros quienes estemos un poco turbados por nuestra felicidad. Por favor, Miguel, cuéntele al señor lo que hizo ayer.

—Pero si ayer… —empezó Borraleda.

Isabel le contuvo, llevándose el dedo índice a los labios, pidiendo silencio.

—Empieza, Miguel —dijo.

—Pues… —El criado no parecía muy tranquilo. AI fin, cobrando valor, empezó—: Ayer por la mañana el señor no estuvo tampoco en casa; pero al atardecer, a poco de saberse que el señor Kennedy se había suicidado…

—¿Se suicidó Kennedy? —preguntó Borraleda.

—Sí. ¿No recuerda el señor que al bajar de su cuarto me lo dijo?

—¿Que yo te lo dije? ¿Que yo te dije que Kennedy se había suicidado? ¡Pero si eres tú el que acabas de darme la primera noticia…!

—Sigue, Miguel, sigue —pidió Isabel, interrumpiendo a su marido.

Lanzando un profundo suspiro, Pozos continuó:

—Pues sí: el señor me dijo al bajar, para ir al discurso, que el señor Kennedy se había pegado un tiro en el corazón.

—¿Y fui yo quien lo dijo? —insistió Borraleda.

—Sí, señor, fue usted —replicó Pozos, empezando a amoscarse—. Y me dijo, además que el mundo se veía, por fin, libre de un canalla.

—Eso es verdad —admitió Borraleda.

—Lo dijo usted —replicó Pozos—. Y se marchó de casa después de darme permiso para ir a escucharle si deseaba hacerlo, a menos que prefiriese votar por el señor Dun.

—¿Y fuiste? —preguntó Borraleda.

—Sí, señor.

—¿Y me oíste hablar?

—Todos los que estábamos allí le oímos.

—¿Y… qué dije?

—¿No lo recuerda el señor?

—Pues… no, verdaderamente no lo recuerdo. Debí de estar tan inspirado que perdí la noción de lo que decía.

—Dijo cosas muy grandes —prosiguió Pozos, mirando de reojo a su amo—. Dijo que California sería con el tiempo un estado muy rico… que debíamos dedicarnos a la agricultura, sembrar naranjos… bueno, quiero decir que plantar naranjos, manzanas, ciruelas, traer el agua desde las montañas que tienen mucha a los valles que no tienen nada. Plantar viñas… Pero en los diarios de hoy viene su discurso, señor. Allí lo leerá mejor. Todos dicen que fue algo magistral y que demuestra que usted podría llegar, no sólo a gobernador del estado, sino a presidente de la nación.

Borraleda fue hacia donde estaban los periódicos de la ciudad y cogió uno de ellos, impreso en español. Era
El Clamor Público
, uno de los más antiguos de California. Con los titulares más grandes que poseía en la imprenta,
El Clamor Público
anunciaba a toda página:

BORRALEDA DIO ANOCHE UNA LECCIÓN DE BUEN GOBERNANTE.

Luis y su mujer cambiaron una mirada.

—Pues es verdad —murmuró Isabel.

Luis empezó a leer las cuatro columnas del discurso que él no había pronunciado. De pronto, exclamó:

—¡Es magnífico! Ese hombre merece ser gobernador.

—Ese hombre eres tú —dijo su mujer—. Todo eso parece que lo dijiste tú.

—No lo entiendo —dijo en voz baja Borraleda, evitando la mirada de Pozos—. Es demasiado fantástico para ser creído.

Isabel fue en busca de otro periódico, de los impresos en inglés y al abrirlo lanzó un grito.

—¡Mira! —exclamó.

—¿Qué? —preguntó Luis.

—Mira —repitió su mujer, señalando las cabeceras del periódico que tenía en las manos.

Y Luis Borraleda leyó:

WALTER DUN RETIRA SU CANDIDATURA EN FAVOR DE BORRALEDA

—¡Ay! —Exclamó, como si le hubiesen herido—. Pero… estamos soñando…

Apresuradamente, leyó la información. Según ella, Walter Dun, después de haber terminado Borraleda su discurso, y cuando se hubo apagado la atronadora ovación de los que le escuchaban, había ofrecido la mano a Borraleda, diciendo que su deber de patriota era retirarse de la lucha contra un hombre capaz de desarrollar una política semejante.

—California me maldeciría si yo llegase a triunfar y le impidiera realizar su obra, gobernador.

Esto lo había dicho Walter Dun. Y los periódicos reproducían con grandes letras sus palabras.

—Y luego le trajeron en triunfo aquí —explicó Pozos—. Usted salió al balcón y dio las gracias a todos. En seguida se encerró en su cuarto y ya no le he vuelto a ver hasta ahora. Todo el mundo vota por usted… y usted no aparece.

Fuera oyóse en aquel momento un vivo clamor que iba en rápido crescendo. Borraleda abrió la puerta de la calle y vio avanzar hacia la casa una compacta multitud con banderas y pancartas con su nombre, a la vez que, con diversos acentos, su apellido era pronunciado atronadoramente.

—¡BO–RRA–LE–DA! ¡BO–RRA–LE–DA!

Y otros gritaron luego:

—¡Viva nuestro gobernador!

Luis Borraleda tuvo que hablar al público. Cuando terminó se vio arrastrado lejos de su casa, en brazos de sus incondicionales, en medio de una tempestad de ruidos, entre antorchas, faroles, banderas y gritos y más gritos.

Cinco bandas iban mezcladas con la multitud; pero, de no verse a los músicos soplar en sus instrumentos y al del bombo descargar de cuando en cuando su maza sobre el parche, nadie hubiera dicho que había banda alguna, ya que de la música que pudieran estar interpretando no se captaba ni una nota.

En las redacciones de los periódicos se anunciaban los resultados del escrutinio en los distintos condados de California.

¡Mayoría total de Borraleda!

Su último discurso, reproducido por toda la prensa de California e incluso por la del Este, había sido el talismán de aquella increíble victoria.

A la madrugada, con el traje hecho una lástima, después de haber bebido y brindado casi por todos los habitantes de California, Borraleda fue depositado a la puerta de su casa, donde su mujer le rescató, pidiendo a los entusiasmados electores que volvieran a sus hogares y no destruyeran al nuevo gobernador.

—No entiendo nada, nada —gimió Luis, cuando la puerta se cerró tras él—. O tengo un hermano gemelo, o… he descubierto, sin saberlo, el don de estar en dos sitios distintos al mismo tiempo. Pronuncié un discurso, gané hasta el voto de mi rival más temible, y… yo sin enterarme.

—Algún día se aclarará el misterio —sonrió Isabel.

—Pero mientras no sepa lo que ha ocurrido de verdad, no podré sentirme tranquilo en mi nuevo cargo. Siempre estaré temiendo que mientras yo duermo en mi cuarto, mi otro yo ande armando una revolución o haciendo algo terrible.

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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