Fue Flora quien, recorriéndome con la vista con un cándido asombro, habló primero. Parecía sorprendida de vernos con la cabeza descubierta.
—¿Dónde están sus sombreros?
—¿Dónde está el tuyo, querida? —le respondí inmediatamente.
Había recobrado su alegría habitual, y pareció aceptar aquello como una respuesta suficiente.
—¿Y Miles? —prosiguió.
Había algo en su aplomo que me sacó de quicio; aquellas dos palabras fueron como dos gotas de agua en la copa que durante semanas y semanas mi mano había mantenido en alto, llena hasta el borde, y que en ese momento, antes de hablar, sentí que se derramaba como un diluvio.
—Te lo diré si tú me dices... —me oí decir a mí misma.
—¿Qué quiere que le diga?
La expresión de angustia de la señora Grose me impresionó, pero era ya demasiado tarde para echarme atrás, así que pregunté, en el tono más amable que me fue posible adoptar:
—¿Dónde está la señorita Jessel, cariño?
Lo mismo que en el cementerio con Miles, todo el asunto pendía sobre nuestras cabezas. En gran parte se debía al hecho de que ese nombre nunca había sido pronunciado entre nosotras, y la expresión del rostro de la niña al oírlo constituyó para mí una nueva revelación. En aquel momento, la señora Grose profirió un grito que fue como una barrera que quisiera oponer a mi violencia... el grito de una criatura herida, que en unos segundos fue coreado por un gemido de mi parte. Cogí el brazo de mi colega.
—¡Está allí! ¡Está allí! —exclamé.
La señorita Jessel se erguía ante nosotras en la orilla opuesta del estanque, exactamente igual que como se había presentado la vez anterior. Me acuerdo, extrañamente, de la primera sensación que esa segunda vez produjo en mí: fue un estremecimiento de alegría por tener al fin una prueba. Allí estaba, y eso me hacía sentir justificada; allí estaba, de modo que yo no era una institutriz cruel ni trastornada. Estaba allí, delante de la asustada señora Grose, pero principalmente para que la viera Flora; y ningún momento de aquella época monstruosa fue quizás tan extraordinario como ése en que conscientemente envié hacia ella, sí, hacia aquel pálido y rapaz demonio, un inarticulado mensaje lleno de agradecimiento.
Se mantenía erguida en el sitio donde mi compañera y yo acabábamos de estar, y en aquella aparición no había una sola pulgada en que no refulgiera la maldad. Aquella primera y vívida impresión duró unos segundos durante los cuales la señora Grose miró fija y vacuamente hacia el lugar que yo le señalaba, como una confirmación de que, por fin, también ella veía, mientras yo volvía los ojos precipitadamente hacia la niña. La actitud de Flora, al revelarme cómo la aparición le afectaba, me impresionó mucho más que si simplemente la hubiera visto agitada, ya que no esperaba, desde luego, que se traicionara a sí misma, pero tampoco esperaba ver que su delicado y sonrosado rostro no demostrara ninguna agitación; y ni siquiera fingía mirar en dirección al prodigio que yo acababa de anunciar, sino que, en cambio, me miraba a mí con una expresión de dureza y de gravedad, una expresión absolutamente nueva, sin precedentes, que parecía leer en mí, acusarme y juzgarme... La impresión que recibí convirtió a la pequeña niña en algo que podía acobardarme. Y me acobardé a pesar de que mi certidumbre de que veía lo mismo que yo, no había sido nunca mayor que en ese instante; y, en la inmediata necesidad de defenderme, traté, desesperadamente, de hacerla confesar.
—¡Ella está allí, desdichada! ¡Está allí, allí,
allí
; y tú la ves igual que me ves a mí!
Poco antes había dicho a la señora Grose que, en aquellas circunstancias, Flora no era una niña, sino una mujer adulta, una vieja, y aquella definición no podía quedar mejor confirmada que por la propia actitud de la niña, quien en ese momento me lanzó, sin ningún recato, una mirada de profunda, de cada vez más profunda reprobación. Yo estaba en ese instante terriblemente abrumada por su actitud, y simultáneamente me daba cuenta de que la señora Grose iba a darme otro formidable motivo de disgusto. En efecto, mi compañera, con la cara encendida y un tono de irritada protesta, me gritó:
—¡Todo esto es espantoso, señorita! ¿Dónde ha podido usted ver algo?
Sólo pude agarrarle de nuevo del brazo, ya que, mientras hablaba, la espantosa presencia continuó mostrándose impasible. La aparición había durado ya algo así como un minuto, y permaneció mientras yo seguía sujetando a mi colega e insistiendo al tiempo que se la señalaba con mi mano libre.
—¿No la ve usted como la vemos
nosotras
? ¿Quiere decir que no la ve ahora, ahora,
ahora
? ¡Es tan grande como una llamarada! ¡Mire ahora, buena mujer, mire...!
Ella miraba como yo, y al final profirió un profundo gruñido de negación, repulsa y compasion... una mezcla de piedad y alivio por haber sido eximida de aquella contemplación... el sentimiento —lo supe en aquel mismo momento— de que me hubiera respaldado de haber podido hacerlo. Debió de ser grande mi necesidad de tal apoyo, porque con la cruel comprobación de que los ojos de la señora Grose se mantenían desesperanzadamente incrédulos, sentí que mi situación se derrumbaba horriblemente. Sentí, vi a mi lívida predecesora confirmar, desde su posición, mi derrota, y fui consciente, sobre todas las cosas, de lo que a partir de ese momento debía esperar de la pequeña contienda con mi alumna. Contienda en la que la señora Grose intervino inmediata y violentamente, haciendo añicos, aunque ya sólo se sustentaba en mi propio sentimiento de desastre, un prodigioso triunfo personal.
—¡No está allí, tesoro; no hay nadie allí! ¡Y tú no has visto nunca nada, corazón...! ¿Cómo iba a poder estar allí la pobre señorita Jessel, cuando todos sabemos muy bien que está muerta y enterrada?
Nosotras
lo sabemos, ¿no es cierto, querida? Se trata de un error, de una broma... Y, ahora, ¡a regresar a casa lo más de prisa posible!
La pequeña respondió a esto consintiendo inmediatamente, y yo las vi de pronto unirse en muda oposición contra mí. Flora continuaba observándome con su pequeña máscara de reprobación, e incluso en aquel minuto rogué a Dios que me perdonara, por parecerme que, mientras se asía con fuerza del vestido de la señora Grose, su incomparable belleza infantil se desvanecía súbitamente. Ya lo he dicho antes: Flora se mostraba monstruosamente dura; se había vuelto una criatura vulgar, casi fea.
—No sé a qué se refiere. Yo no he visto a nadie. No he visto nada. ¡Nunca! Creo que es usted una mujer cruel. ¡No me gusta usted!
Tras aquel estallido, se apretó con más fuerza a la señora Grose y sepultó en su falda la horrible carita. En esta posición, exclamó furiosamente:
—¡Sáqueme de aquí! Por favor, ¡sáqueme de aquí! ¡Lléveme lejos de ella!
—¿
De mí
? —exclamé con un gemido.
—¡
De usted... de usted
! —gritó.
Hasta la propia señora Grose me miró con consternación; y yo volví de nuevo la cabeza hacia la figura que, en la orilla opuesta, sin un movimiento, tan rígidamente inmóvil como si captara nuestras voces, permanecía vívida allí para presenciar mi desastre. La desgraciada criatura se había expresado como si sus hirientes palabras procedieran de una fuente exterior, y, en consecuencia, no me quedaba otro recurso que aceptar la situación, por dolorosa que pudiera resultarme hacerlo. Sacudí tristemente la cabeza y me encaré con la niña.
—Si alguna duda hubiese experimentado, en este momento se habría desvanecido del todo. He estado viviendo con la dolorosa realidad, y ahora me doy cuenta de que ésta me ha derrotado. Ya sé que te he perdido; he tratado de impedirlo, mas tú, bajo su influencia, has elegido el fácil y cómodo medio de evitarme.
Y luego de decir esto me enfrenté de nuevo, por encima del estanque, con nuestra infernal testigo.
—He hecho todo lo que estaba a mi alcance; sin embargo, me has vencido. ¡Adiós!
A la pobre señora Grose le dije, de una manera imperativa, casi frenética:
—¡Váyase, váyase!
Ante lo cual, con evidente pena, pero mudamente dominada por la niña y claramente convencida, no obstante su ceguera, de que algo espantoso había ocurrido y un desastre nos amenazaba, se retiró, por el mismo camino por el cual habíamos llegado, con toda la rapidez que sus piernas le permitían.
De lo que ocurrió inmediatamente después de que me dejaran sola, no me queda ningún recuerdo. Sólo sé que al cabo de, supongo, un cuarto de hora, el olor a humedad y la aspereza del suelo me hicieron comprender que había caído boca abajo sobre la hierba para dar rienda suelta a mi aflicción. Debí de haber seguido allí durante mucho tiempo, llorando y lamentándome, puesto que cuando levanté la cabeza empezaba ya a anochecer. Me levanté y miré un momento, a través de la luz crepuscular, el estanque gris y su difuminada y hechizada orilla, y luego emprendí el penoso y difícil regreso a la casa. Flora pasó esa noche, por un acuerdo tácito —y, debería añadir, feliz, si la palabra no tuviera aquí un sonido grotesco— con la señora Grose. A mi regreso, no vi a ninguna de las dos; en cambio, como por una rara compensación, tuve que ver bastante a Miles. Lo vi tanto —no puedo decirlo de otra manera—, que me pareció que antes no lo había visto nunca. Ninguna de las noches que había pasado en Bly había tenido el carácter portentoso de aquélla, a pesar de lo cual —y a pesar también de las profundidades de consternación que se habían abierto bajo mis pies— fue una noche invadida por una tristeza extraordinariamente dulce. Al llegar a la casa, no me preocupé siquiera de buscar al niño; me dirigí directamente a mi habitación para cambiarme de ropa y enterarme, a simple vista, del alcance de mi ruptura con Flora. Todas sus pertenencias habían sido sacadas de mi habitación. Cuando más tarde, ante la chimenea del salón de las clases, la doncella me servía el té, me atuve estrictamente a mi propósito de no hacer ninguna pregunta sobre el niño. Éste tenía ahora la libertad que pedía, y podría disfrutarla hasta el final. La tenía, sí; y la aprovechó, al menos parcialmente, para presentarse a eso de las ocho y sentarse a mi lado en silencio. Cuando la doncella retiró el servicio de té, apagué las velas y me acerqué un poco más al fuego. Tenía la sensación de un frío mortal y presentía que nunca más volvería a tener calor. De modo que, cuando Miles apareció, yo estaba sentada en la penumbra y a solas con mis pensamientos. Se detuvo un momento en la puerta, observándome; luego se acercó lentamente y se dejó caer en una butaca. Permanecimos sentados allí en un silencio absoluto; sin embargo, comprendía que él deseaba estar conmigo.
Antes del alba, mis ojos se abrieron en mi dormitorio frente a la señora Grose, que se presentaba con las peores noticias. Flora estaba con tanta fiebre, que era casi seguro que había enfermado; había pasado una noche sumamente intranquila, agitada sobre todo por unos temores que no tenían como causa a su anterior institutriz, sino a la actual. No protestaba contra la posible reaparición de la señorita Jessel, sino, apasionadamente, contra mi presencia. Me puse en seguida de pie, dispuesta a formular un caudal de preguntas, pero no tardé en darme cuenta de que el sentimiento que predominaba en mi amiga era el desconcierto; lo comprendí desde el momento en que le pregunté si creía más en la sinceridad de la niña que en la mía.
—¿Continúa ella negando que vio o ha visto algo?
La turbación de mi visitante fue realmente inmensa.
—¡Ay, señorita, no puedo insistir con la niña sobre ese tema! La pobre ha envejecido una barbaridad a partir de anoche.
—Me doy cuenta de todo. Se siente herida en su dignidad... como si fuera un alto personaje cuya veracidad hubiera sido puesta a prueba. En cambio, a la señorita Jessel... a ella, a ella si la considera. La impresión que ayer me produjo, se lo aseguro, fue verdaderamente penosa; supera todas las anteriores. Pero he puesto el dedo en la llaga. Sé que la niña no volverá a dirigirme la palabra.
Aquellas frases mías, amargas y oscuras, mantuvieron a la señora Grose en silencio durante un momento; luego dijo, con una sinceridad que a mi parecer ocultaba algo:
—También yo lo creo así, señorita. La niña se ofendió terriblemente.
—Esa actitud de ofendida —sinteticé— es lo que ahora constituye un problema, ¿no es cierto?
—Me pregunta cada tres minutos si creo que va a ir usted a verla.
—Ya veo, ya veo —también yo, por mi parte, mantenía ocultas más cosas de las que manifestaba—. ¿Le ha dicho a usted, excepto para repudiar su familiaridad con algo tan horrible, una sola palabra sobre la señorita Jessel?
—Nada más, señorita —contestó mi amiga— acepté lo que dijo cuando estábamos en el lago; que allí, allí al menos, no había nadie.
—¡Claro! ¡Y, por supuesto, lo sigue usted aceptando!
—No he querido contradecirla. ¿Qué más podía hacer?
—Nada, nada en absoluto. Está usted tratando con las personas más hábiles que pueda imaginarse. Sus dos amigos los han hecho aún más astutos de lo que los había hecho ya la naturaleza; ellos, en sí, constituyen un material maravilloso para modelar. Flora ha decidido darse por ofendida y mantendrá hasta el final esa actitud.
—Sí, señorita, pero... ¿hasta
qué
final?
—El de enfrentarme con su tío. Me presentará ante él como el ser más vil...
Sonreí al contemplar la escena a través de la mirada de la señora Grose, y por un minuto me pareció que los veía juntos. Luego dijo:
—¡Con la buena opinión que tiene de usted!
—Pues tiene un modo extraño... me parece, de demostrarlo —reí—. Pero eso no viene ahora a cuenta. Lo que Flora desea es, por supuesto, librarse de mí.
Mi compañera estuvo de acuerdo.
—No quiere siquiera volver a verla.
—¿De modo que usted ha venido ahora —le pregunté— a apresurar mi marcha? —no obstante, antes de que tuviera tiempo de responderme, añadí—: Tengo una idea mejor, resultado de mis reflexiones. Mi marcha podría resultar el mejor remedio, y el domingo estuve a punto de irme de aquí, pero no lo haré. Es
usted
quien debe irse. Debe usted llevarse a Flora.
Ante esta salida inesperada, mi colega meditó unos minutos. Al fin dijo:
—Pero ¿dónde podría...?
—Lejos de aquí. Lejos de
ellos.
Lejos, sobre todo, de mí. Llévela directamente a casa de su tío.
—¿Sólo para decirle que usted...?
—¡No, no sólo esto!, sino, además, para dejarme aquí con mi remedio.