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Authors: Ken Follett

Papel moneda (6 page)

BOOK: Papel moneda
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«…un coche vaya hasta Holloway Road, al fondo, para ayudar al agente…»

«…Ludlow Road, West Five, una tal Mrs. Shaftesbury, …parece ser una riña doméstica, Veintiuno…»

«…el inspector dice que si ese Chino está abierto todavía tendrán pollo frito con arroz y patatas…»

«…Holloway Road adelante, ese agente tiene problemas…»

Herbert paró la cinta y tomó una nota.

«…se informa de robo en una casa cerca de Wimbledon Common, Jack…»

«…dieciocho, me oyes…»

«…todos los coches que puedan ir en ayuda de la Brigada de Incendios, en la calle Feather, veintidós…» Herbert tomó otra nota.

«…dieciocho, me oyes…»

«…no lo sé, dale una aspirina…»

«…ataque con cuchillo, no es grave…»

«…dónde demonios estabas, dieciocho…»

La atención de Herbert se desvió hacia la fotografía colocada en la repisa de la chimenea ciega. Estaba retocada; Herbert lo sabía, veinte años atrás, cuando ella se la había dado; pero ahora ya lo había olvidado. Extrañamente, ya no pensaba en ella como ella había sido de verdad, ya no. Cuando la recordaba ahora, pensaba en una mujer de piel inmaculada y mejillas coloreadas a mano, posando ante un panorama descolorido en el estudio de un fotógrafo.

«…el robo de un televisor en color y daños en el cristal de un escaparate…»

Él había sido el primero de su círculo de amigos en «perder la esposa», como ellos solían decir. Desde entonces dos o tres más habían sufrido la misma tragedia: uno se había convertido en un alegre borrachín y otro se había casado con una viuda. Herbert se había sumergido en su gran afición: la radio. Comenzó escuchando los mensajes de la Policía durante el día, cuando no se sentía bien para ir a trabajar, lo que ocurría con mucha frecuencia.

«…Grey Avenue, Golders Green, se informa de asalto…»

Un día, después de haber oído hablar a la Policía de un robo en un Banco, Herbert había llamado por teléfono al Evening Post. Un periodista le había dado las gracias por la información y le había tomado el nombre y la dirección. Aquel robo había sido muy importante, un cuarto de millón de libras, y la historia salió en la primera página del Post aquella noche. Herbert se había sentido orgulloso por haberles dado la noticia, y aquella noche contó el hecho en tres pubs. Después se olvidó de ello. Tres meses después recibió un cheque de cincuenta libras que le enviaba el periódico. Con el cheque iba una nota que decía: «Dos muertos en un robo de 250.000 libras esterlinas», con la fecha del robo.

«…déjalo, Charlie, si ella no quiere hacer la denuncia, olvídalo…»

Al día siguiente, Herbert se había quedado en casa y había telefoneado al Post cada vez que recogía algo interesante en la onda de la Policía. Aquella tarde había recibido una llamada de un hombre que dijo que era ayudante del editor y le aclaró lo que el periódico quería de gente como Herbert. No tenía que informar de un robo a menos que se hubiera usado una pistola o que alguien hubiera muerto; no tenía que preocuparse por robos en casa alguna a menos que la dirección fuese Belgravia, Chelsea o Kensington; no tenía que informar de asaltos excepto cuando se utilizaban armas o se trataba de grandes cantidades de dinero.

«…procedan al veintitrés de Narrow Road, y aguarden…»

Rápidamente lo comprendió, porque no era imbécil, y los valores del Post en cuanto a noticias estaban lejos de ser sutiles. Muy pronto se dio cuenta de que ganaba algo más en sus días de «enfermo» que cuando iba a trabajar. Y, lo que era más todavía, prefería escuchar la radio que dedicarse a hacer cajas para cámaras fotográficas. De modo que se despidió, y se convirtió en lo que en periodismo se llama una «tijereta»

«…es mejor que ahora me des esa descripción…»

Después de haber dedicado toda su jornada a escuchar por la radio durante algunas semanas, el ayudante del editor fue a visitarle; eso fue antes de que se trasladara al apartamento para hablar con él. El periodista le dijo a Herbert que estaba haciendo un trabajo muy útil para el periódico y le ofreció que trabajase exclusivamente para ellos. Eso significaba que Herbert informaría de sus noticias solamente al Post y no a otros periódicos. Pero tendría una compensación semanal a cambio de los ingresos que perdiera. Herbert no le dijo que él nunca había llamado a ningún otro periódico. Aceptó graciosamente la oferta.

«…no te muevas, dentro de unos minutos recibirás ayuda…»

Con el paso de los años había mejorado tanto su equipo como su comprensión de lo que deseaba el periódico. Supo que a primera hora de la mañana agradecían más o menos cualquier cosa, pero a medida que el día avanzaba eran más exigentes, hasta que aproximadamente a las tres de la tarde no les interesaba nada si no era un asesinato en la calle o un robo a gran escala con violencia. También descubrió que el periódico, como la Policía, estaba mucho menos interesado en un crimen cometido contra un hombre de color en un barrio de inmigrantes. Herbert consideraba que eso era muy razonable, ya que él mismo, como lector del Evening Post, tampoco estaba muy interesado por los conflictos entre los wogs en sus propios barrios de Londres; y suponía, correctamente, que el motivo de que el Post no estuviera interesado era sencillamente porque la gente como Herbert, que compraba el Post, no estaba interesada. Y aprendió a leer entre líneas la jerga de la Policía; sabía cuándo un asalto carecía de importancia o era una queja doméstica; advertía el tono de urgencia en la voz del sargento que transmitía las instrucciones desde la sala de transmisiones cuando la llamada de socorro era desesperada; descubrió la manera de cerrar su mente cuando la Policía decidía transmitir listas de números de matrículas de coches robados.

A través del gran altavoz surgió el sonido insistente de su propio reloj despertador y Herbert desconectó. Aumentó el volumen de la radio y después marcó el número de teléfono del Post. Bebía el té lentamente, mientras esperaba que respondieran.

—Post, buenos días. —Era una voz de hombre.

—Taquígrafos, por favor —dijo Herbert. Hubo otra pausa.

—Aquí taquígrafos.

—Hola, aquí Chieseman, informando a las cero siete cincuenta y nueve.

Se oía al fondo el tecleo de las máquinas de escribir.

—Hola, Bertie, ¿alguna novedad?

—Parece que ha sido una noche tranquila —dijo Herbert.

8 DE LA MAÑANA
7

Tony Cox estaba en una cabina telefónica en la esquina de Quill Street, Bethnal Green, con el receptor en el oído. Estaba sudando debajo de su cálido abrigo con cuello de terciopelo. En la mano sostenía la cadena sujeta al cuello del perro que había fuera. El perro también sudaba.

El teléfono del otro lado de la línea respondió y Tony introdujo una moneda en la ranura.

—¿Diga? —respondió una voz con el tono de quien no está realmente acostumbrado a estos nuevos teléfonos caprichosos.

Tony se expresó en términos breves.

—Es hoy. Prepáralo. —Colgó sin dar su nombre o esperar una respuesta.

Se alejó a grandes pasos por la estrecha calzada, tirando del perro detrás de él. Era un bóxer de pura raza, de cuerpo cuidado y poderoso y Tony tenía que tirar continuamente de la cadena para mantener el paso igual. El perro era fuerte, pero su amo era mucho más fuerte.

Las puertas de las viejas casas con terraza daban directamente a la calle. Tony se detuvo delante de aquélla donde estaba estacionado el «Rolls Royce» de color gris. Empujó la puerta abierta de la casa. Nunca estaba cerrada con llave, pues los ocupantes no temían a los ladrones.

La pequeña casa olía a comida. Tirando del perro que le seguía, Tony se dirigió a la cocina y se sentó en una silla.

Desenganchó la cadena del collar del perro y lo alejó con una palmada amistosa en el anca. Se levantó y se quitó el abrigo.

En el fogón de gas se calentaba una tetera y sobre un pedazo de papel parafinado había unas lonchas de tocino. Tony abrió un cajón y sacó un cuchillo de cocina con una hoja de diez pulgadas. Probó el filo con el pulgar, decidió que necesitaba un afilado y salió al patio.

Había una vieja rueda de afilar debajo del cobertizo inclinado. Tony se sentó al lado en un taburete de madera y pedaleó como había visto hacer a su padre años atrás. Le hacía sentirse bien hacer las cosas como su padre las había hecho. Lo recordó: un hombre alto y atractivo, de cabello ondulado y ojos brillantes, haciendo chispas con la piedra de afilar mientras sus hijos reían a gritos. Había sido vendedor en un mercado callejero. Vendía porcelana y cacharros, y pregonaba su mercancía con voz atractiva y fuerte. Solía hacer comedia fingiendo fastidiar al vendedor de comestibles contiguo, al que gritaba:

—Vaya, ahí estás. Acabo de vender un cazo por diez peniques. ¿Cuántas patatas has de vender tú antes de juntar medio chelín?

Avistaba a cualquier mujer forastera a muchos metros de distancia y utilizaba desvergonzadamente su atractivo personal.

—Oye, cariño, escúchame. —Esto se lo decía a una mujer de mediana edad con una redecilla en la cabeza—. Por esta parte del mercado no vienen muchas chicas guapas, así que estoy dispuesto a venderte esto perdiendo dinero y espero que vuelvas otro día. Fíjate… culo sólido de cobre, perdona la palabra, y es el último que me queda; ya he hecho mi ganancia con los otros de modo que puedes quedártelo por dos libras, la mitad de lo que me ha costado, sólo porque has hecho latir más de prisa el corazón de un viejo, y tómalo en seguida antes de que cambie de idea.

A Tony le había sorprendido el rápido cambio experimentado por su viejo después de perder un pulmón. Su cabello se volvió blanco, las mejillas se le hundieron y su espléndida voz se volvió aguda y rechinante. La parada le pertenecía por derecho a Tony, pero por aquel entonces ya disponía de sus propias fuentes de ingreso de modo que se la había cedido al joven Harry, su hermano mudo, que se había casado con una hermosa chica de Whitechapel con paciencia suficiente para aprender a hablar con las manos. Se necesitaban redaños para que un mudo se hiciese cargo de una parada del mercado, escribiendo en una pizarra cuando quería hablar con los clientes, y guardando en el bolsillo una tarjeta postal con la palabra GRACIAS en letras mayúsculas que exhibía cuando se hacía una venta. Pero lo hacía bien y Tony le prestó el dinero para trasladarse a una tienda adecuada y contratar un encargado; y también con esa tienda tuvo éxito. Redaños… era cosa de familia.

El cuchillo de cocina ya estaba bastante afilado. Lo probó y se hizo un corte en el pulgar. Manteniéndolo contra los labios, entró en la cocina.

Su madre estaba allí. Lillian Cox era bajita y algo gorda —su hijo había heredado la tendencia a engordar sin ser bajo— y tenía mucha más energía que lo que era corriente en una mujer de sesenta y tres años. Le dijo a Tony:

—Te estoy preparando un poco de pan frito.

—Estupendo. —Dejó el cuchillo y buscó una venda—. Ten cuidado con ese cuchillo; lo he afilado demasiado.

Ella atendió el corte en el dedo, manteniéndolo bajo el grifo de agua fría y contó hasta cien, poniéndole después una pomada antiséptica y gasa, y finalmente una pequeña venda sujeta con un imperdible. Tony se quedó quieto dejándole hacer lo que quería.

—Eres un buen chico al procurar que tenga los cuchillos afilados —le dijo ella—. ¿Dónde has ido tan de mañana?

—He llevado el perro al parque. Y tenía que llamar a alguien por teléfono.

Ella hizo un ruido de disgusto.

—Que yo sepa, no le pasa nada malo al teléfono de la salita.

Tony se inclinó sobre la sartén para olfatear el tocino que se freía.

—Ya sabes lo que pasa, mamá. El Viejo Bill escucha por ese teléfono.

Ella le puso en la mano un bote de té.

—Entonces ve ahí y prepara el té.

Tony se llevó la tetera a la sala de estar y la dejó sobre un salvamanteles. La mesa redonda estaba puesta con un mantel bordado, cubiertos para dos personas, sal y pimienta y botellas de salsa.

Tony se sentó cerca de la chimenea, donde solía sentarse el viejo. Desde allí cogió del aparador dos tazas y dos platos. Pensó otra vez en su padre, controlando las comidas con el dorso de la mano y una buena dosis de rimas en argot. «Aparta las pezuñas», vociferaba si ellos ponían los codos en la mesa. Lo único que Tony tenía contra él era su manera de tratar a mamá. Como era tan atractivo y simpático, tenía relaciones con otras mujeres, y algunas veces se gastaba el dinero en comprarles ginebra en vez de llevarlo a casa.

En aquellas ocasiones, Tony y su hermano iban al mercado de Smithfield y robaban los desperdicios de debajo de los mostradores para vendérselos a la fábrica de jabón por unas pocas monedas. Y no entró en el ejército; pero en aquellos días de guerra muchos chicos listos consiguieron escapar.

—¿Qué haces… te vas a dormir otra vez o vas a servir ese té? —Lillian puso un plato delante de Tony y se sentó frente a él—. No importa, ya lo haré yo.

Tony cogió su cubierto sosteniendo el cuchillo como si fuese un lápiz, y empezó a comer. Había salchichas, dos huevos fritos, tomates de lata y algunas rebanadas de pan frito. Tomó un bocado antes de probar la salsa marrón. Después de sus esfuerzos matinales estaba hambriento.

Su madre le pasó el té.

—No sé —dijo—, nunca tuvimos miedo de usar el teléfono cuando tu padre vivía, que en paz descanse. Tenía mucho cuidado en no meterse en el camino del Viejo Bill.

Tony pensó que en tiempos de su padre no tenían teléfono, pero lo dejó correr.

—Sí —comentó—, tenía tanto cuidado que murió pobre.

—Pero honrado.

—¿Lo era, de verdad?

—Sabes jodidamente bien que lo era y que no te oiga decir nunca lo contrario.

—Mamá, no me gusta que digas palabrotas.

—No deberías provocarme.

Tony comió en silencio y acabó con rapidez. Vació su taza de té y comenzó a desenvolver un cigarro.

Su madre le cogió la taza.

—¿Más té?

Tony miró su reloj.

—No, gracias. He de hacer un par de cosas. —Encendió el cigarro y se levantó—. Me ha sentado muy bien este desayuno.

Ella achicó los ojos.

—¿Algún problema?

Eso le molestó. Lanzó humo al aire.

—¿Y a quién le importa?

—Es tu vida, de acuerdo. Ya nos veremos después. Pero procura cuidarte.

Tony la miró un largo rato. Aunque ella cedía ante él, era una mujer fuerte. Había mandado en la familia desde que el viejo murió: componiendo matrimonios, pidiéndole prestado a un hijo para darle a otro, aconsejando y utilizando su desaprobación como una poderosa sanción. Se había resistido a todos los esfuerzos para trasladarla de Quill Street a un agradable y pequeño bungalow en Bournemouth, sospechando —certeramente— que la vieja casa y sus recuerdos eran un símbolo poderoso de su autoridad. En otro tiempo había habido una arrogancia real en su nariz de puente alto y su puntiaguda barbilla: ahora era regia pero en forma resignada, como un monarca abdicado; sabiendo que era sensato aflojar las riendas del poder pero lamentándolo igualmente. Tony se daba cuenta de que por ese motivo ella le necesitaba: él era ahora el rey, y al tenerle viviendo con ella eso la mantenía cerca del trono. Tony la quería porque ella le necesitaba. Nadie más le necesitaba.

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