Al regresar al comedor, arrojó su cuerpo flácido sobre la cama y empezó a desnudarla. Terminada la operación, le ató las muñecas y los tobillos a la cama, tal como había imaginado esa misma mañana. Era un ensayo perfecto para lo que iba a hacerle a Masako. Sin embargo, al ver el cuerpo rollizo de Kuniko ante él, su deseo se esfumó y con él, el complicado plan que había elaborado. Con una mueca de hastío, hizo una bola con las bragas que le había quitado y se las metió en la boca.
Kuniko volvió en sí al instante y, con los ojos abiertos de par en par, miró desesperadamente a su alrededor para intentar averiguar qué estaba pasando.
—No vas a gritar, ¿verdad? —le advirtió en voz baja pero con un tono amenazante.
Kuniko negó con la cabeza, y Satake le quitó las bragas de la boca, de manera que un hilo de saliva quedó suspendido en el aire.
—No me hagas daño, por favor —le suplicó ella—. Haré todo lo que me digas.
Satake la ignoró. Estaba ocupado poniendo bolsas de basura debajo de su cuerpo para que no le ensuciara las sábanas.
—¿Qué haces? —preguntó ella mientras se revolvía en la cama.
—Nada. No te muevas.
—Por favor —insistió ella, con lágrimas en los ojos—. No me hagas daño.
—Yayoi mató a su marido, ¿verdad?
—Sí, sí —confesó Kuniko asintiendo con la cabeza.
—Y tú, Masako y Yoshie descuartizasteis el cuerpo.
—Sí.
—¿Fue idea de Masako?
—Sí.
—¿Y cuánto os pagó Yayoi?
—Quinientos mil a cada una.
Satake soltó una carcajada al darse cuenta de que lo habían hecho por una miseria. Aun así, por su culpa él había perdido los negocios que tanto esfuerzo le había costado levantar.
—¿Masako también?
—No, ella no cobró nada.
—¿Y por qué?
—Porque es una arpía —dijo Kuniko soltando la primera palabra que le pasó por la cabeza.
Satake volvió a reír.
—¿Cómo se conocieron Masako y Jumonji?
Kuniko dudó unos instantes, sorprendida de que ese hombre supiera tantas cosas sobre ellas.
—Creo que ya se conocían.
—¿Y por eso te prestó el dinero?
—No. Fue una casualidad.
—Menuda historia —le espetó mientras ella rompía de nuevo a llorar—. Un poco tarde para echarse a llorar, ¿no crees?
—No me hagas daño. Te lo suplico.
—Un momento —dijo él—. ¿Cómo se enteró Jumonji?
—Yo se lo conté.
—¿Se lo has explicado a alguien más? —No.
—¿Sabías que tus compañeras han abierto un pequeño negocio haciendo lo mismo que hicisteis a Yamamoto? —Mientras hablaba, Satake se sacó el grueso cinturón de cuero. Al verlo, Kuniko empezó a mover la cabeza con frenesí—. ¿Lo sabías? —insistió Satake.
—¡No!—exclamó Kuniko.
—O sea que no confían en ti. Ya no te necesitan.
Satake le enrolló el cinturón alrededor del cuello, y Kuniko intentó soltar un grito que ahogó en un gemido. Al ver que aún necesitaba amordazarla, Satake recogió las bragas del suelo y se las metió hasta la garganta. A pesar de que Kuniko dejó de respirar y se quedó con los ojos en blanco, él dio un último tirón al cinturón con todas sus fuerzas. Era el segundo asesinato que cometía, pero no sintió ninguna emoción.
Desató el cadáver de la cama y lo puso en el suelo, donde lo envolvió en una manta. A continuación, lo sacó a la terraza y lo colocó en un rincón, a salvo de las miradas indiscretas de los vecinos. Al alzar la cabeza, vio que el sol se estaba escondiendo detrás de las montañas que había visto esa misma mañana y que ahora se fundían con la oscuridad que las rodeaba.
Después de cerrar la puerta de la terraza, examinó el contenido del bolso de Kuniko. Cogió varios billetes de diez mil yenes de la cartera y dos juegos de llaves: el primero, del Golf, y el segundo, tal vez de su apartamento. A continuación, metió la ropa y los zapatos en una bolsa y, después de coger sus llaves y la cartera, salió al pasillo con la bolsa en la mano. Había anochecido y, si bien el viento había amainado, era incluso más frío que el de la mañana. Subió al piso de arriba por la escalera de emergencia y echó un vistazo al pasillo. Por suerte, no había nadie. Entonces, evitando como pudo los triciclos y las plantas que abarrotaban el pasillo, llegó hasta la puerta del piso de Kuniko y la abrió con la llave que le había cogido del bolso.
Vio ropa nueva, bolsas y envoltorios. Vació la bolsa con las prendas de Kuniko y salió de la vivienda. Después de comprobar que no había nadie en el pasillo, cerró la puerta y se dirigió al ascensor.
Al llegar a la planta baja, arrojó la llave a una papelera y se encaminó al parking que había detrás del edificio para recoger su bicicleta. Pocos instantes después se convertiría en un guardia de seguridad de camino a su trabajo.
Jumonji estaba en el cielo.
A su lado había una preciosa colegiala con el uniforme de un famoso instituto. El pelo teñido de castaño le caía sobre las mejillas, de piel tersa y clara, y tenía los labios rosados permanentemente entreabiertos. Sus cejas arqueadas resaltaban sus bonitos ojos y su minifalda apenas cubría sus piernas de modelo.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Jumonji esforzándose para que su voz no traicionara su excitación.
—Me da igual —murmuró ella con una voz dulce y rasposa—. Lo que tú quieras.
Su cuerpo desprendía un olor que Jumonji no acertaba a identificar. Vestía ropa de marca. Era una chica perfecta, como un milagro caído del cielo. ¿De dónde habría salido? Era completamente distinta a las colegialas con las que Jumonji acostumbraba a salir, chicas que se pasaban horas y horas en bares deprimentes y cuyo pelo olía a champú barato. Sin embargo, gracias al dinero que había conseguido con su nuevo negocio, podía permitirse llevar a esa chica a un buen hotel sin dejarse impresionar por los cien mil yenes que ella le había pedido por adelantado.
—¿Qué te parece si vamos a un hotel?
—Como quieras.
—¿Quieres decir que...?
La chica asintió tímidamente, y él empezó a pensar en un hotel al que pudieran llegar antes de que ella cambiara de idea. En ese momento, su móvil empezó a sonar en el bolsillo.
—Perdona un segundo —dijo. Ese día había delegado su trabajo en la agencia en una empleada de confianza para así poder divertirse. Pensando que se trataba de ella, contestó con brusquedad—. Jumonji, ¿diga?
—¿Akira? ¿Dónde estás, chaval? —dijo una voz monótona pero inconfundible.
—¿Soga? ¿Qué tal? Gracias por lo del otro día.
La chica notó cómo cambiaba de tono y se dio la vuelta enfadada. Ante el temor de que escapara, Jumonji la cogió del brazo.
—No tienes por qué agradecérmelo —repuso Soga—. ¿Estás en Shibuya? —preguntó intrigado por el ruido de fondo.
—Sí, bueno... —comentó Jumonji dándole a entender lo inoportuno de la llamada.
—¿De veras? No me digas que un tipo tan serio como tú va a ligar a Shibuya.
—Es que... —dijo Jumonji rascándose la cabeza.
Seguía agarrado al brazo de la chica, quien miraba a su alrededor, sin disimular las ganas de liberarse de él. Había muchos hombres en Shibuya que, al igual que Jumonji, deseaban estar con una joven como ésa. De hecho, algunos se le habían acercado. Al ver sus ojos ávidos, Jumonji empezó a impacientarse.
—¿De qué color te has teñido el pelo? —prosiguió Soga, aprovechando la ocasión para chincharle.
—¿Querías algo?
—Estás con una chica, ¿verdad? Mira que eres asaltacunas...
—Llámalo como quieras —respondió Jumonji—. Oye, ¿no podríamos hablar más tarde?
—Pues no —contestó Soga con seriedad—. Tenemos un trabajillo.
—¿Qué? —exclamó Jumonji soltando a la chica, que aprovechó la ocasión para desaparecer con dos o tres tipos iguales a él que merodeaban por allí.
«¡Mierda!», pensó Jumonji al ver cómo se alejaba, con su minifalda y su precioso trasero. Pero los negocios eran los negocios. Con el dinero que ganaría, podría permitirse diez chicas como ésa. Centrándose en la conversación, pidió disculpas a Soga.
—Perdona, estaba un poco distraído.
—Vaya, ¿se te ha escapado? —dijo Soga—. Mejor así. Más te vale estar centrado. Si la cagas, eres hombre muerto.
Al imaginar la mirada de su socio pronunciando esas palabras, Jumonji notó un sudor frío en las axilas.
—Lo siento.
—Bueno, de todos modos, el primero no fue nada mal. El cliente quedó satisfecho.
—Oh.
La conexión falló unos instantes. Jumonji se apartó del gentío para refugiarse bajo un toldo.
—Sólo tienes que hacerlo igual de bien. Lo tendremos esta noche.
—¿Esta noche? —repitió Jumonji, preguntándose si podría ponerse en contacto con Masako.
Consultó su reloj y comprobó con alivio que eran las ocho. A esa hora aún estaría en casa.
—Es carne fresca. No podemos esperar mucho.
—Entendido.
—Hemos quedado en la entrada trasera del parque Koganei, a las cuatro.
—Ahí estaré.
—Esta vez nos llega por otra vía —dijo Soga con un tono más apagado de lo habitual—. También iré yo, para asegurarme de que todo salga bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jumonji.
Los jóvenes que pasaban por su lado lo miraban extrañados, quizá porque no estaban acostumbrados a ver a alguien hablando con tanta seriedad por un móvil.
—El viejo del otro día me lo proporcionó un proveedor de total confianza, pero el de hoy ha aparecido de la nada.
—¿Cómo? ¿No pertenece a tu círculo de contactos?
—No —explicó Soga—. Al parecer, el tipo ha oído hablar del servicio y quiere que lo hagamos nosotros. Cuando le he dicho que le iba a costar diez millones, ni se ha inmutado.
—Así te sacas un millón más.
—Y tú también —repuso Soga, adoptando el papel de patrón generoso.
Jumonji había olvidado a la chica y recuperado el buen humor. Si no informaba a Masako, se sacaría tres millones de una tajada.
—Muchas gracias, Soga.
—Recuerda que toda precaución es poca. Iré acompañado. Quizá sea mejor que desempolves tu katana.
—No digas bobadas —dijo Jumonji con una sonrisa.
En cuanto colgó, se preguntó si Soga habría hablado en serio respecto a lo de la katana, pero estaba demasiado excitado ante la perspectiva de ganar dinero como para preocuparse. Sacó su agenda del bolsillo y buscó el número de Masako; si no conseguía ponerse en contacto con ella, se vería obligado a pasar otro día errando por la ciudad con un cadáver en el maletero.
Masako respondió inmediatamente. A juzgar por su voz, estaba resfriada.
—Tenemos otro trabajo —le anunció—. ¿Le va bien?
—¡Vaya, qué rápido! —exclamó ella.
—Será que lo hicimos bien —dijo él. En lugar de sumarse a su entusiasmo, Masako guardó silencio. Jumonji captó su incomodidad, pero tenía que convencerla—. Cuento con usted, Masako.
—¿Y si te niegas? Sólo por esta vez.
—¿Por qué?
—No tengo buenas vibraciones.
—Es sólo el segundo trabajo —dijo Jumonji—. Si no lo acepto, mi reputación caerá en picado.
—Mejor eso que arriesgarse a algo peor —dijo Masako enigmáticamente.
—¿Qué quiere decir?
—No sé... Algo me huele mal.
—Quizá no se encuentre bien, pero eso no tiene nada que ver con el trabajo —insistió Jumonji empezando a desesperarse—. Tengo que ir hasta Kyushu para deshacerme de él. Usted no es la única que se arriesga.
—Ya lo sé —murmuró ella.
Jumonji se enfadó.
—Si se echa atrás, me veré obligado a recurrir a la Maestra. Y si ella tampoco quiere, a Kuniko. Esa foca haría cualquier cosa por dinero, ¿no es así?
—No lo hagas —respondió Masako—. Si mete la pata, nos vamos todos al garete.
—¡Por eso mismo! —exclamó Jumonji—. Lo haremos como la primera vez. Cuento con usted.
—De acuerdo —transigió finalmente Masako—. Por cierto, ¿puedes proporcionarnos unas gafas protectoras?
En cuanto tomaba una decisión, le gustaba ir al grano. Jumonji suspiró aliviado.
—Llevaré las que uso para ir en moto.
—Perfecto. Te llamaré si surge algún contratiempo.
Satisfecho por cómo había ido la negociación, Jumonji cortó la comunicación y miró su reloj. Quedaban varias horas hasta las cuatro. ¿Tendría tiempo de encontrar a una joya como la de antes? Con lo que iba a cobrar, podría pagar lo que le pidiera. Se volvió de nuevo hacia la calle para iniciar su búsqueda. No podía perder tiempo pensando en por qué Masako se había mostrado tan reticente a aceptar el trabajo.
Las cuatro de la madrugada. Jumonji aparcó el Cima en la entrada trasera del parque Koganei.
Detrás de la verja que daba a la calle crecía un espeso muro de vegetación. Al otro lado de la calle se alzaba una hilera de casas con los postigos cerrados. No había ninguna farola, y la zona estaba oscura y desierta. Jumonji miró hacia los árboles del parque, intentando ignorar el inquietante crujido de las hojas. De pronto recordó que Kuniko había dejado cerca de allí la parte del cadáver de Kenji que le correspondía, y la coincidencia no le pareció un buen augurio.
Hacía frío. Se sorbió la nariz, y al intentar abotonarse la americana se dio cuenta de que no le quedaba ni un solo botón. Era culpa de la chica a la que había intentado llevarse a la cama. La había tomado por una colegiala, pero tenía veintiún años. Al salir del baño, la había pillado rebuscando en su americana. Los botones debían de haberse caído al arrebatársela de las manos. «Mala suerte», se dijo, aunque se apresuró a olvidar esas palabras. Dentro de pocas horas cobraría tres millones de yenes. No podía decir que tuviera mala suerte. Mientras se esforzaba por ver las cosas con optimismo, oyó el motor de un coche que se acercaba por la derecha e iluminaba con los faros la parte trasera del Cima.
—Buenas —lo saludó Soga con cara de sueño.
A pesar de la hora, llevaba un abrigo de cachemira beige sobre un traje negro. Iba acompañado por el chico del pelo teñido de rubio, que estaba al volante, y por otro muchacho con la cabeza rapada que se bajó al mismo tiempo que él del Nissan Gloria negro.
—Gracias por venir —le dijo Jumonji.
—Tengo curiosidad por ver qué pinta tiene ese tipo —dijo Soga alzándose el cuello del abrigo y metiendo las manos en los bolsillos.
—El tipo y su mercancía —comentó Jumonji.
—Claro. Si está dispuesto a pagar diez millones, debe de ser digno de ver.