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Authors: Marcela Paz

Tags: #infantil

Papelucho en la clínica (7 page)

BOOK: Papelucho en la clínica
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—Siempre estás de parte de cualquiera que no sea yo —dice el papá muy sentido.

—Es que la luz no es necesaria durante el día —dice mi mamá.

—Es necesaria si oscureces el cuarto —alega mi papá.

—Lo hacía para dormir un poco —dice mi mamá sintiéndose mártir y sin acordarse de mí que me paseo con la guagua buscando la lista de cosas que piden ellos.

—Lindo, ¿has visto hoy a la Domi? —pregunta mi mamá.

En realidad, no me acuerdo ya cuántos días hace que no la veo y bien puede haberse muerto, porque ahora que me acuerdo, cuando pasé frente a su pieza sentí un poco de olor a ídem.

—Llévale una aspirina —dice mi mamá con su famoso buen corazón para todos menos para conmigo.

Y comienzo a buscar la aspirina por todas partes. No está ni en la cómoda, ni en la mesa de noche, ni en el baño, ni en la cocina. Está dentro de una zapatilla del papá. ¿Cómo se metió ahí? Y se la llevo a la Domi.

—¿Quieres una aspirina? —le pregunto a ese pelotón que se amontona en su cama sin cabeza. Y ni contesta.

—Domi, ¿cómo te sientes? —le doy un sacudón para saber si está viva.

Y se oye una vocecita como de guagua:

—Mal, muy mal, me duelo el cuerpo...

—¿Por qué hablas así?

—Es la enfermedad... —dice con esa maldita voz de otra.

—Te traigo una aspirina —le digo—. Todos están muy mal, pero pueden hablar. Trata de no morirte —le digo con rabia. Ella saca una mano brillante y se traga la aspirina con papel y todo. Luego desaparece en el mismo pelotón de ropa. Afuera me están llamando a coro Javier y mamá.

—Lindo, tráeme una muda SECA —dice ella, y Javier:

—¿Vas a darme el destornillador?

—Lo tiene ocupado el papá —le digo a mamá, y a Javier:

—No hay mudas secas. Están todas mojadas...

Total que uno ni sabe a quién le habla ni por dónde comenzar, porque mi papá está pidiendo los tapones y que abran el postigo porque se quemó el circuito y mi mamá se lamenta que la guagua también se va a enfermar si no traigo pañales secos.

¡Podían haber tapones para guaguas también!

—Anda, hijo, al tablero, y cambia estos tapones —me explica mi papá. Y mi mamá dale que dale con los pañales secos.

Voy a cambiar los tapones, y después no hay ni una luz que encienda. Y todo se vuelve estrellones en la oscuridad y la única vela que había se perdió para siempre.

Por suerte que la Domi estaba leyendo el Séptimo de Línea, en una página en que no se podía dejar, así que cuando se apagaron las luces se levantó y arregló los tapones para poder seguir leyendo.

XIII

Mi papá tenía influenza ayer y parecía que se moría; hoy amaneció mejor él y mi mamá un poco grave. Papá dale que dale con remendarlo todo; entre martillando, lijando, silbando y mandándome a mí le dio tanta jaqueca a mi mamá que yo me compadecí y le dije que le iba a cuidar la guagua.

Porque la Domi sigue mal y parece que no se mejora antes de que termine de leer el Séptimo de Línea, y se demora dos horas en cada página. Así que tiene lo menos para un año de enfermedad.

Bueno, yo me llevé a la criatura al jardín para educarla, porque aquí nadie se preocupa y le dan gusto en todo. Y va a ser una mujer insoportable de mal enseñada y yo ya veo lo que nos va a decir el cuñado, o sea su marido, cuando se dé cuenta.

Por eso la dejé sola, allá bien lejos, que se desaguara y se desgritara y lo malo fue que me olvidé de ella. Porque estaba tan lejos que ni se oía y como mi mamá se había quedado dormida, se nos pasó la hora. Total que, cuando era de noche, mi mamá se despertó y me preguntó:

—¿Se ha portado bien tu hermanita? En realidad, no la he sentido llorar.

Ahora puedes traérmela porque he descansado y ya no tengo fiebre.

Yo sentí como un golpe de confusión de cabeza: no me acordaba, palabra, de la Jimena del Carmen. Salí corriendo a buscarla y por suerte estaba donde la había dejado y durmiendo como una bendita. Se la llevé a la mamá y se la puse en sus manos tal cualita.

—Eres el mejor de los hijos. —dijo mi mamá con voz de sabiduría. —Haberte sacrificado toda una tarde en cuidar a tu hermanita para que descanse tu madre...

—No fue mucho sacrificio —le iba a explicar, cuando, ¡zas! suelta un grito y por poco tira lejos la guagua.

—¡Una lagartija! ¡Una lagartija! —gritaba como si hubiera visto un león. Papá paró de silbar esa ópera que está silbando desde esta mañana y con el alicates pescó la lagartija de la cola.

—¡Es preciosa! —clamaba—. Tráeme un frasco de alcohol para guardarla.

Fui a buscar el genial frasco y entre los dos la metimos en él. Se veía más grande, más verde, más asustada. Y se petrificó adentro. Mi mamá preguntaba dónde había tenido yo a la guagua para que tuviera lagartija, pero ni se oía porque papá cantaba su ópera mucho más fuerte ahora.

—Podríamos hacer un Museo —le proponía yo al papá al verlo tan contento con su lagartija—. Yo te puedo pillar toda clase de animales y vamos formando la colección.

En ese momento a mi mamá se le ocurrió que le pasara el alcohol para desinfectar no sé qué cosa, y el alcohol estaba todo ocupado por la lagartija, así que le di parafina. Y estaba muy feliz usándola, cuando no sé qué le pasó y de repente se le descompone el genio y toda nerviosa se baja de la cama y empieza a revolverla y revolverla y le da contra la Domi y el desorden y la influenza y el abuso y qué sé yo. Total, que entra al cuarto de la Domi y cuando la ve fumando y leyendo en la ventana, le da la pataleta contra ella y le manda un discurso. La Domi todo lo aguanta menos los discursos, porque ni los entiende y sabe que son con mala intención, así que se indignó. Y parece que indignarse es lo peor que hay. Total, que nadie entendía a nadie ni oíamos al papá que me llamaba a gritos porque le había encontrado otra lagartija a la guagua y necesitaba más alcohol.

La Domi se puso el delantal y llorando a chorros empezó a recoger las cosas del suelo, a fregar ollas y a armar comida. Tenía un hipo de pena y decía todo el tiempo algo de que ni tenía derecho de enfermarse siquiera y yo vi que caían sus lágrimas al caldo, pero como se le olvidó echarle sal eso lo dejó sabroso. Mi mamá se volvió a su cama y se empezó a preocupar de que la famosa guagua no lloraba. Pero fue inútil, no lloró nunca más porque ya estaba educada. Y cuando la Domi entró al cuarto con la comida, a mi mamá le dio tanto amor con la Domi que le regaló su vestido verde y la Domi paró al momento de hipar.

Lo divertido fue que su último hipo se confundió con uno gigante que pareció salir de ella, pero resultó ser una bocina estrepitosa.

Mi papa se enfureció contra el que la tocaba, la guagua se despertó indignada y la Domi se taimó porque creyó que alguien hacía burla de su hipo.

Entretanto, seguía sonando la bocina. Papá estaba hecho una verdadera furia y Javier, que decía estar tan grave, se apareció en el cuarto, todo atorado.

—¡Haz callar a ese im - per - ti - nen - te! —aullaba el papá.

—Es un país de salvajes —decía mi mamá tapándole los oídos a la Jimena—. ¡Cómo se permite semejante insolencia!

—¡Es nuestra Lunik! —gritaba Javier—. Yo conozco su bocina. ¡No hay otra igual! Es la que nos regaló el vejete Rubilar.

—¿Qué estás diciendo? —En un momento mi papá estaba de zapatos y sobretodo—. Por lo demás no tienes derecho a llamar vejete a nuestro amigo Rubilar. —y salió corriendo a la calle seguido de todos.

Y tal como decía «el Adolescente» ahí estaba la Lunik nuestra, más linda y brillante que nunca y el atropellador que se la había llevado.

—Usted perdone, señor cliente —le decía a mi papá lleno de reverencias—. Fue todo un malentendido del contador de la oficina. Le debemos una explicación por haberle retirado su coche, y vengo a ofrecerle mis excusas.

—Me alegro, me alegro —es todo lo que decía mi papá y de puro contento convidó al señor de las excusas y lo fue a dejar hasta el mismo Viña.

Y lo hizo todo tan rápido, que mi mamá ni se alcanzó a dar cuenta de lo que pasaba y cuando por fin los vio entrar a papá y a Javier en pijama, preguntó:

—¿Qué hacen ustedes levantados? ¿Quieren tener una recaída? ¡A la cama!

Mi papá obedeció al momento, pero el tontón de Javier empezó con sus leseras:

—Papá, ahora que tenemos auto otra vez me vas a dejar manejar.

—¿Crees tú que voy a destrozar un coche flamante? ¡Ni pensarlo!

—Papá, yo ya no soy un niño. Debes tratarme de otro modo... —hablaba con esa voz de bajo que le sale a veces, pero en lo mejor le sonaba un gallo tremendo. Yo lo miraba tanto más grande que yo y con ese bigote de vieja que le quiere salir y no se le atreve, y ese cuesco en el cogote que le sube y le baja y esas espinillas rosadas en la nariz y esas mil cositas negras entre medio. ¡Pobre Javier! En realidad con esa cara no deberían tratarlo como a un niño, pero el pobre ¡es tan farsante!

—Papá, para que sepas, hace dos años que manejo —decía en varias voces—. Conozco el motor del auto como un cirujano y sé muy bien lo que hago.

—¡A la cama! —decía mi mamá—. Cuando te mejores, hablaremos.

—No puedo soportar que se me trate como una guagua, mamá. Usted no sabe lo que yo siento en mi interior cuando me da esas órdenes sin sentido.

—¿Qué te has figurado? —papá se volvía a indignar—. A tu madre no le hablas así.

Javier se puso a hacer pucheros y su cuesco del cogote le subía y le bajaba a cien por hora. Quería hablar y le salían voces de tiple y de bajo:

—Yo no puedo respetar a mi mamá si ella no me respeta a mí —decía sonándose con la manga del pijama—. Ustedes no saben cuánto sufre uno.

A mí me daba pena de su cuesco, de sus espinillas, de su amor que dicen se sufre tanto, de sus gallos tan cómicos cuando él estaba trágico. Y me acordaba que cuando no está mi papá, él se prueba sus trajes y sus corbatas y hace que la Domi le diga «don» Debe ser tremendo que uno se estime y los demás no. Y mientras lo retaban, yo pensaba que le iba a preguntar al profeta si el regalo del auto era para mi papá o para mí, y si era para mí yo le iba a dar permiso para manejarlo, y en esto estaba pensando, cuando...

XIV

Sonó el teléfono y era un llamado de Viña.

—¡Aló! —dijo la Domi, y se quedó perpetua. Pero en su cara se veía que alguien le estaba llamando la atención.

—¿Quién llamaba? —preguntó papá cuando ella colgó el fono.

—No entendí mucho. Dijo la señorita que era un llamado urgente desde Valparaíso, pero se había retirado la persona.

En ese momento volvió a sonar y lo iba a tomar yo, cuando llegó Javier al ídem y el aparato se vino al suelo y se desintegró. Porque hay que ver lo antiguo que era el pobre. Lo menos tenía cien años. Y mientras tratábamos de armarlo, llegó un papelito de la telefonista que decía:

—Hay un llamado urgente del hospital de Valparaíso. El doctor Soto insiste en que venga alguien a recibir el recado. Ruego contestar.

Y empezó la discusión sobre quién iba y de que todos estaban enfermos y de que para qué llamaría el Dr. Soto y de que yo era un niño y no podía ir de noche a recibir un recado y de que esto y de que lo otro. Y total, que papá, por fin, se decidió a que yo fuera, y fui.

Antes, cuando yo era chico, le tenía miedo a la oscuridad paternal en la noche. Y resulta que ahora me pasa lo contrario: me da una cosa, que me agranda por dentro y se me pone duro el espinazo y me da fuerza en las piernas. Uno es como dueño de la naturaleza y del misterio y mientras más fuerte silba, más macanudo le sale el silbido.

Todo Concón dormía. Los pájaros se embutían en sus lechos. No había más que yo y los faroles en toda la calle larga, y me acordaba de Adán tan solo como yo y me sentía más hombre y con puños de fierro. Porque cuando uno es el único ser despierto en la tierra, es como su dueño y puede hacerlo todo. Yo me sentía crecer, me veía crecer, porque si no, ¿a qué hora se crece? (y uno lo nota en la sombra) cuando de repente veo al lado de mi sombra, otra más grande.

Las dos sombras caminaban juntas. ¿De quién sería esa sombra? La gente que trabaja duerme a esa hora, los pescadores, los conocidos, ídem y a Adán le hubiera pasado lo mismo que a mí. Me puse «alerta», pero seguí caminando mientras pensaba cómo me iba a defender del ataque. El dueño de la otra sombra debía venir muy cerca, porque los pies se juntaban con los míos y el ruido de sus pasos no se oía. A ratos las dos sombras se volvían una sola y poco a poco dos. Era como un fantasma y no me atrevía a volver la cabeza. Sólo miraba el suelo... y allá lejos la casita de la telefonista.

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