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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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Yoshie lloraba sentada en la pequeña sala que daba acceso al baño.

—Es un castigo del cielo —repetía—. No teníamos que habernos metido en este embrollo.

—¡Cállate! —le ordenó Masako mientras salía del baño y la agarraba del cuello de la camisa—. ¿No lo entiendes? Van a por nosotros.

Yoshie la miró atónita, no entendía lo que Masako intentaba explicarle.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quieres más pruebas? Nos han enviado a Kuniko.

—Tal vez se trate de una casualidad —murmuró Yoshie.

—Pero ¿qué dices? —exclamó Masako exaltada.

Se puso un dedo en la boca y se lo mordió para controlarse.

—Cuando me dijeron que fuera a recogerlo al parque Koganei —intervino Jumonji—, me pareció un mal presagio.

—¿Al parque Koganei? —repitió Masako sintiendo un escalofrío. O sea que lo sabían todo. Y por eso habían matado a Kuniko y se la habían entregado a modo de amenaza. Pero ¿por qué?

Se volvió para mirar el rostro inexpresivo de Kuniko—. ¡Imbécil! —le gritó—. ¡Al menos podrías contarnos qué es lo que sucede!

Jumonji la cogió del brazo.

—¿Se encuentra bien, Masako?

—¿Qué te pasa? —dijo Yoshie boquiabierta.

—Quizá ahora me creáis.

—¿El qué?

—Que van a por nosotros —dijo girándose para mirarlos—. Se metieron en casa de Yayoi para espiarla, y también husmearon por aquí. Ahora han encontrado a Kuniko, la han matado y nos la han enviado.

—Pero ¿por qué? —preguntó Yoshie medio llorosa—. Aunque hayan matado a Kuniko, ¿por qué iban a enviarla aquí? Tiene que ser una coincidencia.

—No seas ingenua —insistió Masako—. Quieren que sepamos que están al corriente de todo.

—Pero ¿por qué?

—Venganza —dijo Masako.

En el instante en que pronunció esa palabra, el misterio pareció resolverse por sí solo. Ese tipo quería venganza, una venganza cara y complicada. Al principio había pensado que iba tras el dinero del seguro, pero se había equivocado. Si hubiera querido dinero, no se hubiera gastado diez millones para asustarlos enviándoles el cadáver de Kuniko. Era terrible. Masako luchaba desesperadamente para no romper a llorar.

—Pero ¿quiénes son? —preguntó Jumonji con el ceño fruncido.

—Quizá sea el propietario del casino. Es el único de quien sospecho.

Jumonji y Yoshie se miraron.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Jumonji.

—Mitsuyoshi Satake —respondió después de consultar el periódico—. Tiene cuarenta y tres años. Lo dejaron libre por falta de pruebas y después desapareció.

—¿El tipo que viste podía tener cuarenta y tres años? —le preguntó Yoshie a Jumonji.

—No lo sé. Estaba oscuro y llevaba una gorra. Pero la voz quizá sí fuera la de un hombre de esa edad. O sea que yo soy el único que lo ha visto —añadió Jumonji con una mueca, como si hubiera recordado algo desagradable—. Espero no tener que verlo nunca más.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Yoshie echándose de nuevo a llorar—. ¿Qué voy a hacer?

—Coge el dinero y vete —le dijo Masako mientras seguía mordiéndose el dedo.

—No puedo irme —respondió Yoshie.

—Entonces, tendrás que andarte con cuidado.

Dicho esto, Masako se volvió hacia el cadáver de Kuniko. Eso era lo primero que había que solucionar. ¿Tenían que descuartizarlo? En realidad, no había ninguna necesidad de hacerlo, puesto que el cliente no estaba interesado en hacerla desaparecer. Aun así, era muy arriesgado deshacerse de ella tal cual.

—¿Qué hacemos con Kuniko? —preguntó finalmente.

—Vayamos a la policía —propuso Yoshie sentada al lado de la lavadora—. No quiero acabar como ella.

—Si acudimos a la policía, nos detendrán a todos. ¿Es eso lo que quieres?

—No —respondió Yoshie—. Entonces, ¿qué hacemos?

—Deshacernos de ella —dijo Jumonji sin dejar de mirar los grandes pechos de Kuniko.

—¿Dónde?

—Donde sea. Y después haremos como si nada hubiera sucedido.

—Estoy de acuerdo —dijo Masako—. Pero tenemos que asegurarnos de que la culpa del asesinato recaiga en Satake.

—¿Y cómo? —inquirió Jumonji observándola con escepticismo.

—No lo sé. Pero tenemos que demostrarle que no le tenemos miedo.

—¿Qué necesidad hay de hacer eso? —preguntó Yoshie, incrédula—. ¿Acaso te has vuelto loca?

—Tenemos que devolverle el golpe. Si no, acabará con todos nosotros.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —insistió Jumonji mientras se acariciaba la barba de dos días.

—Tal vez devolviéndole el cadáver de Kuniko.

—No sabemos dónde vive —objetó Yoshie con las manos en la cara.

—Tienes razón —admitió Masako.

—Un momento —dijo Jumonji haciendo un gesto con la mano—. Pensemos con calma. Es importante.

De repente, Masako se dio cuenta de que Kuniko tenía algo en la boca, así que se puso unos guantes de plástico y se lo sacó. Eran unas bragas negras de encaje. Al recordar la ropa interior barata que solía llevar en la fábrica, pensó que se las había puesto esperando que alguien se las quitara.

—Le debieron servir de mordaza mientras la estrangulaba —observó Jumonji horrorizado, con los ojos fijos en las marcas que Kuniko tenía en el cuello.

—Jumonji, ¿pudiste ver si ese tipo era atractivo? —le preguntó Masako con las bragas en la mano.

—No le vi bien, pero sí, parecía apuesto.

Debía de ser un ligue, pensó Masako al tiempo que intentaba recordar si Kuniko había mencionado a algún hombre. Sin embargo, últimamente no habían hablado mucho, de modo que no sabía nada de su vida sentimental.

—Supongo que sólo nos queda una alternativa: descuartizarla —dijo encogiéndose de hombros.

—Conmigo no cuentes —murmuró Yoshie—. No pienso participar en esta locura.

—O sea que no necesitas el dinero —dijo Masako—. Olvídate del millón que te prometí. Lo haré sola y cobraré tu parte.

—Un momento —repuso Yoshie levantándose de un salto—. Tengo que mudarme de casa.

—Tienes razón. No puedes quedarte toda la vida en esa vivienda. Si hay un incendio, adiós Yoshie —dijo Masako maliciosamente. Entonces se volvió hacia Jumonji, quien ignoraba de qué estaban hablando—. Tráenos las cajas. Seguiremos el plan original: te las llevarás a Kyushu.

—¿O sea que lo hacemos?

—¿Acaso nos queda otra opción?

Masako intentó tragar saliva, pero ésta se le atragantó en la garganta, como si su cuerpo no quisiera aceptarla. También su cerebro se negaba a aceptar lo que estaban a punto de hacer.

—Voy a buscar las cajas —anunció Jumonji, contento por poder salir de ahí.

Masako le dirigió una mirada reprobadora.

—Ni se te ocurra salir corriendo —le advirtió Masako—. ¿Me has entendido?

—Sí.

—Aún tienes mucho que hacer.

—Ya lo sé —replicó ante la insistencia de Masako.

—¿Qué vas a hacer, Maestra? —preguntó Masako a Yoshie, que seguía sentada, con los ojos clavados en el cadáver de Kuniko.

—Cuenta conmigo —respondió Yoshie—. Lo hago, cobro y me traslado.

—Como quieras.

—Y tú ¿adónde piensas ir?

—De momento, me quedo.

—¿Por qué? —inquirió Yoshie alzando la voz, pero Masako no le respondió.

De hecho, apenas oyó la pregunta de su compañera, ya que estaba pensando en las palabras que había dicho Jumonji: «O sea que yo soy el único que lo ha visto». Se preguntó si eso sería verdad, si ella no habría coincidido en algún sitio con ese tal Satake. No podía quitarse esa idea de la cabeza.

—En seguida vuelvo —dijo Jumonji.

Masako se puso el delantal de plástico y se dirigió a Yoshie, que seguía postrada en el suelo.

—Maestra, pon la cadena a dieciocho.

Capítulo 8

Kazuo subió la chirriante escalera metálica que llevaba a su piso, ubicado en el edificio prefabricado de dos plantas que hacía las veces de residencia para los empleados brasileños de la fábrica. Los matrimonios tenían una vivienda para ellos solos, pero los jóvenes solteros como Kazuo tenían que compartirla con otro compañero. El espacio era exiguo: una pequeña sala de seis tatamis, una cocina y un baño. La única ventaja que tenía era que se podía ir al trabajo a pie.

Al llegar al rellano, Kazuo se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. En la casa de campo al otro lado de la calle el viento agitaba la ropa olvidada en el tendedero, mientras que en la estrecha calle que daba acceso a su edificio una hilera de crisantemos secos brillaba a la blanquecina luz de las farolas. El paisaje de los primeros meses de invierno era desolador.

En Sao Paulo ya era verano, pensaba Kazuo a la par que experimentaba una opresión en el pecho. Las puestas de sol, el olor a feijoa y el aroma a flores llenaban las calles, las chicas bonitas con sus vestidos blancos, los niños que jugaban en los callejones, la pasión en las gradas del estadio del Santos. ¿Qué hacía él ahí, lejos de todo eso?

¿Ése era el país de su padre?, se preguntaba mientras miraba de nuevo el paisaje que le rodeaba. La oscuridad lo había cubierto todo, excepto algunas luces encendidas en las casas más cercanas, donde vivía gente desconocida, y, un poco más allá, el brillo azulado que desprendían las farolas de la fábrica. Ése nunca podría ser su hogar.

Se apoyó en la baranda metálica, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Su compañero de piso estaría en casa, mirando la tele. Los únicos lugares donde podía tener un poco de intimidad eran ese pasillo y la parte de arriba de la litera que compartía con Alberto.

Se había propuesto dos metas. O, para ser más exactos, tres. La primera era trabajar dos años en la fábrica y ahorrar dinero suficiente para comprarse un coche. La segunda, conseguir que Masako lo perdonara. Y la tercera, adquirir un nivel aceptable de japonés para alcanzar su segundo objetivo. De momento, la única que le parecía posible superar era la tercera. Había mejorado mucho con el idioma, si bien la persona destinataria de sus esfuerzos evitaba hablarle desde aquella mañana. Tal como iban las cosas, ni siquiera tendría la oportunidad de intentar convencerla.

Era evidente que se había equivocado. Masako no estaba dispuesta a perdonarle, o al menos no del modo que a él le hubiera gustado, es decir, de forma que le permitiera enamorarse de él. Así pues, al darse cuenta de que la segunda meta era prácticamente inalcanzable, su decisión de perseverar en la primera empezó a tambalearse.

Al fin y al cabo, conseguir a Masako había resultado ser lo más difícil. Pero no se debía a la meta en sí misma ni nada parecido, sino que era algo que escapaba a su control. Y tal vez fuera ése el verdadero objetivo: aprender a aceptar los hechos que escapaban a su control. Al comprender esa realidad, Kazuo se echó a llorar aún con más fuerza.

De pronto pensó que había llegado el momento de volver. Ya había tenido suficiente: por Navidades regresaría a Sao Paulo. Le daba igual si no podía comprarse un coche. Lo único que podía hacer en Japón era rellenar cajas de comida aborrecible. Si quería estudiar informática, lo haría en Brasil. Quedarse en Japón era demasiado duro.

En cuanto tomó esa decisión, se sintió más ligero, como si hubieran escampado los nubarrones que cubrían el cielo. Las metas que se había impuesto le parecían irrelevantes; ahora se sentía como alguien que había perdido la batalla consigo mismo. Alzó la vista y dirigió una mirada hostil a la fábrica, que se alzaba en medio de la oscuridad.

En ese instante oyó una débil voz femenina que lo llamaba desde la calle.

—¡Miyamori!

Kazuo miró hacia abajo, convencido de que la voz era una imaginación suya, y vio a Masako. Llevaba unos vaqueros y una vieja parka con tiras de celo tapando los agujeros. Kazuo observaba perplejo a la persona en quien había estado pensando hasta ese momento. Parecía un sueño.

—¡Miyamori! —repitió Masako, esta vez más fuerte.

—Sí —respondió él al tiempo que bajaba la escalera.

Masako estaba en la sombra, evitando la luz de las farolas, seguramente para que no la vieran los inquilinos de los pisos de la planta baja. Kazuo dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a ella. ¿A qué había venido? ¿A humillarlo? Sin embargo, su repentina aparición había reavivado su interés por lograr su objetivo, como si alguien hubiera echado un tronco a un fuego a punto de apagarse. Kazuo se detuvo, nervioso, intentando dominar sus emociones.

—Quiero pedirte un favor —dijo ella sin andarse con rodeos.

De cerca, su rostro era como una madeja de hilo imposible de desenmarañar, pero aun así era atractivo. Hacía mucho tiempo que no estaban frente a frente, y Kazuo estaba ansioso por escuchar sus palabras.

—¿Podrías guardarme esto en tu taquilla?

Masako sacó un sobre de su bolso negro. Parecía contener documentos y pesar bastante. Kazuo lo observó con detenimiento, sin saber muy bien si cogerlo.

—¿Por qué?

—Porque no conozco a nadie más que tenga una taquilla en la fábrica.

Al escuchar esas palabras, Kazuo se sintió decepcionado. Ésa no era la respuesta que esperaba.

—¿Hasta cuándo?

Masako hizo una pausa antes de responder.

—Hasta que lo necesite. ¿Me entiendes?

—Sí —respondió él.

La curiosidad que sentía iba en aumento. ¿Por qué no se quedaba ella el sobre? ¿No estaría más seguro en su casa? Y si necesitaba una taquilla, en la estación había muchas.

—Te estás preguntando por qué lo hago, ¿verdad? —dijo Masako relajándose un poco—. No puedo tenerlo en casa, pero tampoco quiero arriesgarme a que me lo roben si lo dejo en el trabajo o en el coche.

Kazuo cogió el sobre. Tal como había imaginado, era muy pesado.

—¿Qué hay dentro? —preguntó—. Si quiere que se lo guarde tendrá que decírmelo.

—Dinero y mi pasaporte —respondió Masako al tiempo que sacaba un cigarrillo del bolsillo de la parka y lo encendía.

Kazuo parecía sorprendido. Si el sobre contenía dinero, había una buena suma. ¿Por qué se lo confiaba a él?

—¿Cuánto?

—Siete millones —dijo ella con el mismo tono seco con el que anunciaba el número de cajas en la cadena.

—¿Y el banco? —preguntó Kazuo con voz temblorosa.

—Imposible.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque es imposible —respondió Masako exhalando una bocanada de humo y mirando hacia un lado.

Kazuo se quedó pensativo.

—¿Y si no estoy cuando lo necesite?

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