—Pues claro. Por eso tenías que haberle pedido más desde un principio.
Masako volvió a calcular mentalmente. Si Yoshie aceptaba ayudarla, podría pagarle un millón. No pensaba contar con Kuniko, de modo que sólo le faltaba decidir qué haría con Yayoi.
—¿Qué le parece? —le preguntó Jumonji más confiado.
—Acepto.
—Me alegro —dijo Jumonji tragando saliva.
—Un par de cosas.
—¿Sí?
—Utilizaremos tu coche para el transporte. Y quiero que me consigas un juego de bisturís. Si no, va a ser muy complicado.
Mientras escuchaba las demandas de Masako, Jumonji se rascó la mejilla.
—No deja de ser carne, ¿verdad?
—Exacto. Carne, huesos y entrañas —puntualizó ella. Jumonji apretó los dientes—. Tengo una última pregunta.
—Usted dirá.
—¿Cómo lograste que Kuniko se fuera de la lengua?
—Le prometí cancelar su deuda —respondió Jumonji riendo alegremente por primera vez—. La información me costó cuatrocientos cuarenta mil yenes. O sea que más vale que nos pongamos a trabajar para recuperarlos.
—Estás de acuerdo con dos millones, ¿verdad? —quiso asegurarse Masako.
—Sí, siempre que nos vayan saliendo pedidos.
—¿Crees que funcionará?
—Sólo hay una manera de saberlo —dijo él.
A Masako le gustó su entusiasmo. Hizo un leve gesto con la cabeza, dejó su parte de la cuenta encima de la mesa y se levantó. En ese momento, todo le parecía aún muy lejano.
El viento, que había estado bramando siniestramente en lo alto del cielo, había amainado.
Al salir del restaurante, Masako notó un aire caliente y húmedo en las mejillas: el tifón se acercaba inexorablemente. Una vez en el coche, puso la radio para saber el tiempo que haría por la mañana, pero llegó a la fábrica sin haber encontrado ninguna emisora que emitiera el parte meteorológico.
En un rincón del parking estaban construyendo una especie de garita prefabricada. Masako la miró unos instantes con curiosidad, pero sus pensamientos estaban ocupados en otro asunto: la propuesta de negocio de Jumonji. Casi sin darse cuenta, había entrado en un nuevo mundo. Dejando a un lado si su decisión había sido acertada, le resultó curioso que el mero hecho de haberla aceptado la excitara hasta el punto de hacerle olvidar ese paisaje cotidiano.
Mientras se sacaba las zapatillas en la entrada de la fábrica, vio que delante de ella había una mujer a la que no conocía.
—Buenas noches, Masako —la saludó una voz familiar.
Al levantar la cabeza vio que era Yayoi, con una imagen totalmente cambiada: llevaba el pelo corto, las cejas bien perfiladas y un ligero toque de rojo en los labios. Su habitual aspecto de chica distraída e incompetente había dejado paso a una nueva mujer, más joven y más segura de sí misma.
—¡Vaya cambio! No te había reconocido.
—Todo el mundo me lo dice —comentó Yayoi sonriendo con timidez, pero incluso esa reacción típica de ella denotaba más confianza—. Tú también estás diferente, ¿no? Hoy te has maquillado.
—¿Eh?
—Los labios —dijo Yayoi.
Masako había olvidado por completo que se había pintado los labios en los servicios del Royal Host. Al llevarse un dedo a la boca, le quedó manchado de un carmín pegajoso.
—Déjatelo —le dijo Yayoi cogiéndola de la mano—. Te queda muy bien.
—¿Te reincorporas hoy?
—No, sólo he venido a saludar. He traído unos pasteles y me he ido a disculpar con el jefe y Komada por las molestias.
—O sea que te vas.
—Sí. Quiero estar en casa con los niños cuando llegue el tifón. Está previsto que llegue a Kanto al amanecer.
—Entonces es mejor que vuelvas.
—También he pagado a Kuniko y a la Maestra —le dijo al oído al tiempo que le ponía un grueso sobre marrón en la mano.
—¿Qué es?—le preguntó Masako.
Yayoi ignoró la pregunta y la saludó con una leve reverencia.
—Nos vemos mañana —dijo antes de salir.
Sus palabras y sus gestos eran mucho más enérgicos que los de la antigua Yayoi. Masako salió para detenerla mientras bajaba la escalera cubierta de hierba artificial.
—Espera. —Yayoi se volvió con una sonrisa radiante—. ¿Qué es esto? —insistió Masako agitando el sobre. Yayoi levantó dos dedos, como para indicarle que eran los dos millones que le había prometido—. ¿Has cobrado ya el seguro? —inquirió Masako en voz baja.
—Todavía no —respondió Yayoi negando con la cabeza—. Les dije a mis padres que tenía que devolver un préstamo. No quería que esperarais más tiempo.
—Es muy pronto.
—Es mejor así. Kuniko estaba impaciente y a la Maestra le vendrá muy bien. Además, ya han pasado cuarenta y nueve días.
—Aun así, es muy pronto.
—Ya lo sé, pero así me siento un poco más libre.
Masako también consideraba que había cambiado de imagen demasiado pronto, pero sabía que sería inútil comentarlo. Era lógico que Yayoi hubiera querido cambiar... al igual que lo había hecho ella.
—Entiendo —dijo finalmente—. Gracias.
Yayoi le dijo adiós con la mano y, bajando la escalera rápidamente, desapareció en la húmeda oscuridad.
Masako volvió a entrar en la fábrica, superó el control de higiene y, evitando pasar por la sala, se fue directa al lavabo. Después de encerrarse en un cubículo, abrió el sobre, que contenía los dos millones en varios fajos de billetes de diez mil. Metió el sobre en el fondo de su bolso. El lavabo era el único lugar con cierta intimidad en toda la fábrica.
De vuelta a la sala, encontró a Yoshie y a Kuniko sentadas en el tatami tomando un té. Ambas se habían cambiado ya y conversaban tranquilamente, pero con evidente satisfacción en sus rostros.
—¿Has visto a Yayoi? —le preguntó Yoshie mientras la saludaba con la mano.
—Sí. Acabo de hablar con ella.
—¿Te lo ha dado? —murmuró Yoshie.
—¿El qué? —dijo Masako haciéndose la despistada.
—A nosotras nos ha dado quinientos mil yenes a cada una —le explicó Yoshie.
Kuniko bajó los ojos confirmando las palabras de Yoshie. Sus mejillas estaban rojas de satisfacción. De todos modos, pensó Masako, a ella no le iban a durar mucho. Y ahora que había descubierto lo que era el dinero fácil, estaría dispuesta a hacer lo que fuera para ganar más. Debían ir con cuidado.
—Le habrá costado obtenerlo —comentó Kuniko.
—Seguro —convino Yoshie—. Le hemos dicho que no había prisa, pero ella ha insistido en pagarnos.
A pesar de esas palabras, su tono dejaba entrever la alegría por esos ingresos inesperados.
—Entonces quedáoslo —dijo Masako.
—¿A ti no te importa? —le preguntó Yoshie preocupada.
Masako negó con la cabeza. Se había justificado a sí misma el hecho de cobrar más, y mantenerlo en secreto, diciéndose que usaría el dinero para el nuevo negocio o para huir en caso de que fuera necesario. Así pues, como lo hacía en bien del grupo, no tenía remordimientos.
—Me parece bien.
—Muchas gracias —le dijo Kuniko agarrando con fuerza el bolso que contenía su parte.
Masako la miró y tuvo que esforzarse para controlar su rabia.
—Ahora podrás pagar tus deudas, ¿verdad? —le soltó con malicia. Kuniko esbozó una vaga sonrisa pero no le respondió—. Por cierto, ¿qué vais a hacer con el dinero durante el turno? —preguntó Masako mientras se recogía el pelo con un pasador.
—De eso precisamente estábamos hablando —respondió Yoshie mirando a su alrededor—. Pediremos a alguien que nos lo deje guardar en su taquilla.
Los únicos trabajadores con derecho a taquilla eran los empleados fijos que llevaban más de tres años en la fábrica y los brasileños, que eran más celosos de sus pertenencias. Sin embargo, el número de empleados fijos era ínfimo.
—¿Y si se lo pedimos a Miyamori? —propuso Yoshie.
Kazuo estaba sentado en el rincón de los brasileños, con las piernas estiradas hacia delante y fumando un cigarrillo. Su mirada fatigada parecía evitar el punto donde estaban Masako y sus compañeras.
—¿Y Komada? —sugirió Masako. Como encargado de higiene, Komada era uno de los pocos empleados fijos de la fábrica, pero fue decir su nombre y advertir que no sería una buena idea que supiera que habían cobrado una gran cantidad de dinero—. No, será mejor confiárselo a otro —añadió.
—Creo que podemos confiar en Miyamori —prosiguió Yoshie—. Voy a pedírselo.
—¿Crees que te va a entender? —preguntó Kuniko escéptica, pero Yoshie se apoyó en la mesita y se levantó.
Al ver que Yoshie se le acercaba, Kazuo lanzó una mirada inquisitiva a Masako, quien reparó en el dolor que traslucían sus ojos. Ella hubiera preferido no implicar a Kazuo en el asunto, pero lo que sus compañeras hicieran con el dinero que acababan de recibir no era de su incumbencia.
Disimulando, entró en el vestuario para cambiarse. Una vez se hubo puesto el uniforme blanco, metió su sobre en el fondo del bolsillo de sus pantalones de trabajo para que no se le cayera durante el turno. Entre la hilera de perchas, vio que Yoshie acababa de hablar con Kazuo y cómo éste se levantaba del tatami y salía de la sala con Yoshie y Kuniko a la zaga. Las taquillas de los empleados brasileños estaban al lado del lavabo.
Yoshie y Kuniko regresaron mientras Masako se lavaba las manos y los antebrazos en la pila del pasillo.
—Bueno, menos mal... —dijo Yoshie cogiendo el pequeño cepillo que había usado Masako—. Es un buen chico.
Kuniko abrió un grifo a varios metros de ellas.
—¿Te ha entendido? —le preguntó Masako.
—Sí, más o menos. Le he dicho que teníamos algo valioso que guardar en una taquilla y ha accedido de inmediato. Me ha dicho que quizá acabe el turno un poco más tarde, pero que lo esperemos en el vestíbulo. Ha sido muy amable.
En ese momento, Kazuo pasó por delante de ambas sin mirarlas. Su constitución, el pecho ancho y el cuello grueso, así como su rostro, de facciones muy marcadas, diferían de los de un japonés. Un chico como él, que hubiera estado como pez en el agua bajo el sol brasileño, parecía fuera de lugar trabajando de noche en una fábrica japonesa, con el uniforme blanco y el ridículo gorro azul. Masako se preguntó si aún guardaría la llave, si bien su mayor preocupación radicaba en saber por qué un chico como ése se había fijado precisamente en ella.
El turno terminó más pronto de lo habitual a causa del tifón.
Al mirar por la ventana que había encima de los compartimentos para dejar los zapatos, las empleadas suspiraron preocupadas. El amanecer había traído consigo la tormenta. Las gruesas gotas de lluvia caían de soslayo, y las desgarbadas acacias que rodeaban la fábrica de automóviles estaban a punto de doblarse por la fuerza del viento. Las alcantarillas a ambos lados de la carretera rebosaban, como si fueran dos riachuelos.
—Vaya —dijo Yoshie frunciendo el ceño ante la perspectiva de regresar a casa en bicicleta—. Tendré que quedarme aquí.
—Ya te llevo yo—se ofreció Masako.
—¿De veras? Te lo agradezco —dijo Yoshie aliviada. Entretanto, Kuniko fichó fingiendo no haber oído nada—. ¿Podrías esperar a que termine Miyamori? —añadió Yoshie.
—Claro.
—Si quieres, espérame en el parking.
—No. Iré a buscar el coche, te espero abajo.
—Gracias —dijo Yoshie mientras veía a Kuniko alejarse por el pasillo.
Masako se cambió rápidamente y salió de la fábrica. El cielo opresivo de la noche anterior se había roto y ahora azotaba la tierra con una lluvia y un viento terribles, pero a ella le pareció una situación refrescante. Como el paraguas no le iba a servir de mucho, lo cerró y echó a correr hacia el parking desafiando el viento. Al cabo de unos pocos segundos, las gruesas gotas de lluvia la habían empapado. Se apartó el cabello de la cara y siguió corriendo, preocupada únicamente por el sobre con el dinero que apretaba contra su pecho. Al llegar a la altura de la fábrica abandonada, vio que la tapa de la alcantarilla seguía en el mismo lugar donde Kazuo la había dejado. A través del agujero le llegó el rugir del agua, y pensó que los objetos que habían pertenecido a Kenji (excepto la llave) debían de haber sido arrastrados por la corriente. Mientras seguía corriendo zarandeada por el viento, soltó una carcajada. Era libre. Y el mero hecho de pensarlo la hacía aún más libre.
Al llegar al Corolla, se sentó al volante con la ropa chorreando. Cogió un trapo que guardaba debajo del salpicadero y se secó los brazos. Los vaqueros mojados parecían comprimirle las piernas. Puso el limpiaparabrisas a la máxima velocidad para comprobar que podría conducir bajo el aguacero y encendió el desempañador. El chorro de aire frío le hizo poner la carne de gallina.
Salió del parking con prudencia y volvió a la fábrica en el momento en que Kuniko bajaba por la escalera. Llevaba una holgada camiseta negra y unas mallas floreadas. Miró de reojo el coche de Masako, pero inmediatamente abrió su paraguas azul y echó a andar bajo la lluvia sin dirigirle la palabra. Masako observó por el retrovisor cómo se esforzaba por que el viento no se le llevara el paraguas: podían seguir trabajando juntas, pero no estaba dispuesta a tener ninguna otra relación con ella fuera de la fábrica. Mientras la miraba a través del espejo, Kuniko desapareció bajo la lluvia, como empujada por sus pensamientos.
Poco después vio a Yoshie bajar la escalera resguardada bajo el paraguas transparente de Kazuo, que iba detrás de ella con la gorra negra calada hasta las cejas. Yoshie se acercó al coche y, entrecerrando los ojos para protegerse de la lluvia, golpeó la ventanilla del acompañante.
—¿Puedes abrir el maletero? —preguntó.
—¿Por qué?
—Dice que va a poner la bicicleta dentro —explicó Yoshie señalando a Kazuo.
Sus ojos se encontraron con los de Masako. Tenía una mirada clara e inocente. Sin decir nada, Masako apretó el botón que abría el maletero y la puerta se abrió al instante, de modo que la visión de la ventana trasera quedó tapada. En ese momento sopló una fuerte ráfaga de viento y la puerta empezó a vibrar peligrosamente. Masako salió del coche y sintió cómo las gotas de agua le aguijoneaban la piel de los brazos, que acababa de secarse.
—No salgas —le indicó Yoshie gritando para que la oyera—. Te vas a empapar.
—Ya lo estoy.
—Entra —dijo Kazuo acercándosele y cogiéndola con fuerza por el hombro.
Masako se limitó a obedecer. Justo después, Yoshie se instaló en el asiento del acompañante.