Paciente cero (52 page)

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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

BOOK: Paciente cero
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—Tú… ¡la has utilizado en ti misma! Te has convertido en uno de esos malditos monstruos…

—¿Parezco yo un monstruo? —dijo ella. Dio un paso atrás separándose del agujero y rodeó sus pechos con las manos a través de la ropa—. ¿Crees que soy un monstruo, Sebastian?

—Dios…

La cara de Amirah cambió instantáneamente, apartó las manos de sus pechos y dio sendos manotazos contra la pared a cada lado de la rendija. Era como si una personalidad totalmente diferente se hubiese introducido detrás de sus ojos oscuros.

—¿Dios? ¿Cómo te atreves siquiera a mencionarle? Tu dios es el dinero, ¡pedazo de mierda insignificante!

Gault retrocedió y levantó la pistola.

—Tú ni siquiera entiendes lo que significa adorar a Dios. No podrías saber qué es sentirle en cada pensamiento, en cada respiración, escuchar sus palabras fluyendo a través de las arenas del desierto. Fingiste haber leído los escritos del Profeta para engañar a El Mujahid, ¡pero carecías incluso de la profundidad de entendimiento para dejar entrar esas palabras en tu alma! ¿Crees que me convertiste en tu puta? ¿Crees que traicionaría realmente a mi marido, a mi pueblo y a mi fe por ti? —Ella le escupió y él se apartó, aterrorizado por lo que podría haber en aquel escupitajo. Levantó la pistola y puso el punto de la mira láser en su frente, donde brillaba como un bindhi hindú.

—Yo te amaba —dijo él débilmente. Y entonces en su mente repitió aquellas palabras y se dio cuenta de que había dicho «amaba», en pasado. Aquello casi le hizo venirse abajo. En su imaginación se vio a sí mismo apartándose de ella y llevando el cañón de su pistola hasta su propia sien. Mejor sufrir esa pérdida que soportar su ausencia.

Pero aunque le temblaban las manos, la pistola no se movió.

Amirah lo ignoraba.

—¿Lo has averiguado ya? Debes haberlo hecho o, si no, ¿por qué estarías aquí, Sebastian? —Ella estaba usando su nombre como un látigo y cada vez que lo decía lo azotaba—. Crees que nos encontraste, pero nosotros te habíamos estado buscando durante años. No concretamente a ti, tú no eres tan importante…, no, estábamos buscando a cualquier perro codicioso e infiel que tuviese los recursos que tú tienes. ¡Fue tan fácil! —Ella se rió y agitó la cabeza, encantada de estarle causando aquel daño—. Fue tan fácil atraerte con indicios encubiertos a través de tu red de espías, atraerte hacia nosotros paso a paso, escenificar cosas de forma que siempre creyeras que tenías el control cuando esto fue un plan que habíamos elaborado mi marido y yo. Sí… mi marido. El Mujahid, el mayor de los guerreros de Dios sobre la Tierra. Un auténtico soldado de la fe, un hombre que vive las palabras del Profeta cada minuto del día.

—Pero… tú… nosotros…

Ella escupió de nuevo, pero esta vez en el suelo.

—¿Qué? ¿Hicimos el amor? ¿Es eso lo que ibas a decir? —Su voz hacía que aquellas palabras sonasen intensamente desagradables—. Yo no soy un hombre, Sebastian. No puedo entrar en batalla con pistolas y cuchillos, como mi marido y sus soldados. Soy una mujer y me veo obligada a utilizar otras armas…, no importa lo totalmente repugnante y humillante que haya sido abrir mi cuerpo para ti.

—No —contestó bruscamente Gault, con encendida ira—. Sé que me querías. Lo sé…

Él vio que su mirada de loca vacilaba y, durante un segundo, pareció que su otra personalidad, la soñadora, había vuelto. Y Gault sabía, estaba segurísimo, que seguía viendo en ellos la llama del amor. O tal vez fueran solamente las brasas, porque un segundo después volvió a surgir la personalidad dura y homicida.

—Cada día me arrodillo para pedirle perdón a Alá por lo que he hecho, aun cuando es su voluntad y sirve a sus fines. Me hiciste una puta a los ojos de Dios, Sebastian. ¿Cuántas muertes te ganas con eso?

Detrás de Amirah se produjo un extraño sonido. Los científicos y técnicos reunidos estaban todos parloteando en voz alta, algunos protestando conmocionados, otros con furia. Amirah retrocedió para permitir a Gault ver lo que estaba ocurriendo.

—Creen que tenemos un antídoto —dijo ella silenciosamente, mientras abajo más de dos tercios de la multitud estaba cayéndose de rodillas o desplomándose sobre las mesas—. Creen que todos estamos a salvo de Seif al Din…

—¿Qué has hecho?

Se giró hacia él.

—Le di a mi mejor gente, algunos combatientes, otros científicos, la generación doce, como la mía. —Levantó el brazo y se remangó para mostrar la marca de una aguja en el brazo. Desde el oscuro pinchazo partían líneas negras de infección como una oscura tela de araña.

—Has matado a tu propia gente.

—Oh, no…, en absoluto. Al resto se le dio la generación diez y pronto abriré las puertas del búnker y se dispersarán por toda Arabia, como una plaga. El Gran Satán no tiene balas suficientes como para detener las futuras oleadas.

—¡Estás loca! Nos has condenado a todos.

Pero Amirah sacudió la cabeza.

—No… la generación doce es diferente. No morimos como ellos. Nosotros… ascendemos. Yo ya he ascendido. He muerto sin morir, Sebastian, pero no sufrí muerte cerebral, ni pérdida de función cerebral o motora, ni tampoco perdí mis facultades intelectuales. Yo soy yo, Amirah, científica, esposa de El Mujahid, leal servidora de Alá y seguidora de la palabra del Profeta… pero ahora jamás moriré. He vuelto a nacer, ya ves. Seif al Din me ha atravesado como una guadaña purificadora. Mis pecados, mis ataduras terrenales han sido eliminadas por la espada del fiel. Lo que queda es puro. Lo que queda es el instrumento de Dios en la Tierra.

—Oh…, Amirah…, mi princesa —murmuró Gault, con lágrimas cayendo en cascada por sus mejillas—. ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho…?

—A partir de hoy miles de dosis de la generación doce se enviarán desde aquí a aquellos combatientes que hayan demostrado su fe. Cuando hayan ascendido, compartirán el regalo con sus familias y sus amigos de mayor confianza, y entonces nos recostaremos ¡y contemplaremos cómo el resto del mundo pecaminoso se devora a sí mismo!

—¡No te lo permitiré!

Amirah alcanzó a agarrar el borde de la rendija de observación. Se acercó y susurró como una niña que transmite un gran secreto.

—Lo sé todo sobre el búnker, Sebastian. Todo. Conozco todos tus secretos…

Gault la miró, perplejo, y después escuchó cómo unos pies se arrastraban lentamente en la oscuridad del pasillo detrás de él.

109

Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 12.04 p. m.

Tan pronto como estuve dentro, el ruido del caos disminuyó y me deslicé hacia un pasillo largo y oscuro que conducía, según sabía, a un conjunto de oficinas y talleres. El centro no era muy grande, pero aun así había cientos de lugares donde esconderse. Seguí avanzando mientras atravesaba varias habitaciones. Todas las puertas que me encontraba estaban cerradas. Habría sido un suicidio dar una patada a cada puerta, pero eran cerraduras interiores y podía abrir la mayoría de ellas con un trozo de plástico rígido. Utilicé mi tarjeta de socio de Barnes & Noble. Me llevó mucho tiempo ir buscando y despejando cada sala sin refuerzos. Me preguntaba por qué Skip estaba tardando tanto en enviar a alguien para ayudarme.

Esperaba que O’Brien y Ollie hubiesen intentado alcanzar a la primera dama y que Colby y su equipo los hubiesen matado. Los agentes del destacamento presidencial son increíblemente duros e ingeniosos. Pero a cada paso mis esperanzas iban mermando. No sabía quién o qué era O’Brien, pero, si Brierly tenía razón y Ollie era un importante asesino de la CIA, entonces esta era exactamente su clase de operación: caza y captura.

Lo que me confundía era el hecho de que Brierly no parecía ser nuestro hombre. Después de hablar con él y de verlo en acción no me podía creer que formase parte del caos del vestíbulo; y, sin embargo, Ollie había estado con O’Brien. Y alguien había hecho aquellos disparos que salvaron a O’Brien. Unos disparos muy precisos en una situación de histeria que mostraban la calma propia de un profesional.

Me detuve cuando vi una mancha de sangre en el suelo. Muy fresca. Al seguir avanzando encontré más y después un lugar en el que se habían marcado unos pies en la sangre. Dos pares de zapatos. ¿Una refriega? ¿Había estado alguien más siguiendo a O’Brien y Ollie y les habían tendido una emboscada, o bien los dos traidores se habían peleado entre sí?

Entonces, se me ocurrió que uno de ellos se podría haber infectado. ¿Qué pasaría si la plaga de los caminantes hubiese convertido a uno de ellos en un monstruo? ¿Estaba persiguiendo a dos hombres armados o a un hombre y un zombi? ¿O a dos zombis? El pensamiento me produjo un escalofrío.

—¿Joe?

La voz de Grace en mi auricular me hizo saltar y desviarme hacia un lado y me agaché detrás de la puerta abierta de un armario de limpieza, dirigiendo la pistola hacia la oscuridad.

—Joe… ¿dónde estás?

—Estoy en el interior del centro —susurré—. O’Brien entró aquí con Ollie Brown. Estoy siguiendo un rastro de sangre, pero aún no hay rastro de ellos. Necesitaría refuerzos.

—Top Sims está entrando con Skip. Tengo a otros dos agentes en la puerta.

—Bien. ¿Cuál es la situación ahí fuera?

—Es mala. Hemos conseguido tranquilizar a la multitud, pero creo que algunos ya están infectados. Varias personas muestran signos de enfermedad. Tengo a nuestra gente caminando entre la multitud y separando a los que fueron alcanzados por aquellos dardos.

—Grace… si ellos comienzan a convertirse…

—Lo sé, Joe —dijo en una voz firme pero asustada. Ambos estábamos pensando en St. Michael, pero esto era mucho peor. Los miembros del Congreso estaban aquí, y la esposa del vicepresidente; y a ambos lados del cristal había cámaras de televisión—. He llamado a Church y ha conseguido que el presidente ordene un apagón informativo inmediato. Church dijo que el presidente había decretado el estado de emergencia en el área metropolitana de Filadelfia. ¡Oh, Dios!

A través del micro pude escuchar una nueva oleada de gritos.

Y después disparos.

Entonces, nada, como si la conexión con Grace se hubiera desvanecido.

—Grace… —dije en la conexión en silencio. Quería volver allí corriendo, pero tenía que seguir avanzando. Estaba totalmente dividido.

Oí un ruido sordo detrás de mí y me giré, pero era uno de los agentes del Servicio Secreto, de pie, en la sombra de una puerta abierta. Le reconocí. Era el agente Colby, el segundo de a bordo de Brierly. Pude ver a otros dos agentes detrás de él.

—Dios mío, me alegro de verles. ¿Es esa la sala de seguridad? ¿Está bien la primera dama?

Colby dio un paso hacia la entrada y sonrió.

Pero aquello no era una sonrisa.

Sus labios se despegaron de los dientes y entonces, babas sanguinolentas empezaron a caerle de la boca. Con un gruñido salvaje, como el de un gato en plena caza, Colby y los demás agentes se precipitaron hacia mí.

110

El búnker

Abdul entró en la sala con su rifle automático preparado. Se alegraba de estar lejos del vestíbulo, donde todo sentido y razón parecían haberse desvanecido. Aunque entendía el plan que El Mujahid y Amirah habían diseñado, seguía pensando que era una locura. No encajaba con su concepción del Corán; pero no había nada que pudiera hacer. Sabía bastante sobre Seif al Din como para darse cuenta de que Amirah estaba distribuyendo dos versiones del mismo, una para el personal en general y otra para los miembros más destacados del equipo. Anah, la ayudante de Amirah, había intentado darle una dosis, pero él la había rechazado, ya que no quería formar parte de aquello.

Casi sintió felicidad cuando sonaron las alarmas avisando de una intrusión en la trampilla posterior.

Los monitores estaban apagados, pero Abdul se dio cuenta perfectamente de lo que estaba ocurriendo. Gault no estaba lo bastante loco como para haber ido allí solo. Así que Abdul envió un equipo de soldados a la trampilla para interceptar a cualquier refuerzo que el infiel hubiera traído consigo. Ahora corría hacia allí para hacerse cargo de la situación.

Desconectó el sistema de seguridad y agarró más cómodamente su arma mientras pasaba por un portal desde el pasillo lateral hasta el que conducía a la trampilla.

Toys salió de detrás de una pila de cajas de embalaje y apuntó a Abdul con su pistola detrás de la cabeza.

—¡Chsss! —dijo Toys sonriendo.

111

Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 12.05 p. m.

Colby llegó hasta mí a una velocidad increíble, extendiendo unos dedos encorvados como ganchos e intentando morderme cuando todavía estaba a casi dos metros. Incluso con todo lo que había ocurrido, todo lo que todavía estaba ocurriendo, me pilló totalmente desprevenido. Levanté mi arma, pero no a tiempo, ya que saltó hacia mí y me hizo retroceder contra la pared. Los demás agentes estaban a tres pasos de él.

Choqué de espaldas contra la pared y en una décima de segundo el pensamiento estoy muerto pasó como un relámpago por mi mente; pero aun así pensaba que mi cuerpo se estaba moviendo. Años de preparación física hacen que las extremidades se muevan de forma refleja y fueron aquellos años de ejercicios, de movimientos repetitivos, los que me salvaron. Pero a punto estuve de no contarlo.

Cuando me golpeé contra la pared, mis caderas giraron hacia la izquierda y di un golpe con la culata de mi pistola contra la sien de Colby. Eso hizo que su cuerpo girase con el mío y rodamos juntos por la pared, giro tras giro en posición vertical, aumentando la distancia entre nosotros y el resto de caminantes. Cuando llegamos a la entrada, nos detuvimos e introduje el cañón de la 45 en la boca de Colby, y aunque lo estaba mordiendo, apreté el gatillo. La gran bala de punta hueca reventó la parte posterior de su cabeza y perforó un agujero del tamaño de una moneda de cinco centavos a través de la frente del agente que estaba justo detrás de él. Ambos murieron de forma instantánea, pero la repentina caída del cuerpo de Colby, junto con los dientes bloqueados alrededor de la pistola me quitaron el arma de un tirón.

Me aparté a un lado y me escabullí inmediatamente a la izquierda mientras un tercer caminante saltaba sobre los cadáveres de sus compañeros. Sus brazos se cerraron sobre un espacio vacío.

Había tres más: cuatro en total. El que había saltado sobre mí había caído hacia delante. Intentó agarrarme por el tobillo, pero avancé deprisa para enfrentarme al ataque del caminante más próximo.

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