¡Pero la lluvia! ¡La constante, interminable lluvia!
Al otro lado del consultorio, Manuel levantó la cabeza:
—Escuche —dijo.
—Créeme, la oigo —repuso Bobbie.
—No.
Escuche.
Y entonces lo oyó. Otro sonido mezclado con la lluvia, un rugido sordo que aumentaba y surgía hasta que se oyó con claridad. El rítmico golpeteo de un helicóptero. Bobbie pensó: «No pueden estar volando con un clima así».
Pero el sonido aumentaba de modo continuo y, entonces, el helicóptero irrumpió volando bajo a través de la niebla del océano y rugió en lo alto, describió un círculo y volvió. Bobbie vio al helicóptero oscilar hacia atrás sobre el agua, cerca de las barcas pesqueras, para después avanzar lentamente de costado hacia el destartalado muelle de madera y, otra vez, volver hacia la playa.
Estaba buscando un sitio para aterrizar.
Era un «Sikorsky» panzudo, con una banda azul en el costado interrumpida por las palabras «InGen Construction». Ése era el nombre de la compañía constructora que estaba erigiendo un nuevo centro de recreo en una de las islas de mar adentro. Se decía que el centro era espectacular y muy complicado; a muchos de los lugareños se les había empleado en la construcción, que estaba en marcha desde hacía más de dos años. Bobbie se lo podía imaginar: una de esas inmensas zonas de recreo norteamericanas, con piscinas y campos de tenis, donde los huéspedes podían jugar y beber su daiquiri sin tener contacto alguno con la verdadera vida del país.
Bobbie se preguntaba qué era tan urgente en esa isla para que el helicóptero volara con ese tiempo. A través del parabrisas vio al piloto lanzar un suspiro de alivio cuando el helicóptero se asentó en la húmeda arena de la playa. Hombres uniformados salieron de un salto y abrieron de golpe la gran puerta lateral. Bobbie oyó gritos frenéticos en español, y Manuel le dio un leve codazo.
Estaban solicitando un médico.
Dos tripulantes negros transportaban un cuerpo laxo hacia Bobbie, mientras un hombre blanco ladraba órdenes. El hombre blanco llevaba un impermeable amarillo; su cabello rojo surgía alrededor del borde de su gorra de jugador de béisbol de los Mets.
—¿Hay un médico aquí? —le vociferó a Bobbie, gritando sobre la lluvia mientras la médica subía a la carrera.
—Soy la doctora Carter —contestó ella.
La lluvia caía en forma de pesadas gotas, que golpeteaban sobre la cabeza y los hombros de la médica. El hombre pelirrojo la miró frunciendo el entrecejo. La joven llevaba vaqueros recortados, un chaleco que dejaba al descubierto su abdomen y tenía un estetoscopio, con la campana de auscultación ya oxidada por el aire salado.
—Ed Regis. Tenemos un hombre muy enfermo, doctora.
—Entonces es mejor que lo lleven a San José. —San José era la capital, a tan sólo veinte minutos de distancia por aire.
—Lo haríamos, pero no podemos pasar sobre las montañas con este clima. Tiene usted que atenderle aquí.
Bobbie trotaba junto al hombre herido; era un chico de no más de dieciocho años. Al levantarle la camisa empapada de sangre, le vio un gran desgarrón cortante a lo largo del hombro y otro en la pierna.
—¿Qué le pasó?
—Accidente de construcción —gritó Ed—. Se cayó. Una de las excavadoras le pasó por encima.
El chico estaba pálido, con escalofríos, inconsciente.
Manuel estaba en pie junto a la puerta verde brillante de la clínica, agitando las manos. Los hombres llevaron el cuerpo al interior y lo colocaron sobre la mesa que había en el centro de la habitación. Manuel inició la colocación de una sonda intravenosa y Bobbie dirigió la lámpara sobre el muchacho, inclinándose para examinar las heridas. De inmediato pudo ver que no tenía buen aspecto. Era casi seguro que moriría.
Una gran laceración se extendía desde el hombro, bajando por el torso. En el borde de la herida, la carne estaba hecha pedazos. En el centro, el hombro estaba dislocado, los pálidos huesos expuestos. Un segundo tajo cortaba profundamente los gruesos músculos del muslo, lo suficientemente hondo como para dejar al descubierto la pulsación de la arteria femoral, que estaba debajo. Parecía que la pierna del muchacho hubiera sido desgarrada.
—Cuéntame cómo fue —pidió Bobbie.
—No lo vi —dijo Ed—. Dicen que la excavadora le arrastró.
—Es como si le hubiera destrozado un animal —comentó Bobbie Carter, sondeando la herida. Como la mayoría de los médicos de las salas de primeros auxilios, Bobbie podía recordar con gran detalle los pacientes que había visto, incluso a los de hacía años. Había visto dos ataques con desgarramiento. Uno correspondía a un niño de dos años, atacado por un perro rottweiler. El otro, a un empleado de circo borracho, víctima de un desafortunado encuentro con un tigre de Bengala. Ambas heridas eran similares. El ataque de un animal tenía un aspecto característico.
—¿Despedazado por un animal? —dijo Ed—. No, no. Fue una excavadora, créame. —Ed se lamía los labios mientras hablaba. Estaba inquieto, comportándose como si hubiera hecho algo malo. Bobbie se preguntaba por qué. Si estaban empleando obreros locales inexpertos para la construcción del centro de recreo debían de tener muchos accidentes.
Manuel preguntó:
—¿Quiere un lavado?
—Sí —contestó Bobbie—. Después de que le hagas un torniquete.
Se inclinó todavía más, sondeando la herida con las yemas de los dedos. Si una excavadora le hubiera pasado por encima, habría tierra profundamente introducida en la herida. Pero no había tierra, sólo una espuma resbaladiza, viscosa. Y la herida tenía un olor extraño, una especie de hedor a podrido, un olor a muerte y putrefacción. Bobbie nunca había olido algo así antes.
—¿Cuánto tiempo hace que ocurrió?
—Una hora.
Una vez más, advirtió la tensión de Ed Regis. Una vez más, se preguntó el por qué. Era un tipo de hombre ansioso, y no tenía la apariencia de ser capataz de construcción; más bien parecía un directivo. Resultaba evidente que estaba fuera de su ambiente.
Bobbie Carter volvió a las heridas. Por alguna razón, no creía estar viendo traumatismos de origen mecánico. Sencillamente no tenían el aspecto correcto, no había contaminación con tierra en el lugar de la lesión; tampoco el componente indicador de lesión por aplastamiento. Los traumatismos mecánicos de cualquier clase —un accidente de automóvil, un accidente laboral— casi siempre presentaban algún componente de aplastamiento. Pero aquí no lo había. En vez de eso, la piel del joven estaba desgarrada —arrancada en jirones— en sentido transversal en el hombro y también en el muslo.
Realmente, parecía el destrozo producido por un animal. Pero, por otro lado, la mayor parte del cuerpo carecía de marcas, lo que era inusitado en el ataque de un animal. Bobbie volvió a examinar la cabeza, los brazos, las manos…
Las manos.
Sintió escalofríos cuando miró las manos del chico: había pequeños cortes en ambas palmas y magulladuras en las muñecas y los antebrazos. Bobbie había trabajado suficiente tiempo en Chicago como para saber lo que significaban.
—Muy bien —dijo—. Espere fuera.
—¿Por qué? —preguntó Ed, alarmado. No le gustaba.
—¿Quiere que ayude, o no? —repuso ella, y le sacó por la puerta empujándole y se la cerró en la cara. Bobbie no sabía lo que pasaba, pero no le gustaba. Manuel vaciló:
—¿Sigo lavando?
—Sí —le contestó Bobbie, y tendió la mano en pos de su pequeña Olympus para toma de instantáneas. Sacó varias de la herida, desplazando la lámpara para obtener una vista mejor. «Realmente parecen mordeduras», pensó. En ese momento, el muchacho lanzó un quejido, y Bobbie puso la cámara a un lado y se inclinó hacia él. Los labios del herido se movían, la lengua estaba seca:
—
Raptor
—dijo—.
Lo sa raptor…
Ante esas palabras, Manuel quedó paralizado y dio un paso atrás, espantado.
—¿Qué significa lo que ha dicho? —preguntó Bobbie.
Manuel negó con la cabeza:
—No lo sé, doctora.
Lo sa raptor
… no es español.
—¿No? —A ella le parecía español—. Entonces, por favor, sigue lavándole.
—No, doctora. —Manuel frunció la nariz—. Mal olor. —Y se santiguó.
Bobbie volvió a mirar la espuma viscosa que, como una veta, se extendía sobre la herida. La tocó, frotándola entre los dedos. Casi parecía saliva…
Los labios del muchacho se movieron:
—Raptor —susurró.
Con tono asustado, Manuel dijo:
—Le mordió.
—¿Qué le mordió?
—Raptor.
—¿Qué es un raptor?
—Significa
jupia
.
Bobbie frunció el entrecejo. Los costarricenses no eran muy supersticiosos, pero ella había oído ya antes que en la aldea se hablaba de las jupias. Se decía que eran espectros nocturnos, vampiros sin cara que secuestraban niños pequeños. Según la creencia, las jupias antaño habían vivido en las montañas de Costa Rica, pero ahora habitaban las islas de mar adentro.
Manuel retrocedía, murmurando y santiguándose:
—Este olor no es normal —decía—. Es la jupia.
Bobbie estaba a punto de ordenarle que regresara al trabajo, cuando el joven herido abrió los ojos y se sentó, con la espalda enhiesta, sobre la mesa. Manuel lanzó un alarido de terror. El muchacho herido gimió y volvió la cabeza, mirando a derecha e izquierda con ojos desorbitados y, en ese momento, vomitó sangre en forma explosiva. Inmediatamente empezó a convulsionarse; su cuerpo vibraba y Bobbie tendió las manos para agarrarle, pero el enfermo, debido a las convulsiones, cayó de la mesa al suelo de hormigón. Volvió a vomitar. Había sangre por todas partes. Ed abrió la puerta, diciendo:
—¿Qué demonios está pasando? —Y, cuando vio la sangre, giró sobre sus talones, con la mano en la boca. Bobbie trataba de coger un palo para introducirlo en las mandíbulas apretadas del muchacho, pero, mientras lo hacía, sabía que no había esperanza, y, con una última sacudida espasmódica, el muchacho se relajó y quedó inmóvil.
Bobbie se inclinó para practicarle la respiración boca a boca, pero Manuel la aferró por el hombro con furia, tirándola hacia atrás:
—No —dijo—. La jupia se va a meter en usted.
—Manuel, por el amor de Dios…
—¡No! —La miraba fijamente, con intensidad—. No. Usted no entiende estas cosas.
Bobbie miró el cuerpo caído en el suelo y se dio cuenta de que no importaba, de que no había posibilidad de resucitarlo. Manuel llamó a los hombres, que entraron en la habitación y se llevaron el cuerpo. Apareció Ed, secándose la boca con el dorso de la mano, diciendo entre dientes:
—Estoy seguro de que hizo usted todo lo que pudo. —Y, después, Bobbie observó cómo los hombres se llevaban el cuerpo, de vuelta al helicóptero, y cómo la máquina partía atronadoramente hacia el cielo.
—Es mejor —dijo Manuel.
Bobbie estaba pensando en las manos del muchacho, cubiertas de cortes y magulladuras, siguiendo el patrón característico de las lesiones defensivas. Estaba completamente segura de que su muerte no se debía a un accidente de construcción; había sido atacado y alzó las manos para protegerse de su atacante.
—¿Dónde está esa isla de la que vinieron? —preguntó.
—En el océano. Quizás a ciento ochenta o doscientos kilómetros mar adentro.
—Bastante lejos para un centro de recreo —comentó Bobbie.
Manuel observaba el helicóptero:
—Espero que no vuelvan jamás.
«Bueno —pensó Bobbie—, por lo menos pude tomar fotos».
Pero, cuando miró hacia la mesa, vio que su cámara había desaparecido.
La lluvia paró finalmente avanzada la noche. Sola en su dormitorio detrás de la clínica, Bobbie hojeaba su gastado diccionario español de tapa blanda. El muchacho había dicho «raptor» y, a pesar de las protestas de Manuel, Bobbie sospechaba que era una palabra en español. En efecto, la encontró en su diccionario: significaba «violador» o «secuestrador».
Eso le dio una pauta; el sentido de la palabra estaba sospechosamente próximo al significado de la palabra jupia. Por supuesto, Bobbie no creía en la superstición. Y ningún fantasma había cortado esas manos. ¿Qué era lo que el muchacho había intentado decir?
Provenientes de la habitación contigua, oyó quejidos. Una de las mujeres de la aldea estaba en la primera etapa del esfuerzo del parto y Elena Morales, la partera local, la estaba atendiendo. Bobbie entró en la sala de la clínica y le hizo un gesto para que saliera un momento:
—Elena…
—¿Sí, doctora?
—¿Sabes lo que es un raptor?
Elena tenía el cabello cano y sesenta años de edad, era una mujer fuerte que daba la impresión de ser práctica, de no perder el tiempo con tonterías. En la noche, bajo las estrellas, frunció el entrecejo y preguntó:
—¿Raptor?
—Sí. ¿Conoces esta palabra?
—Sí. —Elena asintió con la cabeza—. Significa… persona que viene durante la noche y se lleva a un niño.
—¿Secuestrador de niños?
—Sí.
—¿Una jupia?
Todo su porte se alteró:
—No pronuncie esa palabra, doctora.
—¿Por qué no?
—No hable de jupia ahora —insistió Elena con firmeza, señalando con la cabeza en dirección a los quejidos de la parturienta—. No es aconsejable pronunciar esa palabra ahora.
—¿Pero un raptor muerde y corta a sus víctimas?
—¿Morder y cortar? —preguntó Elena, perpleja—. No, doctora, nada de eso. Un raptor es un hombre que se lleva un bebé recién nacido. —Parecía irritada por la conversación; impaciente por ponerle fin. Empezó a volver a la clínica—. La llamaré cuando la mujer esté lista, doctora. Creo que una hora más, quizá dos.
Bobbie miró las estrellas y escuchó el pacífico sonido de las olas lamiendo la playa. En la oscuridad vio la sombra de las barcas pesqueras ancladas mar adentro. Toda la escena era tranquila, tan normal, que se sintió como una tonta por estar hablando de vampiros y bebés secuestrados.
Volvió a su habitación recordando, una vez más, que Manuel había insistido en que no era una palabra en español. Por simple curiosidad, miró en su pequeño diccionario de inglés y, para su sorpresa, también encontró ahí la palabra:
raptor/n (deriv. del 1.
raptor
, saqueador, fr.
raptus
): ave de rapiña.