Parque Jurásico (16 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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—No puedo. Ya partió. —Y en verdad, el sonido de los motores se estaba desvaneciendo.

—¡Maldita sea! —masculló Gennaro—. ¿No ve que está arriesgando innecesariamente…?

—Ah, ah —dijo Hammond—. Sigamos con esto más tarde. No quiero inquietar a los niños.

Grant se dio vuelta y vio a dos niños que bajaban por la ladera, guiados por Ed Regis. Había un chico con gafas, de unos once años, y una niña algunos años menor, quizá de siete u ocho años de edad, con el rubio cabello metido bajo una gorra de béisbol del equipo de los Gigantes, y un guante de béisbol que le colgaba del hombro mediante una tira de cuero. Los dos chicos bajaron con agilidad el sendero que salía desde el helipuerto, y se detuvieron a cierta distancia de Gennaro y Hammond.

En voz baja, con un susurro, Gennaro dijo:

—Cristo.

—Vamos, deje de preocuparse —lo instó Hammond—. Los padres se divorcian y quiero que pasen un fin de semana divertido aquí.

La niña hizo un saludo, agitando la mano.

—Hola, abuelito. Aquí estamos.

Una visita guiada

Tim Murphy pudo ver en seguida que algo andaba mal. Su abuelo estaba en medio de una discusión con el hombre más joven, de cara enrojecida, que se encontraba frente a él. Y los demás adultos, detrás, parecían turbados e incómodos. Alexis también sentía la tensión, porque se rezagó, lanzando la pelota de béisbol al aire. El hermano tuvo que empujarla:

—Vamos, Lex.

—Ve tú, Timmy.

—No seas miedosa.

Lex le asesinó con la mirada, pero Ed Regis anunció con alegría:

—Os voy a presentar a todos y, después, podemos iniciar la visita.

—Tengo que irme —dijo Lex.

—Entonces, te presentaré primero.

—No, tengo que irme.

Pero Ed Regis ya estaba haciendo las presentaciones. Primero al abuelito, que les besó a los dos y, después, al hombre con el que estaba discutiendo. Ese hombre era fornido y su nombre era Gennaro. El resto de las presentaciones fue borroso para Tim; había una mujer rubia que llevaba pantalones cortos y un hombre barbudo con una camisa hawaiana; tenía el aspecto de quien vive al aire libre. Después venía un gordo, con típico aspecto de universitario, que tenía algo que ver con ordenadores y, por último, un hombre flaco vestido de negro, que no estrechó manos sino que se limitó a saludar con la cabeza. Tim estaba tratando de organizar sus impresiones, y estaba mirando las piernas de la rubia cuando, de repente, se dio cuenta de que sabía quién era el hombre de la barba.

—Tienes la boca abierta —advirtió Lex.

—Le conozco.

—Oh, por supuesto, te lo acaban de presentar.

—No. Tengo su libro.

—¿Qué libro es ése, Tim? —preguntó el barbado.


El mundo perdido de los dinosaurios
.

Alexis lanzó una risita.

—Papá dice que Tim tiene dinosaurios en los sesos.

Tim apenas sí la oía. Estaba pensando en lo que sabía sobre Alan Grant. Alan Grant era uno de los principales defensores de la teoría de que los dinosaurios tenían sangre caliente. Había hecho muchas excavaciones en el lugar conocido como Colina del Huevo, en Montana, que era famoso porque en él se habían encontrado tantos huevos de dinosaurio. El profesor Grant había encontrado la mayor parte de los huevos de dinosaurio que se hayan podido hallar. También era buen ilustrador, y había hecho los dibujos de sus propios libros.

—¿Dinosaurios en los sesos? —dijo el hombre de la barba—. Bueno, a decir verdad, tengo el mismo problema.

—Papá dice que los dinosaurios son realmente estúpidos —prosiguió Lex—. Dice que Tim debería salir al aire libre y practicar más deportes.

Tim se sintió turbado.

—Pensé que tenías que marcharte —dijo.

—Dentro de un ratito.

—Pensé que tenías mucha prisa.

—Soy yo quien tiene que saberlo, ¿no crees, Timothy? —repuso la niña, poniéndose las manos en las caderas, en una copia de la pose más irritante de su madre.

—Les diré lo que vamos a hacer —intervino Ed Regis—. ¿Por qué no vamos todos al centro de visitantes, y así podemos iniciar nuestra gira?

Todos empezaron a caminar. Tim oyó a Gennaro decirle a su abuelo, «podría matarle por esto», y después Tim alzó la vista y vio que el doctor Grant caminaba a su lado:

—¿Qué edad tienes, Tim?

—Once años.

—¿Y desde hace cuánto estás interesado por los dinosaurios? —preguntó Grant.

Tim tragó saliva.

—Ya hace bastante —contestó. Se sentía nervioso por estar hablando con el doctor Grant—. Vamos a museos algunas veces, cuando puedo convencer a mi familia. Mi padre.

—¿Tu padre no está especialmente interesado?

Tim negó con la cabeza.

Al igual que la mayoría de los adultos, el padre de Tim no sabía nada de los dinosaurios. Tim estaba asombrado de que los adultos supieran tan poco; era como si no les interesaran los hechos. Un día, su familia había ido al Museo de Historia Natural, y su padre, al mirar un esqueleto, comentó:

—Ése es grande.

—No, papá, es de tamaño mediano, un camptosaurio —aclaró Tim.

—Oh, no sé. Me parece bastante grande.

—Ni siquiera es un adulto, papá.

Su padre miró de soslayo el esqueleto:

—¿Qué es, del jurásico?

—Huy, no. Cretáceo.

—¿Cretáceo? ¿Cuál es la diferencia entre cretáceo y jurásico?

—Nada más que unos cien millones de años.

—¿El cretáceo es más antiguo?

—No, papá. El jurásico es más antiguo.

—Bueno —dijo su padre, dando un paso hacia atrás—, me parece malditamente grande. —Y se volvió hacia Tim, en busca de consenso. Tim sabía que era mejor estar con su padre, así que se limitó a mascullar algo. Y pasaron a otro material en exposición.

Tim se detuvo frente a otro esqueleto, un
Tyrannosaurus rex
, el más poderoso depredador que la Tierra haya conocido, durante un largo rato. Finalmente, su padre dijo:

—¿Qué estás mirando?

—Estoy contando las vértebras.

—¿Las vértebras?

—De la columna vertebral.

—Sé lo que son las vértebras —dijo su padre, molesto. Se quedó inmóvil y después preguntó—: ¿Por qué las estás contando?

—Creo que están mal. El
Tyrannosaurus
sólo debería tener treinta y siete vértebras en la cola. Este tiene más.

—¿Me quieres decir que el Museo de Historia Natural tiene un esqueleto que está mal? No puedo creerlo.

—Está mal —insistió Tim.

Su padre fue a paso ligero hacia el guardián que estaba en el rincón.

—¿Qué has hecho ahora? —le preguntó la madre a Tim.

—No he hecho nada. Sólo dije que el dinosaurio está mal, eso es todo.

Y entonces su padre regresó, con un gesto extraño en el rostro porque, por supuesto, el guardián le había dicho que el tiranosaurio tenía demasiadas vértebras en la cola.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó su padre.

—Lo he leído —fue la respuesta de Tim.

—Eso es bastante asombroso, hijo —dijo, y le puso la mano sobre el hombro, estrechándolo—. Sabes cuántas vértebras deben ir en la cola. Nunca vi algo así. Realmente sí que tienes dinosaurios en los sesos.

Y, después, su padre dijo que quería llegar a la última mitad del juego de los Mets por televisión, y Lex dijo que también quería, así que salieron del museo. Y Tim no vio ningún otro dinosaurio, que había sido la razón de que fueran allí en primer lugar. Pero ésa era la manera en que sucedían las cosas en la familia de Tim.

Como las cosas solían suceder en su familia, se auto corrigió Tim. Ahora que su padre se estaba divorciando de su madre, las cosas probablemente serían diferentes. Su padre ya se había mudado y, aunque fue extraño al principio, a Tim le gustaba. Pensaba que su madre tenía novio, pero no podía estar seguro y, claro está, nunca se lo mencionaría a Lex. Lex estaba acongojada por haber tenido que separarse de su padre, y en las últimas semanas se había vuelto tan odiosa que…

—¿Era el 5027? —preguntó Grant.

—¿Perdón? —dijo Tim.

—El tiranosaurio del museo, ¿era el 5027?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

Grant sonrió:

—Durante años estuvieron hablando de corregirlo. Pero ahora puede que eso nunca se haga.

—¿Por qué?

—Debido a lo que está ocurriendo aquí, en la isla de tu abuelo.

Tim negó con la cabeza. No entendía de qué hablaba Grant:

—Mi mamá dijo que no era más que un centro de recreo, ya sabe, con natación y tenis.

—No exactamente. Te lo explicaré mientras caminamos.

«Ahora soy una maldita niñera», pensaba, desconsolado, Ed Regis, golpeando el suelo con la punta del zapato, mientras aguardaba en el centro para visitantes. Eso era lo que el viejo le había dicho:

—Cuida a mis niños como un halcón; son tu responsabilidad durante el fin de semana.

A Ed Regis eso no le gustaba en absoluto. Se sentía degradado. No era una maldita niñera. Y, si era por eso, tampoco un maldito guía de turistas. Era el encargado de relaciones públicas del Parque Jurásico y tenía mucho que preparar hasta la inauguración, para la que faltaba un año. Sólo coordinar tareas con las empresas de relaciones públicas de San Francisco y Londres, y con las agencias de Nueva York y Tokyo, era un trabajo de tiempo completo, especialmente porque a las agencias todavía no se les podía decir cuál era la verdadera atracción del parque. Todas las empresas estaban ideando propagandas incitantes, nada específico, y se sentían desdichadas; los creativos de la publicidad necesitaban que se les nutriera, necesitaban estímulo para hacer mejor su trabajo. Ed Regis no podía desperdiciar su tiempo llevando gente a hacer giras.

Pero ése era el problema de haber seguido la carrera de relaciones públicas: a uno nadie le consideraba un profesional. Regis había estado en la isla de vez en cuando durante los siete últimos meses, y todavía le endilgaban trabajos esporádicos. Como aquel episodio de enero. Harding debió haberse encargado de eso. Harding, u Owens, el contratista general. En vez de eso, se lo habían dejado a Ed Regis. ¿Qué sabía él de atender a un obrero enfermo? Y ahora era un maldito guía y una niñera. Se volvió y contó las cabezas. Le seguía faltando una.

Entonces, atrás de todo, vio a la doctora Sattler surgir del cuarto de baño.

—Muy bien, amigos, empecemos nuestra visita en el segundo piso.

Tim fue con los demás, siguiendo al señor Regis por la escalera negra volada hasta el segundo piso del edificio. Pasaron frente a un cartel que decía:

SECTOR CERRADO

MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO

ÚNICAMENTE PERSONAL AUTORIZADO

Tim se sintió entusiasmado cuando vio el cartel. Recorrieron el pasillo del segundo piso. Una de las paredes era de vidrio y daba a un balcón con palmeras en la leve bruma. En la otra pared había puertas con letreros, como si fueran oficinas.
GUARDA DEL PARQUE… SERVICIOS PARA HUÉSPEDES… GERENTE GENERAL…

En la mitad del pasillo se toparon con un tabique de vidrio con otro cartel:

PELIGRO BIOLÓGICO

PRECAUCIÓN

PELIGRO BIOLÓGICO

Este Laboratorio

obedece los

Protocolos Genéticos

USG p4/Ek3

PRECAUCIÓN

Sustancias Teratógenas

Mujeres Embarazadas Evitar Exposición

en este Sector

PELIGRO

Utilización de Isótopos Radiactivos

Peligro Potencial de Carcinogénesis

Tim se emocionaba cada vez más. ¡Sustancias teratógenas! ¡Cosas que fabricaban monstruos! Eso le dio escalofríos, pero quedó decepcionado cuando oyó decir a Ed Regis:

—No presten atención a los carteles, sólo se pusieron por cuestiones jurídicas. Les puedo asegurar que todo es perfectamente seguro.

Cruzaron la puerta. Había un guardia a cada lado. Ed Regis se volvió hacia el grupo:

—Tal vez se han dado cuenta de que tenemos un mínimo de personal en la isla. Podemos manejar este centro de recreo con un total de veinte personas. Naturalmente, tendremos más cuando haya huéspedes pero, por el momento, sólo hay veinte. Aquí está nuestra sala de control. Toda la reserva se controla desde aquí.

Se detuvieron delante de unas ventanas que daban a una sala oscurecida que parecía una versión, en pequeño, de la sala de Control de Misiones de la NASA. Había un mapa vertical del parque, de vidrio transparente, y, frente a él, un banco de luminosas consolas de ordenador. Algunas de las pantallas exhibían datos, pero la mayoría mostraba imágenes televisivas de alrededor del parque. En el interior no había más que dos personas, en pie y hablando.

—El hombre que está a la izquierda es nuestro jefe de ingenieros, John Arnold. —Regis señaló a un hombre delgado vestido con camisa de manga corta, abotonada hasta el cuello y corbata, que fumaba un cigarrillo—, y junto a él, nuestro guardaparque, el señor Robert Muldoon, el famoso cazador blanco de Nairobi.

Muldoon era un hombre corpulento vestido de caqui; las gafas de sol le colgaban del bolsillo de la camisa. Echó un vistazo al grupo, hizo una breve inclinación de cabeza y se volvió hacia las pantallas de los ordenadores.

—Estoy seguro de que quieren ver esta sala —dijo Ed Regis—, pero, primero, veamos cómo obtenemos el ADN de dinosaurio.

El cartel de la puerta decía
EXTRACCIONES
y, al igual que todas las puertas del edificio de laboratorios, se abría con una tarjeta de seguridad. Ed Regis deslizó la suya por una ranura, la luz parpadeó, la puerta se abrió.

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