Al instante, las lágrimas asomaron a los pequeños ojos de Kuniko. Siempre iba muy bien maquillada, pero al parecer esa mañana no había tenido tiempo. Curiosamente, así se destacaba su juventud y un punto de inocencia.
—Quizá tengas razón —admitió—. Pero aun así seguro que soy más normal que tú. Si estoy metida en esto es porque me has engañado.
—¿Ah, sí? Entonces no necesitas el dinero, ¿verdad?
—Sí lo necesito. Si no, me quedaré en la ruina.
—Vas a seguir igual de arruinada. Conozco a mucha gente como tú.
—¿De dónde?
—De donde trabajaba antes —respondió Masako mirándola tranquilamente.
No le daba pena. Al contrario: si pudiera, jamás volvería a tener tratos con ella.
—¿Y dónde trabajabas? —preguntó Kuniko llena de curiosidad.
—No tienes por qué saberlo —repuso Masako negando con la cabeza.
—Vaya, ahora se hace la misteriosa.
—Pues sí. Si quieres el dinero, cumple con lo acordado.
—Lo cumpliré. Pero creo que hay ciertos límites que una no puede traspasar.
—No sé si eres la más indicada para dar lecciones de nada —le espetó Masako con una sonrisa.
Kuniko se abstuvo de responder, tal vez recordando al tipo mañoso que iría a cobrar a su casa. El lugar donde antes estaban sus lágrimas, ya secas, lo ocupaban ahora unas gotas de sudor que le resbalaban por la nariz.
—Has aceptado ayudarnos por dinero —prosiguió Masako—. Eres tan culpable como nosotras, o sea que no te hagas la remilgada.
—Pero... —protestó Kuniko, quien no pudo evitar echarse a llorar de nuevo, incapaz de replicar.
—Siento interrumpir —intervino Yoshie con los ojos hinchados de cansancio—, pero tengo que irme. Mi suegra se habrá despertado y tengo muchas cosas que hacer.
—De acuerdo, Maestra —dijo Masako señalando las bolsas llenas de carne y huesos—. ¿Puedes llevarte éstas?
—Voy en bicicleta —objetó Yoshie con una expresión de disgusto—. No puedo pedalear con tanto peso en la cesta y el paraguas abierto.
Masako miró por la ventana. Había dejado de llover y el cielo azul asomaba entre las nubes. Tendrían otro día de bochorno. Debían deshacerse del cadáver, pronto empezaría a descomponerse.
—Ya no llueve.
—Pero no puedo llevármelas.
—Entonces, ¿cómo vamos a deshacernos de ellas? —preguntó Masako cruzando los brazos y apoyándose contra la pared de azulejos.
Miró a Kuniko, que no se había movido de la pequeña sala contigua al baño, y añadió:
—Y tú llévate tu parte.
—¿Quieres que las ponga en el maletero?
—Pues claro. ¿O es que tu coche es demasiado bueno para eso? —dijo Masako irritada por la estupidez de su compañera—. Este trabajo no es como el de la fábrica, que termina cuando para la cadena. Aquí no habremos terminado hasta que hayamos dejado estas bolsas donde se las lleven sin averiguar su contenido. Hasta entonces no cobraréis. Y, si por lo que sea, alguien las descubre, deberemos asegurarnos de que no se sepa quién lo ha hecho.
—¿Estás segura de que Yayoi no va a confesar? —preguntó Yoshie.
—Si lo hace, podemos decir que nos ha chantajeado.
—Entonces, yo diré que me has chantajeado tú —dijo Kuniko sin darse por vencida.
—Como quieras. En ese caso olvídate del dinero.
—Eres horrible —protestó Kuniko reprimiendo un sollozo—. ¿Sabéis qué? —dijo cambiando de tema—. Este hombre me da pena. No hay nadie que sienta lo que le ha pasado.
—¡Cállate ya! —exclamó Masako—. Eso no nos incumbe. En todo caso, se trata de un asunto entre Yayoi y él.
—Pues yo creo que hemos hecho lo que debíamos —intervino Yoshie pausadamente—. Seguro que su alma se alegra. Hasta ahora, cuando oía que alguien había descuartizado un cadáver pensaba que era una crueldad, pero estaba equivocada. Trocear un cuerpo así no es más que una forma de respeto.
Masako pensó que Yoshie no dejaba de justificarse. Sin embargo, tenía que reconocer que había cierto orden y respeto en la tarea de rellenar las cuarenta y tres bolsas que descansaban sobre la tapa de la bañera.
Después de cortarle la cabeza, le habían separado las piernas y los brazos del tronco y los habían cortado por las articulaciones. Habían cortado los pies, las pantorrillas y los muslos en dos pedazos, con lo que habían salido seis bolsas por pierna. Los brazos habían quedado cercenados en cinco trozos. A instancias de Yoshie, también le habían seccionado las yemas de los dedos como si se tratara de sashimi para evitar que alguien pudiera descubrir su identidad. Así pues, sólo con los brazos y las piernas habían llenado veintidós bolsas.
El problema principal era el torso, al que habían dedicado la mayor parte del tiempo. Primero lo habían cortado longitudinalmente y le habían extraído las vísceras, con las que habían llenado seis bolsas. A continuación, habían procedido a separar la carne de las costillas, que habían cortado a rodajas. Otras veinte bolsas, que, sumadas a la de la cabeza, ascendían a cuarenta y tres. Hubieran querido trocear el cuerpo en pedazos más pequeños, pero ya habían invertido más de tres horas del modo en que habían procedido. Ya era más de la una de la tarde. No tenían más tiempo ni más energías.
Los pedazos estaban dentro de bolsas homologadas por el gobierno municipal de Tokio, bien cerradas y dobladas, y con una bolsa suplementaria para que no se viera el contenido. Si nadie descubría lo que había dentro, las bolsas serían quemadas como basura orgánica. El problema era el peso de cada bolsa, superior a un kilo. Para evitar llamar la atención, habían mezclado los pedazos que ponían en cada bolsa: un órgano con un pie, o un hombro con los dedos, una tarea que había desempeñado Kuniko, pese a sus reticencias. Yoshie había propuesto envolver los pedazos con papel de periódico, pero habían desestimado la idea temiendo que alguna hoja contuviera el sello de la empresa de distribución y pudieran relacionarla con un barrio en concreto. El problema era dónde tirar las bolsas.
—Maestra, como vas en bici llévate sólo cinco —propuso Masako—. Kuniko, tú quince. Yo me encargaré del resto y de la cabeza. Y poneos guantes para no dejar huellas.
—¿Qué piensas hacer con la cabeza? —preguntó Yoshie mirando asustada la única bolsa negra que había sobre la bañera.
—¿Con la cabeza? —repitió Masako imitando el tono reverente de Yoshie—. Voy a enterrarla en algún lugar. Es la única solución. Si la encuentran se irá todo al garete.
—Cuando se pudra nadie podrá identificarla —dijo Yoshie.
—Pero pueden averiguar la identidad por la dentadura —intervino Kuniko dándoselas de sabia—. Es lo que hacen cuando hay un accidente de avión.
—De todos modos —dijo Masako—, llevaos las bolsas bien lejos y dejadlas en varios puntos de recogida. Y procurad que no os vea nadie.
—Quizá sea mejor deshacerse de ellas esta noche, de camino a la fábrica —propuso Yoshie.
—Pero si se quedan toda la noche en la calle, nos exponemos a que atraigan a los gatos o a los cuervos —observó Kuniko—. Es mejor por la mañana.
—Mientras no os vea nadie, tiradlas cuando queráis —concluyó Masako—. Pero lejos de aquí.
—Una cosa, Masako —intervino Kuniko con timidez—. ¿No puedes conseguir algo de dinero? Cincuenta mil. Bueno, con cuarenta y cinco me las apaño. Así podría pagar lo que debo. Y si pudieras prestarme algo para vivir unos días...
—Bueno —accedió Masako—. Te lo descontaré de tu parte.
—¿Y cuánto es mi parte? —se interesó Kuniko.
Pese a las lágrimas que los habían inundado hasta hacía un instante, en sus ojos refulgió un brillo intenso.
Yoshie, incómoda, mantenía la mano firme en el bolsillo de sus pantalones. Sólo Masako sabía que contenía el dinero que habían encontrado en la cartera de Kenji.
—Vamos a ver —dijo Masako—. Has llenado las bolsas pero no has hecho el trabajo sucio, de modo que te corresponden unos cien mil. A la Maestra, cuatrocientos mil. Eso contando con que Yayoi pueda conseguir el dinero.
Yoshie y Kuniko se miraron un instante, decepcionadas. Sin embargo, ya sea porque Yoshie se conformaba con recibir una cantidad mayor que su compañera, o porque a Kuniko le iba bien recibir ese dinero con tal de no hacer el trabajo sucio, o porque ambas temían a Masako, ninguna de las dos protestó.
—Bueno, me voy —dijo Yoshie saliendo por la puerta sin ni siquiera mirar atrás.
—Masako —dijo Kuniko—, ¿te espero en el parking esta noche?
—Ah, no hace falta —respondió Masako mientras introducía las bolsas de basura en una bolsa más grande.
Kuniko la miró recelosa.
—¿Te pasó algo ayer? Llegaste muy tarde.
—No me pasó nada.
—Ya... —dijo Kuniko observándola con desconfianza.
Al quedarse sola, Masako cogió las bolsas que le correspondían, junto con la ropa y los objetos de Kenji, y las llevó hasta el maletero de su coche. De camino a la fábrica haría un pequeño reconocimiento y se desharía de todo esa misma noche o a la mañana siguiente.
A continuación limpió el baño a conciencia.
Sin embargo, al terminar seguía teniendo la sensación de que había restos de carne incrustados entre los azulejos. Además, pese a haber abierto la ventana y haber puesto en marcha el ventilador del baño, en la estancia aún persistía el olor a sangre y a podrido.
No era más que una ilusión provocada por el cansancio, pensó Masako. Yoshie había creído que sus manos seguían oliendo a sangre y las había sumergido en lejía hasta quemarse la piel. E incluso Kuniko, que sólo había introducido los pedazos en las bolsas, había vomitado en el lavabo y jurado, con lágrimas en los ojos, que jamás volvería a comer carne. Al fin y al cabo, ella se había controlado más que sus compañeras. Si ahora estaba limpiando una y otra vez el baño, se dijo, era porque temía que en el caso de un hipotético registro policial se descubrieran rastros de sangre. Intentaba guiarse por la razón en todo momento, y para ella hubiera sido humillante ver que era víctima de las mismas manías que sus compañeras.
Encontró un pelo en la pared. Era corto y tieso; sin duda pertenecía a un hombre. Lo cogió y se preguntó si sería de su marido, de su hijo o de Kenji, pero mientras lo observaba cayó en la cuenta de que lo que hacía no tenía ningún sentido. A menos que se practicara una prueba de ADN, nadie podría saber si era de una persona viva o de un muerto. Decidió tirarlo por el desagüe. Junto con el pelo desaparecieron sus últimas elucubraciones.
Después de llamar a Yayoi para tratar el asunto del dinero, se fue a la cama. Eran casi las cuatro. Normalmente se acostaba a las nueve y se levantaba a las cuatro, de modo que estaba exhausta. Sin embargo, tenía la mente lúcida y no pudo conciliar el sueño.
Se dirigió a la nevera, cogió una cerveza y se la bebió de un trago. No había estado tan tensa desde que había dejado su anterior trabajo. Volvió a la cama, pero no dejó de dar vueltas en el húmedo calor de la tarde estival.
Tenía la intención de dormir sólo un par de horas, pero al abrir los ojos se encontró con la húmeda oscuridad de la noche que se colaba por la ventana abierta de par en par. Al mirar el reloj, que seguía en su muñeca, se incorporó de un salto. Eran las ocho. Pese a que había refrescado, el polo que aún llevaba puesto estaba empapado en sudor. Había tenido varias pesadillas, pero no las recordaba.
Oyó la puerta de entrada. Sería Yoshiki o Nobuki. Se había dormido sin prepararles la cena. Lentamente, se dirigió hacia el comedor.
Nobuki estaba sentado a la mesa, ante una caja de comida preparada que al parecer había comprado en el supermercado. Debía de haber vuelto a casa y, al comprobar que no había nada preparado, había salido a comprar. Masako se quedó de pie junto a la mesa, pero su hijo no le dijo nada y siguió comiendo con expresión adusta. Era posible que hubiera notado algo raro, aunque parecía abstraído, con la vista fija en algún punto detrás de ella. Masako recordó que siempre había sido un niño muy sensible.
—¿Hay algo para mí? —le preguntó.
Nobuki bajó los ojos y en su rostro se dibujó una expresión severa, como si tuviera algo que proteger. Pero ¿qué? Hacía tiempo que Masako había renunciado a todo lo que necesitaba algún tipo de protección.
—¿Está bueno?—insistió ella.
Aún sin contestar, Nobuki dejó los palillos y se quedó mirando la comida. Masako cogió la tapa de plástico, donde habían quedado enganchados varios granos de arroz, miró la procedencia y la fecha de envasado. «Miyoshi Foods, Fábrica de Higashi Yamato. Expedido: 15.00.» Ya fuera por casualidad o por deseo expreso de Nobuki, no había duda de que era un menú especial que había salido de su fábrica al mediodía. Incómoda, Masako echó un vistazo al comedor, donde imperaba el orden. En ese momento le parecía irreal todo lo que habían hecho hasta el mediodía en su casa. Nobuki cogió los palillos y siguió comiendo sin decir nada.
Masako se sentó frente a él y observó distraídamente a su hijo masticar en silencio. Recordó el extraño sentimiento que le había despertado Kuniko al mediodía: el deseo de apartarla de su lado. Sin embargo, en ese instante, frente a ella había alguien con quien la unía un vínculo que jamás podría romper. Esa idea le hizo sentir una gran impotencia.
Masako se levantó de la mesa y se dirigió al baño, que estaba a oscuras. Encendió la luz e inspeccionó los azulejos que había limpiado por la tarde. Estaban secos, absurdamente limpios. Empezó a llenar la bañera.
Sin dejar de mirar cómo subía el nivel del agua, se desnudó y se duchó en el plato de ducha situado al lado de la bañera. Recordó que la noche anterior había intentado borrar cualquier rastro de Kazuo Miyamori en el lavabo de la fábrica. Desde entonces había estado en el baño con la sangre de Kenji hasta los tobillos, le habían quedado restos de carne entre las uñas y había troceado su cadáver, pero aun así lo que realmente quería eliminar con esa ducha era la presencia de Kazuo Miyamori. Al recordar las palabras de Yoshie sobre que nada diferenciaba a los vivos de los muertos asintió para sí bajo el chorro de agua caliente. Un cadáver era horripilante, pero al menos no se movía. Kazuo, en cambio, sí podía hacerlo. Sin duda los vivos eran más deprimentes.
Masako salió de casa dos horas antes de lo habitual, con los pedazos y la cabeza de Kenji en el maletero. Por fortuna, Yoshiki no había vuelto todavía. A diferencia de Nobuki, la relación que mantenía con su marido sí podía cambiar, de modo que quizá fuera mejor evitar sentir hacia él lo que experimentaba ante Kuniko.