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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

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BOOK: Out
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—Eso es todo lo que quiero —dijo Masako—. ¿Puedes dar el aviso de que Kuniko ha desaparecido?

—Delo por hecho.

—Debes de tener sellos preparados, ¿verdad? —añadió Masako—. Podemos rellenar varios impresos con su nombre.

Jumonji se acercó a su mesa y, con una expresión de pilluelo, sacó una caja de galletas de su cajón, llena de sellos falsos.

—Lo tiene bien merecido por escoger un apellido tan común —dijo mientras sacaba tres sellos con el nombre de Sato.

—Podrás irte en cuanto terminemos.

—No me va a llevar más de dos horas —dijo alardeando.

—Así podremos sacarlo de su madriguera —dijo Masako con una sonrisa al imaginarse a Satake durmiendo plácidamente en su piso.

Capítulo 4

Asustarla sin más hubiera sido aburrido.

Satake estaba en la terraza del supermercado que había frente a la estación. El lugar estaba prácticamente vacío, tal vez a causa del día frío y nublado, o porque el supermercado estaba perdiendo clientes por culpa de las grandes superficies que habían abierto en las afueras. Exceptuando una pareja con su hijo pequeño y un par de colegiales en busca de intimidad, no había nadie más.

Satake llevaba un buen rato observando la improvisada tienda de mascotas que había al lado de la sala de juegos. Las cinco jaulas sucias que había fuera estaban ocupadas por cachorros de razas comunes. Al acercarse a ellos con el cigarrillo en la mano, los animales retrocedieron hasta el fondo de sus jaulas.

Recordó que Anna lo había acusado entre llantos de tratarla como a un perrito faldero, y por un momento echó en falta la piel suave y el rostro perfecto de la chica a la que había convertido en la número uno del Mika, en la número uno de su tienda de mascotas.

Anna sabía que no podría volver a ser la número uno por mucho que se esforzara. Las cosas eran así. Su éxito se debía a que había ignorado que su situación era, precisamente, comparable a la de una mascota. Todo había terminado en el momento en que se había dado cuenta de ello, y a partir de ahí había adquirido una dignidad que la acompañaría el resto de sus días. Se trataba de una cualidad imprescindible para el hombre que quisiera enamorarse de ella, pero despreciable para alguien dispuesto únicamente a comprar su cuerpo. Los clientes sólo querían cuerpos desprovistos de pudor, como caídos del cielo. Por eso él había intentado mimar y cuidar a Anna, con la esperanza de que no abriera los ojos; de ahí la ironía de que los hubiera abierto por enamorarse justamente de él.

Parecía que las cosas le iban bien en el nuevo local, pero estaba convencido de que su éxito no iba a llegar al año de vida. Sintió lástima por ella, una lástima parecida a la que sentía por los cachorros encerrados en esas jaulas. Metió uno de sus largos dedos entre los barrotes, pero el perrito retrocedió, asustado.

—No tengas miedo —le dijo Satake.

Si te perdían el miedo y los tenías todo el día pegados a ti, era aburrido. Por otro lado, si no conocían el miedo, eran demasiado confiados y se convertían en unos estúpidos. Era un rasgo muy propio de las mascotas: o bien eran aduladores o cabezotas. Harto de mirar a los cachorros, se fue de la tienda, se asomó a la sala de juegos vacía y excesivamente iluminada y decidió dar un paseo por la terraza.

Los grises y sórdidos edificios se extendían hacia la cordillera de Tama. «Vaya mierda de barrio», pensó Satake escupiendo sobre el césped artificial. Al levantar la vista, vio que la pareja con su hijo y los colegiales lo miraban consternados.

Masako Katori llevaba cuatro días sin aparecer por la fábrica, desde el día en que había dejado el Golf de Kuniko en el parking. Tal vez había dejado el trabajo. De ser así, sería un gesto decepcionante. Se había emocionado al encontrar una mujer con los nervios de acero, pero si un insignificante truco como ése la había asustado, eso quería decir que no le iba a servir de nada.

¿También ella le tenía miedo, como cuantos le conocían? ¿Se habría hecho demasiadas ilusiones la noche en que la había acompañado hasta la fábrica al sentir una suerte de afinidad?

Volvió a pasar por delante de la tienda de mascotas, donde los perros y gatos lo siguieron con ojos apenados, y bajó la escalera precipitadamente. Tenía la sensación de que algo empezaba a marchitarse en su interior. Mientras bajaba a toda prisa, su pulso se aceleró y su cuerpo recordó la emoción que había experimentado aquella tarde de verano en Shinjuku, persiguiendo a esa mujer. Su expresión había sido indescriptible. Pero Masako lo había decepcionado. Estaba furioso con ella. Tenía unas ganas locas de hacerle daño, y no se iba a conformar sólo con matarla como había hecho con Kuniko.

¿Acaso había sido un error pensar que estaba predestinado a tener una relación con Masako? Satake apretó los puños en el interior de los bolsillos de su cazadora.

En una sala de pachinko situada cerca de la estación, Satake sacó el premio gordo tres veces seguidas en la misma máquina, que era el máximo de veces permitidas por las normas del local. Antes de irse, le dio una patada a la máquina y un empleado tuvo que llamarle la atención.

—¡Señor!

—¿Qué pasa? —repuso él.

Al ver sus ojos amenazantes, el empleado se quedó petrificado. Satake sacó tres billetes de diez mil yenes del bolsillo, los tiró al suelo y, chascando la lengua, se detuvo para ver cómo el chico los recogía. Con lo que había cobrado de Yayoi tenía suficiente para permitirse esas extravagancias. Si jugaba al pachinko no era por el dinero.

Satake estaba cada vez más excitado. Le parecía curioso que, después de matar a alguien, pudiera estar sediento de violencia, pero llevaba unos días tan lleno de rabia que tenía la sensación de que su cuerpo no podría contenerla. Aun así, había una parte de él que observaba con serenidad su progresión hacia el estallido final.

Atravesó una galería comercial desierta, malhumorado y con los hombros caídos. Las tiendas nuevas eran endebles y artificiales, mientras que las más antiguas mostraban un aspecto sombrío y deprimente. Tenía hambre, pero no quería perder el tiempo comiendo. Su objetivo no era otro que dejar el Golf en el parking y esperar a Masako. Volvió al supermercado para recoger el coche. Abrió la puerta y miró el amasijo de casetes y zapatos esparcidos por el coche: todo estaba tal y como Kuniko lo había dejado. Un par de viejos zapatos planos tirados en el asiento del acompañante le hicieron pensar en ella, y les dirigió una mirada llena de odio. La única prueba de que el coche tenía un nuevo conductor era el cenicero, si bien Satake se preocupaba de vaciarlo regularmente.

Si daba una vuelta por el barrio, tal vez podría encontrar a Masako. Tenía ganas de volver a verla. Si había dejado la fábrica, sólo podía buscarla de ese modo, con sumo cuidado, como si caminara por la cuerda floja.

Recordaba la expresión de Masako al descubrir el Golf de Kuniko en el parking de la fábrica. Su rostro se había paralizado durante unos instantes, y seguidamente se había vuelto inexpresivo, si bien sus labios apretados la habían delatado. Había visto su reacción incluso desde su garita. El asombro de Masako aumentó cuando, al salir de su coche y rodear el Golf, comprobó que estaba aparcado tal como lo solía hacer Kuniko. La prueba de ello era que no había podido disimular el temblor en su voz cuando se le había acercado para preguntarle por el coche. Había sido una sensación única. Al recordar esa voz, Satake se echó a reír en silencio. Pero el miedo solo no era suficiente. O, mejor dicho, el miedo estaba bien siempre y cuando no se convirtiera en adulación. Pensó en los cachorros de la tienda de mascotas y en las súplicas de Kuniko para que no le hiciera daño. Con una súbita irritación, bajó la ventanilla y tiró los zapatos de ella, que cayeron rodando, cada uno por un lado, sobre el asfalto manchado.

Después de aparcar el Golf en la plaza de Kuniko, y mientras se disponía a cerrar la puerta, una chica se le acercó, como si hubiera estado esperándolo. El no la conocía, pero, a juzgar por su delantal y sus zapatillas, debía de ser un ama de casa del bloque. No iba maquillada, pero llevaba el pelo de punta y engominado, como si se tratara de una peluca. A Satake no le gustó el contraste.

—¿Conoce a Kuniko, la propietaria de este coche? —le preguntó la chica.

—Pues claro que la conozco. Lo estoy utilizando, ¿no? —respondió Satake con evidente malhumor. Sabía que cuanto más usara el Golf, más preguntas le harían.

—Lo siento, no quería... —se apresuró a disculparse la chica, sonrojándose. Al parecer, había sacado conclusiones precipitadas sobre su relación con Kuniko—. Como últimamente no la he visto...

—Yo tampoco sé dónde está —dijo él.

—¿Y utiliza su coche? —preguntó ella con extrañeza.

—Soy el guardia de la fábrica donde trabajaba. Cuando ambos supimos que vivíamos en el mismo edificio, me pidió que cuidara de su coche durante su ausencia —explicó al tiempo que blandía las llaves en el aire para que viera el llavero con la letra K.

—Me parece bien —repuso la chica—. Pero ¿dónde estará?

—De viaje. No creo que tengamos que preocuparnos.

—Hace días que no aparece, y no ha dejado instrucciones sobre el turno de la limpieza. Si la llamo, siempre salta el contestador, y su marido también lleva tiempo sin aparecer por aquí.

—Kuniko dejó la fábrica —dijo Satake—. Quizá haya vuelto con sus padres.

—¿Y usted utiliza su coche en su ausencia? —preguntó la chica, de nuevo con un deje de sospecha en su voz.

—Le pago —respondió él.

—Sí, ya —dijo ella mostrando una seriedad repentina al oír que había dinero de por medio.

A Satake le pareció chocante: vivía a expensas del sueldo de su marido, pero no le gustaba hablar de algo tan banal como el dinero.

—Disculpe —dijo él—. Tengo prisa.

Decidió que tendría que dejar de utilizar el coche, excepto para ir a trabajar. Al llegar al bloque, vio a un hombre de mediana edad con un impermeable nuevo, de pie, al lado de los buzones. Su primera reacción fue pensar que se trataba de un policía, pero después de haberlo observado de reojo decidió que más bien tenía pinta de vendedor. Sin embargo, al ver que miraba con interés el buzón del apartamento 412, Satake se apresuró a entrar en el ascensor.

Al llegar al tercer piso, salió al pasillo y, después de asegurarse de que el ascensor no bajara de nuevo a la planta baja, echó a andar hacia su apartamento. Como siempre, soplaba un frío viento del norte. Cuando estaba a punto de sacarse del bolsillo las llaves del piso, alzó la vista y vio a un joven plantado ante su puerta. Llevaba una cazadora blanca y unos pantalones morados, y tenía el pelo teñido de naranja. Satake vio cómo se guardaba algo en el bolsillo, tal vez un móvil, y le dio mala espina.

—¿El señor Sato? —le preguntó el joven, como si lo conociera.

No era un policía sino un yakuza. Satake ignoró la pregunta y se dispuso a abrir la puerta mientras se preguntaba qué relación tendría el chico con el tipo del impermeable. Sin embargo, al agarrar el pomo se dio cuenta de que éste estaba cubierto con una tela negra. El chico lo miraba en silencio, ahogando una risotada.

—¿Qué coño es esto? —murmuró Satake.

—Míralo bien —le dijo el joven.

Al ver que eran las bragas de Kuniko que había utilizado como mordaza, a Satake se le subió la sangre a la cabeza.

—¿Lo has hecho tú? —le dijo agarrándolo por el cuello de la cazadora.

El chico no se dejó impresionar y esbozó una vaga sonrisa sin sacarse las manos de los bolsillos.

—No. Cuando he llegado ya estaban ahí.

—Mierda.

Debía de haber sido obra de Masako. Después de soltar al muchacho, Satake cogió las bragas y se las metió en el bolsillo: el nailon estaba frío por haber permanecido a la intemperie.

—Yo no he sido —repitió el chico dándole un codazo en el costado—. ¿Crees que puedes ir por ahí empujando a quien te venga en gana?

—¿Qué quieres? —preguntó Satake con un empujón.

—Enseñarte esto —respondió sacando un papel del bolsillo. Era un pagaré de dos millones de yenes emitido por una agencia de crédito llamada Midori a nombre de Kuniko Jonouchi.

—¿Qué es esto?

—Eres consignatario del crédito, y Kuniko ha desaparecido.

—Yo no sé nada de eso —se defendió, si bien sabía que lo habían pillado.

Era imposible que una agencia de crédito estuviera dispuesta a prestar dos millones a Kuniko, de modo que era evidente que se trataba de una encerrona para joderlo. Esos mañosos iban a perseguirlo a todas horas, haciéndose notar dondequiera que fuera.

—¿Cómo que no sabe nada? —inquirió el chico en voz alta.

A mitad del pasillo se abrió una puerta y apareció una mujer que los miró asustada: sin duda ése era el objetivo del visitante—. ¿Y esto qué es? —insistió mostrándole de nuevo el documento con su sello en el espacio reservado al consignatario.

—Ése no es mi sello —respondió Satake con una sonrisa.

—Entonces, ¿de quién es?

—Ni idea.

En ese momento se abrieron las puertas del ascensor y apareció el hombre del impermeable, que echó a andar hacia ellos. Era obvio que trabajaban juntos.

—Me llamo Miyata —dijo al llegar donde estaban—. Trabajo en East Credit. Nuestra cliente Kuniko Jonouchi tiene varios pagos de su coche atrasados y, según nos han informado, ha desaparecido.

—¿También avalo eso?—preguntó Satake.

—Creo que sí. Aquí figura su sello.

Satake chascó la lengua, preguntándose cuántos más iban a aparecer. Masako, seguramente con la ayuda de Jumonji, debía de haberlo convertido en consignatario de varios créditos, los habría repartido entre sus contactos en el mundo de las finanzas y habría hecho circular el rumor de que Kuniko había desaparecido.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Supongo que no tengo otra salida. Déjenme los documentos y veré qué puedo hacer.

Satisfechos con su cambio de actitud, ambos le entregaron sendas copias de los contratos.

—¿Cuándo piensa pagarnos? —preguntó el chico.

—Dentro de una semana como mucho.

—Si no cumple, volveré con unos colegas que le van a hacer famoso en el barrio.

En la primera visita no solían ser tan amenazantes, pensó Satake. Sin duda, Jumonji se había encargado de enviar a sus amigos más duros.

—Entendido—dijo.

Durante la conversación, varios vecinos habían salido de sus apartamentos y los observaban desde una distancia prudencial. Los dos hombres estaban complacidos por haberlo puesto en ese brete.

BOOK: Out
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