Parque Jurásico (12 page)

Read Parque Jurásico Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
8.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces, en 1987, «InGen» compró una compañía desconocida llamada «Millipore Plastic Products», situada en Nashville, Tennessee. Esta compañía trabajaba en el ramo de los productos agrícolas y en época reciente había patentado un plástico nuevo que presentaba las características de la cáscara de un huevo de pájaro. A este plástico se le podía dar la forma de un huevo y se podía usar para desarrollar embriones de pollo. A partir del año siguiente, «InGen» acaparó toda la producción de plástico miliporoso para su propio uso.

—Doctor Dodgson, todo esto es muy interesante…

—Al mismo tiempo —prosiguió Dodgson— se iniciaron construcciones en la Isla Nubla. Éstas entrañaron el movimiento de enormes cantidades de tierra, entre las que figuraban un lago de poca profundidad y tres kilómetros de largo, en el centro de la isla. Los planos correspondientes a instalaciones de recreo se dieron a conocer con un elevado grado de reserva, pero pudimos conseguir algunos detalles. Parece ser que «InGen» construyó un zoológico de grandes dimensiones en la isla.

Uno de los directores se inclinó hacia delante y dijo:

—Doctor Dodgson, ¿y con eso, qué?

—No es un zoológico común y corriente —dijo Dodgson—. Este zoológico es único en todo el mundo. Parece ser que «InGen» hizo algo bastante extraordinario; se las arreglaron para clonar animales extintos del pasado.

—¿Qué animales?

—Animales que salen de huevos y necesitan mucho lugar en un zoológico.

—¿Qué animales?

—Dinosaurios. Están haciendo clones de dinosaurios.

La consternación que siguió a esas palabras estuvo completamente fuera de lugar, en opinión de Dodgson. El problema de los hombres que manejan dinero es que no sabían comportarse; habían invertido en un campo, pero no sabían qué era posible hacer.

De hecho, ya en 1982 había habido discusiones técnicas sobre la clonación de dinosaurios. Cada año que pasaba, la manipulación del ADN se hacía más fácil. Ya se había extraído material genético de momias egipcias, así como del cuero de una cuaga, animal africano parecido a la cebra, extinguido en la década de 1880. Para 1985 parecía posible que el ADN de la cuaga se pudiera reconstruir y hacer que creciera un nuevo animal. De ser así, habría sido el primer ser vivo recuperado de la extinción merced, exclusivamente, a la reconstrucción de su ADN. Si eso era posible, ¿qué otras cosas lo eran? ¿El mastodonte? ¿El tigre de dientes de sable? ¿El dodo?

¿O hasta un dinosaurio?

Por supuesto, no se sabe que exista ADN de dinosaurio en parte alguna del mundo. Pero, al moler grandes cantidades de huesos de dinosaurio podría ser posible extraer fragmentos de ADN. Antaño se pensaba que la fosilización eliminaba todo el ADN. Ahora se admitía que eso no era cierto. Y si se recuperaban suficientes fragmentos de ADN, quizá fuese posible obtener, por clonación, un animal vivo.

Allá por 1982 los problemas técnicos habían parecido desalentadores. Pero la teoría no mostraba obstáculos. Hacerlo resultaba simplemente difícil, costoso y era improbable que funcionara. Pero era posible, si alguien tenía interés en intentarlo.

Aparentemente, «InGen» había decidido intentarlo.

—Lo que han hecho —dijo Dodgson— ha sido construir la más grande atracción turística, concentrada en un solo sitio, de la historia del mundo. Como ya saben, los zoológicos gozan de suma popularidad: el año pasado fue mayor la cantidad de norteamericanos que visitaron zoológicos que la cantidad de los que fueron a todos los juegos profesionales de béisbol y rugby juntos. Y a los japoneses les encantan los zoológicos; hay cincuenta en Japón y se están construyendo más. Y, por este zoológico, «InGen» puede cobrar lo que quiera. Dos mil dólares por día, diez mil dólares por día… —Hizo una pausa—. Y después está la cuestión de la
comercialización derivada
: los libros, las camisetas, los videojuegos, las gorras, los muñecos de paño, las revistas de historietas y las mascotas.

—¿Mascotas?

—Claro. Si «InGen» puede hacer dinosaurios de tamaño real, también los puede hacer de tamaño pigmeo, para que sirvan como mascotas domésticas. ¿Qué niño no querría un dinosaurio pequeño como mascota? Un animalito patentado de propiedad exclusiva del niño. «InGen» vendería millones. E «InGen» los elaboraría genéticamente de manera que esas mascotas únicamente comieran alimento para dinosaurios elaborado por «InGen»…

—¡Jesús! —exclamó alguien.

—Exactamente —acotó Dodgson—. El zoológico es la parte central de una enorme empresa.

—¿Dijo usted que esos dinosaurios estarán patentados?

—Sí. Ahora los animales creados por ingeniería genética se pueden patentar. El Tribunal Supremo falló al respecto en favor de Harvard, en 1987. «InGen» será propietaria de los dinosaurios y, legalmente, nadie más los puede elaborar.

—¿Qué nos impide crear nuestros propios dinosaurios? —preguntó alguien.

—Nada, salvo que ellos nos llevan una delantera de cinco años. Será casi imposible ponerse a la par antes de fin de siglo.

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Naturalmente, si pudiéramos conseguir muestras de sus dinosaurios, podríamos analizarlos mediante nuestra ingeniería retrospectiva y hacer los nuestros propios, con suficientes modificaciones en el ADN como para evitar las patentes de «InGen».

—¿Podemos conseguir ejemplos de sus dinosaurios?

Dodgson se detuvo un instante, y después asintió:

—Yo creo que podemos, sí.

Alguien se aclaró la garganta:

—No habrá nada ilegal en ello…

—¡Oh, no! —se apresuró a afirmar Dodgson—. Nada ilegal. Estoy hablando de una legítima fuente de su ADN: un empleado disgustado, o algunos desperdicios eliminados de manera inadecuada, o algo por el estilo.

—¿Tiene usted una fuente legítima, doctor Dodgson?

—La tengo. Pero temo que hay cierta urgencia en cuanto a la decisión, porque «InGen» está experimentando una pequeña crisis, y mi fuente tendrá que actuar dentro de las veinticuatro próximas horas.

Un prolongado silencio cayó sobre la sala. Los hombres miraron a la secretaria, que tomaba notas, y al grabador colocado sobre la mesa que estaba frente a ella.

—No veo la necesidad de llegar a una resolución formal respecto de esto —prosiguió—. Nada más que lo que siente la sala, en el sentido de si ustedes opinan que debo seguir adelante…

Con lentitud, las cabezas se movieron en señal de aprobación.

—Gracias por venir, señores —concluyó—. A partir de este momento me hago cargo yo.

Aeropuerto

Lewis Dodgson entró en la cafetería del edificio de salidas del aeropuerto de San Francisco, y miró alrededor con rapidez. Su hombre ya estaba allá, esperando junto al mostrador. Dodgson se sentó a su lado y colocó el maletín en el piso, entre los dos.

—Llega tarde, amigo —dijo el hombre. Miró el sombrero de paja que llevaba Dodgson y rió—. ¿Qué es eso, un disfraz?

—Uno nunca sabe —dijo Dodgson, reprimiendo la ira. Durante seis meses, Dodgson había estado cultivando pacientemente a ese hombre, que se hacía más odioso y arrogante en cada entrevista. Pero no podía hacer nada al respecto; los dos sabían con exactitud cuáles eran las apuestas.

El ADN reconstituido por bioingeniería era el material más valioso del mundo. Una sola bacteria microscópica, demasiado pequeña como para verla a simple vista, pero que contuviera los genes de una enzima contra los ataques cardíacos, la estreptoquinasa, los genes de «hielo-menos», que evitaba los daños que la helada producía en las cosechas, podría valer cinco mil millones de dólares para el comprador adecuado.

Y eso había creado un extraño mundo nuevo de espionaje industrial. Dodgson era especialmente diestro en esa actividad: en 1987 convenció a una genetista, descontenta con «Cetus», para que se pasase a «Biosyn» y se llevara consigo cinco cepas de bacterias reconstruidas por bioingeniería. La genetista, sencillamente, se puso una gota de cada una en las uñas de una mano y salió caminando por la puerta.

Pero «InGen» planteaba un desafío más duro. Dodgson quería algo más que un ADN bacteriano, quería embriones congelados, y sabía que «InGen» protegía los embriones con las medidas de seguridad más complejas. Para conseguirlos necesitaba un empleado de «InGen» que tuviera acceso a los embriones, que estuviera dispuesto a robarlos y que pudiera burlar la seguridad. Una persona así no era fácil encontrarla.

Finalmente, a principios de año, Dodgson localizó a un empleado de «InGen» sobornable. Si bien no tenía acceso al material genético, Dodgson mantuvo el contacto, reuniéndose con él todos los meses, en «Carlos and Charlie’s», en el Silicon Valley, ayudándole en pequeñeces. Y ahora que «InGen» estaba invitando a contratistas y asesores para visitar la isla, era el momento que Dodgson había estado esperando… porque significaba que su hombre tendría acceso a los embriones.

—Vayamos al grano —dijo éste—. Faltan diez minutos para que salga mi vuelo.

—¿Quiere repasarlo todo otra vez? —preguntó Dodgson.

—¡Demonios, no, doctor Dodgson! Quiero ver el maldito dinero.

Con rápido movimiento, Dodgson descorrió el cerrojo del maletín y lo abrió unos pocos centímetros. El hombre echó un vistazo con aire indiferente, y preguntó:

—¿Está todo?

—La mitad, setecientos mil dólares.

—Bien. Excelente. —Volvió la cabeza y bebió su café—. Está muy bien, doctor Dodgson.

Dodgson, con rapidez, echó el cerrojo al maletín y dijo:

—Eso es por las quince especies, ya sabe.

—Lo recuerdo. Quince especies, embriones congelados. ¿Y cómo los voy a transportar?

Dodgson le alcanzó un tubo grande de crema de afeitar «Gillette Foamy».

—¿Es esto?

—Es esto.

—Pueden revisar mi equipaje…

Dodgson se encogió de hombros.

—Apriete la parte de arriba.

El hombre lo hizo y una leve bola de crema de afeitar blanca le cayó en la mano.

—No está mal. —Se limpió la espuma en el borde del plato, y repitió—: No está mal.

—El tubo es un poco más pesado que el normal, eso es todo. —El equipo técnico de Dodgson lo había estado montando durante los dos últimos días, trabajando contra reloj. Rápidamente, le mostró al hombre cómo funcionaba.

—¿Cuánto gas refrigerante hay en el interior?

—El suficiente para treinta y seis horas. Los embriones tienen que estar de vuelta en San José para ese momento.

—Eso depende del tipo suyo que vaya en la lancha —dijo el hombre—. Mejor será que se asegure de que tenga un refrigerador portátil a bordo.

—Lo haré —dijo Dodgson.

—Y hagamos un repaso de la subasta…

—El trato es el mismo —dijo Dodgson—. Cincuenta mil al entregar cada embrión. Si son viables, cincuenta mil adicionales por cada uno.

—Está bien. Pero asegúrese de tener la lancha esperando en el muelle este de la isla, el viernes por la noche. No el muelle norte, al que llegan los grandes barcos de suministros. El este; es un pequeño muelle auxiliar. ¿Lo ha entendido?

—Lo he entendido. ¿Cuándo volverá usted a San José?

—Es probable que el domingo. —El hombre se separó del mostrador.

Dodgson se inquietó:

—¿Está seguro de saber cómo se opera el…?

—Lo sé. Créame, lo sé.

—También creemos que la isla mantiene contacto constante por radio con la casa matriz de «InGen» en California, de modo que…

—Mire, tengo ese aspecto cubierto. Limítese a descansar y a tener el dinero listo. Lo quiero todo el domingo por la mañana, en el aeropuerto de San José, en efectivo.

—Le estaré esperando. No se preocupe —aseguró Dodgson.

Malcolm

Poco antes de medianoche subió al avión en el aeropuerto de Dallas un hombre alto, delgado, con calvicie incipiente, de treinta y cinco años de edad y vestido de negro de pies a cabeza: camisa negra, pantalones negros, calcetines negros, calzado negro.

—Ah, doctor Malcolm —saludó Hammond, sonriendo con forzada afabilidad.

Malcolm sonrió ampliamente, mostrando los dientes:

—Hola, John. Sí, temo que su antigua Némesis está aquí.

Malcolm estrechó las manos de todos, al tiempo que decía con rapidez:

—Ian Malcolm, ¿cómo está usted? Me dedico a las matemáticas.

A Grant le dio la impresión de que estaba más divertido por el paseo que por cualquier otra cosa.

Por supuesto que Grant reconoció el nombre. Ian Malcolm era uno de los más famosos de la nueva generación de matemáticos, que estaba abiertamente interesada en «cómo funciona el mundo real». Estos eruditos habían roto con la enclaustrada tradición de la matemática en varios sentidos importantes: ante todo, utilizaban ordenadores en forma constante, práctica que los matemáticos tradicionales no aprobaban. Después, trabajaban, de modo casi exclusivo, con ecuaciones no lineales, en el emergente campo al que se conocía, en sentido amplio, como caos. En tercer lugar, parecían interesarse por que su matemática describiera algo que realmente existía en el mundo real. Y, por último, como para recalcar que habían salido del ámbito universitario al mundo, se vestían y hablaban con lo que un matemático de mayor edad denominaba «un deplorable exceso de personalidad». De hecho, a menudo se comportaban como estrellas del rock.

Malcolm se acomodó en uno de los asientos acolchados. La azafata le preguntó si deseaba una bebida, a lo que él replicó:

—«Coca Light», batida pero no agitada.

El aire húmedo de Dallas penetró por la portezuela abierta. Ellie preguntó:

—¿No hace un poco de calor, para ir vestido de negro?

—Es usted extremadamente bonita, doctora Sattler —contestó Malcolm—. Podría mirarle las piernas todo el día. Pero no, a decir verdad, el negro es, en realidad, lo mejor para el calor. Radiación eficiente. De todos modos, yo sólo uso dos colores, negro y gris.

Ellie tenía la vista clavada en él, boquiabierta.

—Estos colores son apropiados para toda ocasión —continuó Malcolm—, y van bien juntos, en el caso de que, por error, me pusiera un par de calcetines grises con pantalones negros.

—¿Pero no encuentra aburrido usar nada más dos colores?

—En absoluto. Lo encuentro liberador: creo que mi vida tiene valor, y no quiero malgastarla pensando en ropa —aseveró Malcolm—. No quiero pensar en
lo que voy a usar por la mañana
. En verdad, ¿se puede imaginar algo más aburrido que la moda? Los deportes profesionales, quizá. Hombres grandes golpeando pelotitas, mientras el resto del mundo paga dinero por aplaudir. Pero, teniéndolo todo en cuenta, encuentro que la moda es más tediosa que los deportes.

Other books

Struts & Frets by Jon Skovron
A Love So Deep by Suzetta Perkins
Highland Champion by Hannah Howell
The Prince of Risk by Christopher Reich
Ways to Live Forever by Sally Nicholls
Vienna Secrets by Frank Tallis