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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Hola, Satake —le dijo sin acompañarlo del habitual «cariño».

—¿Cómo estás?

—Bien, gracias —dijo con una sonrisa.

Sin embargo, Satake se percató de su reserva.

—Estás muy morena.

—He ido a la piscina todos los días.

Al decir esas palabras, se quedó unos instantes en silencio, tal vez recordando que todo había empezado después de su primera visita a la piscina con Satake. Sirvió dos whiskies con agua de la botella que les habían traído sin que Satake la pidiera, y dejó un vaso delante de él, aun sabiendo que no bebía. Satake escrutó su rostro.

—¿Cómo te va por aquí?

—Muy bien. Esta semana he sido la número uno. Los clientes del Mika ahora vienen aquí.

—Me alegro por ti.

—Y me he trasladado.

—¿Adónde?

—A Ikebukuro.

Anna no especificó la dirección. Entre ellos se instaló un silencio incómodo.

—¿Por qué mataste a esa mujer? —preguntó Anna de repente.

Satake no esperaba esa pregunta; se quedó mirando sus ojos brillantes.

—Ni yo lo sé.

—¿La odiabas?

—No, no era eso.

En realidad, era una mujer de una inteligencia admirable. Sin embargo, pensó Satake, era inútil intentar explicar a alguien tan joven como Anna que el odio era un sentimiento que podía surgir del deseo de ser aceptado por el otro.

—¿Cuántos años tenía? —quiso saber Anna.

—No lo sé. Quizá unos treinta y cinco.

—¿Y cómo se llamaba?

—No me acuerdo.

Lo había oído repetidas veces en el juicio, pero era un nombre muy común y lo había olvidado. De hecho, era un dato intrascendente: llevaba su voz y su rostro grabados en el corazón.

—¿No te gustaba? ¿No era tu novia?

—No. La conocí esa misma noche.

—Entonces, ¿por qué la mataste de esa forma? —preguntó—. Reika me lo contó todo. Que la torturaste antes de matarla. Si no la amabas ni la odiabas, ¿por qué la mataste de ese modo?

Al oír la voz cada vez más fuerte de Anna, los clientes que estaban sentados a las mesas contiguas se volvieron para mirarlos.

—No lo sé —murmuró Satake—. No sé por qué lo hice.

—Siempre me trataste muy bien. ¿Acaso ocupaba yo su lugar?

—No.

—Pero cariño, ¿cómo puedes ser dos personas tan diferentes? —preguntó Anna—. El que mató a esa mujer y el que me trataba tan bien. Me parece imposible.

En medio de su exaltación, le había vuelto a decir «cariño». Satake guardó silencio.

—Me tratabas como si fuera tu perrito —prosiguió Anna—. Por eso me mimabas, ¿no es así? Me ponías bien mona como a un perrito y me vendías a los clientes. Eso te divertía, ¿verdad? Yo no era más que un objeto para poner a la venta. Y si hubiera protestado, me hubieras matado como a esa pobre mujer.

—Te equivocas —objetó Satake cogiendo otro cigarrillo y encendiéndolo él mismo. Anna ni siquiera se dio cuenta—. Tú eres muy bonita, y ella... —Satake se quedó buscando la palabra adecuada.

Anna esperó a que prosiguiera, pero no lo hizo.

—Dices que soy muy bonita, pero el problema es que para ti no soy más que eso. Cuando me enteré de lo que habías hecho, me supo muy mal por esa pobre mujer. Pero también me supo mal por mí. ¿Sabes por qué, cariño? Pues porque ni siquiera me odias lo suficiente para hacerme lo que le hiciste a ella. La torturaste porque la odiabas, ¿verdad? A mí no me importaría morir así si tú me odiaras. Pero como a ella la mataste, a mí quieres complacerme, ¿no? Eso es muy aburrido. Al darme cuenta de por qué lo hacías, me entristecí. Por eso me supo mal. ¿Lo entiendes, cariño?

Anna estaba llorando. Las lágrimas le resbalaban por ambos lados de su nariz y caían sobre la mesa. Los clientes y las chicas que estaban sentados a su alrededor los miraban con gesto preocupado.

—De acuerdo. No voy a volver —dijo Satake finalmente—. Sigue trabajando.

Anna no dijo nada. Satake se levantó y pagó la cuenta. Chin lo acompañó hasta la puerta con una sonrisa forzada en los labios, pero nadie más salió a despedirlo. Era lógico, pensó. Kabukicho ya no era su mundo.

El mismo día en que el detective Kinugasa lo había interrogado, Satake se dio cuenta de que la mujer a la que había asesinado diecisiete años atrás seguía presente en su vida. A partir de ese momento, comprendió que estaba condenado a convivir con ella, a descarnar los recuerdos que había intentado mantener encerrados en su interior.

Hacía mucho tiempo que no volvía a su apartamento: casi cuatro semanas, para ser exactos. Al abrir la puerta, notó el típico olor a rancio que desprende un espacio cerrado durante demasiado tiempo en plena canícula. También le llegaron unas voces. Se sacó los zapatos y entró en el piso. Una luz blanquecina brillaba pálidamente en la oscuridad: era la tele. Al parecer, la había dejado encendida el nefasto día en que había ido a encontrarse con Anna. Y quienquiera que hubiera registrado su piso no se había molestado en apagarla. Con una sonrisa amarga, se sentó frente al aparato. Justo en ese momento terminaba el informativo.

Ahora que el verano empezaba a tocar a su fin, el ruido que oía en su cabeza había empezado a disminuir. Se levantó para abrir la ventana. Notó el ruido y el humo de la avenida Yamate, pero también el aire fresco que entró para renovar el ambiente viciado del piso. Las luces de los rascacielos brillaban haciendo resaltar su silueta. No tenía por qué preocuparse, se dijo mientras llenaba sus pulmones con el aire de la ciudad. Sólo le quedaba una cosa por hacer.

Abrió el armario donde guardaba los periódicos viejos antes de tirarlos. Hojeó las páginas húmedas y amarillentas en busca de algún artículo que aludiera al cadáver hallado en el parque Koganei. Cuando lo encontró, desplegó el periódico sobre el tatami y tomó varios apuntes en una pequeña libreta. Al terminar, encendió un cigarrillo y se quedó mirando los datos que había anotado.

Después se levantó y apagó el televisor. Estaba listo para salir a recorrer los callejones de la ciudad. Ya no tenía nada que perder ni nada que salvaguardar. Había atravesado un río profundo y el puente se había venido abajo. No había vuelta atrás. Sin embargo, prefería la nueva sensación de estar perdido en medio de un gran sueño a volver a su pequeña pesadilla. Esta idea le provocó una excitación que no sentía desde sus días como esbirro de una banda de yakuza. Había una curiosa similitud entre la sensación de errar sin rumbo y la certeza de que no había vuelta atrás. Ambas prometían una especie de liberación, pensó Satake sonriendo para sí.

Recompensa
Capítulo 1

Estaba sin blanca. Por mucho que buscó por todo el piso, apenas encontró un puñado de calderilla y unos pocos billetes de mil yenes en su cartera.

Kuniko llevaba varios minutos con los ojos clavados en el pequeño calendario que le habían dado en Mister Minute, pero por más que lo mirara los días eran los que eran: la fecha del pago a Million Consumers Center estaba a la vuelta de la esquina.

Masako había insistido en que, si era necesario, solicitarían otro préstamo para pagar lo que debían a Jumonji, pero al parecer se había olvidado por completo de los problemas de Kuniko. ¿Y qué había sido de la promesa de Yayoi de pagarles por la ayuda prestada? Hasta el momento no había visto ni un solo yen. Las dos la habían obligado a participar en ese horrible crimen y, encima, la dejaban en la estacada.

En un arrebato de furia, Kuniko dio un manotazo a la pila de revistas de moda que había encima de la mesa, que cayeron sobre la moqueta con un ruido sordo, y se dedicó a pasar las páginas con los dedos de los pies, fijándose en los anuncios de sus marcas favoritas, que la incitaban a gastar: Chanel, Gucci, Prada... Se sumió en una especie de ensoñación repleta de bolsos, zapatos, accesorios y nuevas tendencias para el otoño.

Aquellas revistas las había conseguido en el punto de recogida del barrio. En sus páginas había alguna que otra mancha de comida o bebida, pero le daba igual: lo importante era que le habían salido gratis.

Su suscripción al periódico había caducado, y últimamente no iba mucho en coche para ahorrar en gasolina. Las únicas distracciones que le quedaban eran las series y los programas de cotilleo, de modo que no iba a hacer ascos a unas revistas que alguien ya había leído. Seguía sin tener noticias de Tetsuya y en agosto había faltado muchos días al trabajo, por lo que su cuenta se encontraba a cero. No estaba acostumbrada a pasar ese tipo de apuros, y cuanto más se prolongaba esa situación, más ganas tenía de gritar que estaba harta de todo.

Había intentado buscar un empleo de día, pero pronto advirtió que el salario de los que ella podía desempeñar era insuficiente para hacer frente a sus deudas. No le hubiera importado trabajar en algún club nocturno, donde podría ganar más, pero no confiaba en su aspecto, ni siquiera para intentarlo. Por tanto, la mejor opción seguía siendo trabajar en el turno de noche de la fábrica de comida preparada, donde podía sacarse un sueldo más o menos digno en menos horas. En su interior parecían convivir dos impulsos contradictorios, como dos caras de una misma moneda: el deseo de ser rica, vestir bien y ser admirada por todo el mundo, y una especie de sentimiento de inferioridad que la empujaba a agazaparse en la oscuridad, donde nadie la viera.

Quizá debía optar por declararse en bancarrota. Había llegado a pensar seriamente en esa posibilidad, pero si lo hacía nadie estaría dispuesto a concederle ninguna tarjeta de crédito. También podría ir tirando con lo que tuviera, pero la perspectiva de vivir esperando y aplazando sus caprichos no le apetecía en absoluto. Además, con la promesa de Yayoi aún pendiente, no valía la pena ni plantearse esa opción.

Sin darle más vueltas, decidió no esperar más y telefonear a Yayoi. Si lo había aplazado hasta ese momento era porque temía la presencia de la policía, pero ahora ya no le importaba.

—Hola, soy Kuniko.

—Ah —respondió Yayoi incómoda.

Era evidente que su llamada no era oportuna, pero aun así Kuniko se decidió a hablar.

—He leído en el periódico que has salido muy bien parada.

—¿A qué te refieres? —preguntó Yayoi para despistar.

Se oía como ruido de fondo el sonido de un televisor y la voz de sus hijos. Para acabar de perder a su padre parecían muy animados, pensó Kuniko dirigiendo su rabia incluso a los niños.

—No disimules —dijo—. He leído que han cogido al propietario del club.

—Sí, eso parece.

—¿Eso parece? Tienes más suerte de la que te mereces.

—Y tú también. Ya sé que no debería decirlo, pero si no hubieras tirado eso ahí nadie habría sabido nada. Masako está furiosa.

Yayoi era siempre tan dócil que Kuniko quedó desconcertada por su respuesta.

—Ya... —dijo—. Mira quién habla. Yo no he matado a nadie.

—¿Qué quieres? —preguntó Yayoi tapando el auricular—. ¿Ha pasado algo?

—Pues sí. Quiero mi dinero. Quiero que me pagues lo que me prometiste. ¿Podrías darme por lo menos una fecha?

—Ah, sí, claro. No es seguro, pero quizá te pague en septiembre.

—¿En septiembre? —exclamó Kuniko—. Te lo van a dar tus padres, ¿no? ¿Por qué no se lo pides ya? Sólo faltan diez días.

—Sí, ya... —dijo Yayoi escuetamente.

—Me darás quinientos mil, ¿verdad?

—Sí. Eso es lo que tengo pensado.

—Muy bien —dijo aliviada—. Aun así, estoy en apuros. ¿No podrías anticiparme cincuenta mil?

—Si pudieras esperar un poco más...

—Si pudiera esperar, ¿qué? ¿Acaso vas a cobrar un seguro de vida?

—No, claro que no —se apresuró a negar Yayoi—. No tenía.

—Así que estás como yo: sin marido y sólo con el sueldo de la fábrica. ¿Cómo piensas vivir?

—Si quieres que te diga la verdad, todavía no he pensado en el futuro. Supongo que no me moveré de aquí y seguiré educando a los niños. Mi madre también cree que es lo mejor. Al menos por ahora.

Kuniko se irritó: el futuro de Yayoi no le importaba en absoluto.

—¿Y tus padres no van a ayudarte?

—Supongo que si se lo pido no se negarán, pero no les sobra el dinero.

—Pues Masako insinuó más bien lo contrario.

—Lo siento.

—De todos modos, tu padre tiene un trabajo fijo, ¿no? Seguro que cobra un buen pico cada mes.

Kuniko siguió insistiendo, desesperada por sacarle algo, pero Yayoi no dejó de repetirle que tenía que esperar. Al final, tras caer en la cuenta de que la llamada le saldría demasiado cara, decidió colgar.

El paso siguiente fue llamar a Masako. Kuniko la veía cada noche en la fábrica, pero apenas se hablaban. Desde que se había enterado de que Masako conocía a Jumonji, su temor hacia ella había aumentado. A pesar de sus problemas económicos, seguía viéndose como alguien que vivía en el mundo elegante de las revistas y no quería tener nada que ver con los callejones oscuros por los que solían moverse personajes como Masako y Jumonji.

No obstante, el día del pago se acercaba y tenía que hacer algo. Olvidando que una urgencia similar la había obligado a involucrarse en el problema de Yayoi, marcó el número de Masako.

—¿Diga?

Masako estaba en casa y, a diferencia de la llamada telefónica a Yayoi, no se oía ningún ruido de fondo. Kuniko se preguntó qué debía hacer todo el día sola en esa casa. Al recordar la escena del baño, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Se duchaba sobre esos azulejos que habían estado ensangrentados? ¿Qué sentía al sumergirse en la bañera que había contenido aquellas bolsas macabras? Esas imágenes hicieron que Masako le pareciera aún más temible.

—Soy Kuniko... —anunció con voz temerosa.

—Se acerca el día del pago, ¿verdad? —dijo Masako saltándose las formalidades.

No lo había olvidado.

—Exacto. ¿Qué puedo hacer?

—A mí no me lo preguntes. Es tu problema.

—Pero ¿no dijiste que si era necesario pediríamos otro préstamo para pagarle? —protestó Kuniko sintiéndose traicionada.

—Pues pídelo tú —repuso Masako—. Seguro que encuentras a alguien dispuesto a prestarte lo que necesites. Con eso pagas lo que le debes a Jumonji, y después buscas a alguien que te preste algo más para devolver lo que te han prestado.

—¿Y eso qué me soluciona? Es un círculo vicioso.

—Es lo que has estado haciendo hasta ahora. No sé de qué te extrañas.

—¡No digas eso! Sólo te estoy pidiendo consejo.

—No te creo —le espetó Masako—. Lo que estás pidiendo es dinero.

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