¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (9 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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—¿Cómo está la madre?

—Bien.

—¿Y el abuelo?

—Bien.

—¿Cómo te va el colegio?

—Bien.

—Y el profesor ese cabrón que tienes, ¿te trata bien?

—Sí.

—¿Se mete contigo algún niño?

—No.

—Te han vuelto a decir que tu padre es un cobarde.

—Sí.

—Ese putas de Ramiro, ¿verdad?

—Sí.

—Ya le arreglaré yo cuando baje una noche...

—Sí.

—¿Han ido los guardias por casa esta semana?

—No.

—Y la madre, ¿tiene miedo?

—No sé.

—¿Te portas bien con ella,
la
haces caso y la ayudas?

—Sí.


Dila
que en pocas semanas, cuando los guardias se cansen de buscarnos, bajaré una noche al pueblo y la veré entonces. Que no se preocupe por mí, que estamos todos bien aquí arriba. Anda, dame el paquete ese.

Después quedabais unos minutos en silencio, tu padre fumando, su tos como de la propia tierra, sentados los dos en el suelo, su mano que apretaba tu mano temblona, hasta que él se ponía en pie y silbaba hacia arriba, en dirección a la parte última de la montaña, la zona de cuevas, de donde recibía a cambio otro silbido como contraseña que era el preludio de la despedida.

—Ten cuidao al bajar, no te vayas a caer.

—Sí.

—Estás hecho un hombrecito, Julianín. No sabes lo contento que estoy de ti, hijo.

No había mayor despedida, ni siquiera otro abrazo. Tu padre te empujaba ligeramente con la mano y tú iniciabas con prisa el descenso, ya sin parar hasta el pueblo, sólo girabas a veces para buscar a lo lejos la brasa del cigarrillo, sacudida en el ascenso por tu padre, ese ser hecho de noche, como un animal más de la sierra, sin cuerpo a la luz: tú lo pensabas exclusivamente nocturno, oculto por el día en alguna gruta, como una criatura lucífuga, los ojos hechos a la oscuridad. Por el día subías al monte con más niños, a cazar pájaros o poner cepos; y recorrías el mismo camino de la noche, irreconocible a la luz, como si toda la sierra se transformara al caer el sol, cuando la luna vencía y salían a cazar los habitantes de la noche, tu padre incluido, en ese juego de guardias civiles y hombres escondidos durante años.

A veces, por el día, al salir del colegio, llegabas a casa y encontrabas a tu madre, sentada nerviosa en una silla, los dos sillones ocupados por los guardias, con los capotes aún puestos, el rifle apoyado en una silla, los cascos sobre la mesa.

—Cuéntanos, Julianín: ¿has visto a tu padre últimamente? Y no me engañes, que sé cuándo un niño miente... Y me enfado mucho, no lo sabes tú. ¿Lo has visto esta semana?

—No —respondías, y buscabas con la mirada el perfil asustado de tu madre, con el llanto contenido.

—¿Seguro que no?

—No.

—Y si lo ves, ¿nos lo contarás?

—No.

—¿Cómo que no? ¿No nos contarás cuando veas a tu padre?

—No.

—Entonces, ¿cómo quieres que nos creamos cuando dices que no lo has visto, niño bobo?

—Vamos, déjenlo —intercedía tu madre, voz apagada—; es sólo un niño, él no sabe nada... Piensa que su padre está de viaje, ¿verdad, Julián?

—Sí.

Pero ya no puedes parar. Si no hubieses buscado con tanto ahínco, si no hubieses hallado el camino oculto, habrías considerado fracasada la búsqueda, habrías regresado a Lubrín, donde buscar un hotel barato para dormir hasta el mediodía, coger el coche entonces y hacer el camino de vuelta a Madrid, donde continuarías la comedia de las memorias durante unos días, hasta que la viuda te expulsara o tú te marcharas, y pudieras así volver a una rutina suave para la que sobraba todo, tu propio pasado, tu oscuridad o la de los demás, y Alcahaz, un pueblo imposible que pronto olvidarías, que quedaría sólo como una curiosidad, un referente literario.

Pero ahora ya no: ahora sólo puedes seguir adelante, donde quiera que lleve el camino, que únicamente puede ser un sitio. La luna vence por fin en el cielo, y la tierra toma un color grisáceo, mortecino, suficiente sólo para distinguir los olivos a los lados del camino, como cuerpos detenidos en el grito; las luces de Lubrín a lo lejos, allá abajo, invisibles en cada vuelta de la montaña; las manchas clareadas que aparecerán pronto ante tus ojos, la luna encendiendo la cal, las primeras formas que se adivinan en el horizonte estrecho como una esperanza que ahora te asusta, cuando detienes tu coche de repente, no por esperado el momento es menos sorprendente: tus ojos fijos en el final del chorro de luz de los faros, que arranca de la oscuridad el cartel, unos metros delante del coche, el poste indicador oscurecido de óxido, las letras negras y gruesas, como un grito fatal en la noche: Alcahaz.

Has llegado. Alcahaz existe. Tal vez esto es un sueño, tal vez nada.

* * *

El azar, el fácil recurso de los malos escritores. La casualidad, el imprevisto, el golpe de suerte, el
deus ex machina
que en este caso actúa reforzado por una intuición infalible, por la corazonada que marca el camino a seguir. El azar desvela azarosamente la azarosa existencia de Alcahaz mediante una foto azarosamente caí da de un libro tomado al azar (bueno, en realidad una foto bonitamente «nacida del vientre de un libro»). Por si el azar no es suficiente recurso, entra en juego la decidida intuición del protagonista, el presentimiento de que ahí hay algo sospechoso, acentuado por la revelación de la viuda de que su marido tenía un «ligero temblor» en la boca al pronunciarlo, y que «se enfurecía, me mandaba callar, perdía los nervios». Hum, qué sospechoso, pensará el protagonista, imaginamos que enarcando una ceja y rascándose la barbilla. ¿Así que enfurecía y le temblaba la boca al pronunciarlo? Hum, hum, ahí puede haber algo, veremos, veremos. La corazonada infalible se completa con lo sugerente del «propio nombre del pueblo», «pronunciado con una leve eclosión en la boca, la lengua rozando los dientes». Tal vez eso mismo le pasaba a Mariñas cuando le temblaba la boca, que simplemente se deleitaba rozando los dientes al pronunciarlo, Alcahaz, Al-ca-hazzzz, Lo-li-ta
.

Pero el azar y la intuición vuelven a conjurarse para permitir al protagonista encontrar el camino al pueblo, mediante un in creíble método de orientación (la fotografía que, vista desde el lado contrario, muestra el punto exacto del perfil de la sierra, ejem) que le lleva al lugar preciso del que nace el camino, pues habría bastado que se bajase del coche unos metros más hacia allá o hacia acá para no ver nada, más siendo ya casi de noche. Pero él acierta a detener el vehículo en el cruce de donde salía el olvidado camino, el cual por cierto se conserva en muy buen estado para llevar años intransitado, como sugiere su secretismo y el que el primer tramo esté borrado. Un camino sin huellas como éste, sin ser pisado tal vez en años, ¿no lo cubriría la maleza, no lo desharían las lluvias, no lo alfombraría el campo hasta confundirlo con el resto del terreno? Pero ya puestos, una vez confiado el autor en la credulidad sin límites del lector, en que si ha tragado con lo anterior tragará con lo que le pongan en el plato, hace que el azar actúe como copiloto, y «sea el azar quien decida cada vez que llegues a una bifurcación, donde elegirás siempre la senda hacia la derecha, sin motivo lógico»
.

Ahí está, un hombre con suerte, al que la suerte lleva desde un piso madrileño a un pueblo perdido, con sólo tres golpes de fortuna. Podía no haber visto nunca esa fotografía, podía haber pasado de largo por la carretera, podía haberse confundido de desvío y acabar dando vueltas por la sierra. Pero entonces no tendríamos novela, al menos no con este autor, al que no se le ocurren otras formas de concluir la búsqueda, para no desbaratar el carácter misterioso del pueblo. Es lo que suele ocurrir con este tipo de escritores. Que creen que el azar seduce al lector, y que cualquier lector preferirá una foto cayendo fortuita de un libro, o un hallazgo en el último segundo, antes que una vulgar indagación administrativa más a fondo (no sé, buscar planos detallados de años atrás, de ésos del ejército que se ajustan al metro, y que le mostrarían el kilómetro exacto del que salía la desaparecida pista desde la carretera). Hay formas más verosímiles y prácticas, pero también son menos emocionantes
.

La inseguridad del autor hace que insista una vez más en remitirnos al hilo conductor, por si no quedó claro, repitiendo ahora que el viaje es una caída «en tu propia grieta», o que la búsqueda del pueblo lo es también «de alguna manera, de otro pueblo, aquel que dejó de existir para ti cuando lo abandonaste hace casi cuarenta años». Pero además, por si en la acumulación de azares se nos ha despistado algún lector adormilado, reproduce ahora la presentación en flashback del camión con milicianos que ya hizo en las primeras páginas, y ahí siguen esos hombres de campo en la caja del camión, fraternales y descamisados mientras canturrean y, por supuesto, fuman
.

Esperamos que la reiteración del motivo principal ya resulte innecesaria en próximas páginas, y no se nos vuelva a recordar que la indagación del pasado oscuro de Mariñas es a la vez internarse en su propia grieta oscurísima y etc., toda vez que en este capítulo se concreta del todo en qué consistió ese turbio pasado del protagonista, con ese episodio de maquis paterno que, apostamos, terminará en tragedia, tanto por la tendencia melodramática que se aprecia en el autor, como por la realidad estadística de cómo acabó sus días la práctica totalidad de guerrilleros y fugados tras la guerra
.

Estas páginas, las de su pasado oscuro relacionadas con el presente de la narración, hacen que recupere ese regusto ruralista que tanto nos entusiasmó en páginas anteriores. Así, vuelve a aparecer Lubrín como un pueblo mortecino e indolente, donde los hombres se sientan en las cocinas sin nada que contar, y las mujeres dicen la historia corriente, «la de los hechos comunes» (en lugar de dedicarse a especulaciones teológicas, como hacen en la ciudad), y lo hacen «a la luz de la bombilla» (la propia construcción de la frase ya nos hace pensar, no en la bombilla, que suponemos de baja potencia y a merced de apagones, sino en una lumbre, un candil o una simple vela, a cuya luz hablan en voz baja). Pero además, al referirse al pueblo de la infancia del protagonista, el autor no sólo recae en el exotismo ruralista (con esa noche pueblerina que suena también a portal de belén: el pueblo dormido, el chorro de la fuente, las ramas de los castaños frotándose, una rata, los gatos peleando...), sino que hace un primer intento de caracterización lingüística, por la vía más fácil: para que parezca que los que hablan (el padre de Julián, y él mismo, de niño) son de pueblo, introduce un par de incorrecciones gramaticales (laísmos, en este caso), graciosamente rotuladas en cursiva para que «entendamos» la pertinencia de tales patadas al lenguaje. Por lo menos no ha recurrido, no aún, a eso tan querido por autores de fino oído para el coloquialismo: el usté, el tó, el ná, y similares apócopes, con o sin cursiva, y que nos facilitan, a los lectores, la representación embrutecida de la noble (muy bruta, pero noble) gente del terruño
.

Y este ruralismo con pretensiones antropológicas no podía pasar por alto el paisaje. Ay, el paisaje, el agujero negro de la literatura española desde hace décadas. Con notables excepciones, los autores suelen prescindir del paisaje, ni lo ven cuando escriben, de la misma manera que nadie ve ya el paisaje cuando viaja, a no ser que le indiquen mirar (con una de esas señales que avisan de «vista de interés»). Casi es mejor que no lo hagan, porque cuando deciden sacar la paleta y el pincel para dejarnos un paisaje, horror de horrores. El analfabetismo paisajístico de nuestros autores hace que imposten un lirismo construido a partir de palabras y adjetivos descolocados, y que muchas veces no saben bien qué significan, tomados de algún diccionario ideológico o de sinónimos. Así nuestro autor, que no deja pasar las posibilidades pictóricas de los olivos, cuyas hojas por supuesto brillan plateadas bajo la luna, si bien presentan troncos anormalmente «finos». El paisaje preferido de nuestro autor parece ser el nocturno, que cree más sugerente, más poético, más misterioso, y así lo sobrecarga de una oscuridad que «gobierna de nuevo el mundo», una hermoseada luna como «moneda de plata vieja» que «finas amarras la anclan en la montaña», pero también, para ponernos la piel de gallina, «ruidos animales, criaturas nocturnas de la tierra», y que convierten a su padre en «ese ser hecho de noche, como un animal más de la sierra, sin cuerpo a la luz», mientras los olivos componen terroríficos y cursis «cuerpos detenidos en el grito»
.

Decidido a recurrir al paisaje, el autor comienza su lienzo colocando, en todo el centro de la pintura, un canchal. «El sol deslizado veloz tras los canchales.» Bien. Un canchal. Queda bien, ¿no? Suena a campo, a montaña, y nos hace la ilusión de un autor familiarizado con los términos geológicos, que sabe distinguir un cancho de un tolmo. ¿Realmente es así? ¿O, como sospechamos, la sierra de Lubrín no tiene canchales, más que los caprichosos canchales que el autor ha colocado? En tal caso, habría puesto unos canchales porque le sonaban bien, porque es una palabra eufónica, culta, y crea esa ilusión de conocimiento del medio a que me refería. Sucede algo similar con otros dos términos colocados en este capítulo: el «tabardo de saco» con que se viste el niño Julianín, y la «criatura lucífuga» con que compara a su padre. No negaremos que un tabardo es más preciso que un abrigo, o que una criatura lucífuga resulta poética, pero lo que nos preocupa es otra cosa. ¿Necesitaba el autor un tabardo de saco para vestir al niño, y una criatura lucífuga para describir los hábitos nocturnos del padre? ¿O más bien, al contrario, el autor tenía sobre la mesa, o en un cajón del escritorio, un tabardo para colocar al primer personaje que tuviese frío, una criatura lucífuga que esperaba ser parte de una comparación nocturna, e incluso un canchal que no tenía sierra donde lucir? Queremos decir con esto que es habitual (y tal vez no sea éste el caso, y pediríamos disculpas por la insinuación) ver autores que insertan en sus escritos palabras que preexistían a esos escritos. Expliquémoslo: un autor descubre, leyendo un libro ajeno, una palabra que le seduce. Es una palabra hermosa, eufónica como lucífuga, o precisa como canchal, o anacrónica como tabardo. Le gusta, y querría emplearla en algún texto propio. Así que la guarda a la espera de tener oportunidad para ello. La anota en su cuaderno (los autores suelen llevar encima un cuadernito de notas; un Moleskine los más esnobs, un simple bloc de papelería los más humildes), y ahí la tiene, calentita, impaciente por ser colocada en una página. Ahí está ese canchal, aburrido de esperar en el cuaderno desde que fue leído por primera vez en alguna enciclopedia (hay autores que leen enciclopedias para enriquecer vocabulario, y así les salen novelas que tienen la música monótona de una enciclopedia). Ahí está ese tabardo de saco, leído en alguna novela social de los cincuenta, y que cuelga en el armario del autor, con bolas de naftalina para protegerlo de las polillas, y a la espera de que algún personaje antiguo tenga frío y sea pobre como para envolverlo en un tabardo de saco. Y ahí está esa condición lucífuga, acaso sorprendida en un poema decimonónico, y que el autor conserva en un cuarto oscuro (pues si le da la luz pierde cualidades) hasta que tenga oportunidad de ponerle el adjetivo, como camiseta, a algún personaje de hábitos sombríos. En definitiva, se trata del recurso literario por el que el autor no busca una palabra para describir una situación, sino que busca (y crea) una situación para colocarle una palabra previa. El órgano que crea la función, y no al revés. Suponemos que el autor tendrá su cuaderno (¿Moleskine?) lleno de palabras elegidas, y que algunas irán cayendo por la novela. Seguramente, como la mayor parte de jóvenes novelistas, guarda un samovar leído en alguna novela rusa, algo de terminología satánica aprendida en Baudelaire, y unas cuantas flores raras de manual de botánica, aunque nos tememos que no sea ésta la novela adecuada para que los personajes beban té en el samovar, imprequen invocando mitologías del averno, o siembren en los campos andaluces extrañas (pero de hermoso nombre) plantas. La eufonía, esa tentación de los autores. Quién sabe, quizás yo mismo tenía en mi Moleskine apuntada la palabra «eufonía», y he escrito esta nota sólo para aplicarla
.

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