Parque Jurásico (7 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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Morris buscó en su maletín:

—El motivo por el que le menciono esto es —prosiguió— porque, de acuerdo con los registros, a usted le pagaron honorarios como consultores en relación con esa isla.

—¿Me pagaron? —preguntó Grant.

Morris le entregó una hoja de papel. Era una fotocopia de un cheque librado, en marzo de 1984, por «InGen Inc.», Farallon Road, Palo alto, California. Estaba extendido a la orden de Alan Grant, por un monto de doce mil dólares. En la esquina inferior del cheque había una inscripción:
SERVICIOS DE CONSULTOR/COSTA RICA/HIPERESPACIO CRÍAS
.

—Pues claro —asintió Grant—, ya lo recuerdo. Era más misterioso que el demonio, pero lo recuerdo. Y no tenía nada que ver con una isla.

Alan Grant encontró la primera nidada de huevos de dinosaurio en 1979, y muchos más en los dos años posteriores, pero no tuvo tiempo para publicar sus hallazgos hasta 1983. Su trabajo, en el que se informaba sobre una manada de diez mil dinosaurios con hocicos de pico de pato, que vivían a lo largo de la ribera de un vasto mar interior, que construían en el barro nidos comunales para los huevos, que criaban a los dinosaurios bebés en la manada, fue lo que hizo de Grant una celebridad de la noche a la mañana. La noción de la existencia de instintos maternales en dinosaurios gigantescos —y los dibujos de encantadoras crías recién nacidas asomando el hocico fuera de los huevos— resultaron atractivos en todo el mundo. Grant se veía acosado con solicitudes de entrevistas, conferencias, libros. Como era característico en él, las rechazó todas ya que lo único que quería era continuar sus excavaciones. Pero fue durante esos frenéticos días de mediados de la década de 1980 cuando se le acercó la compañía «InGen», haciéndole una propuesta para que les prestara servicios como consultor.

—¿Había oído hablar antes de «InGen»? —preguntó Morris.

—No.

—¿Cómo se pusieron en contacto con usted?

—Llamada telefónica. Fue un hombre llamado Gennaro o Gennino, algo así.

Morris asintió con la cabeza:

—Daniel Gennaro —dijo—. Es el asesor jurídico de «InGen».

—Como sea. Quería saber cosas respecto de los hábitos alimentarios de los dinosaurios. Y me ofreció honorarios para que empezara a redactar un trabajo.

—¿Por qué usted?

Grant bebió su cerveza, puso la lata en el suelo.

—Gennaro estaba particularmente interesado por los dinosaurios jóvenes. Recién nacidos y crías ya capaces de valerse por sí mismas. Qué comían. Supongo que pensaba que yo sabría algo de eso.

—¿Y lo sabía?

—No, en realidad, no. Se lo dije. Habíamos encontrado montones de material esquelético, mas teníamos muy pocos datos sobre la dieta. Pero Gennaro dijo que sabía que no lo habíamos publicado todo, y quería lo que fuera que tuviésemos. Y me ofreció honorarios muy altos, cincuenta mil dólares.

Morris extrajo un grabador de cinta y lo puso sobre la mesa auxiliar:

—¿Le molesta?

—No, adelante.

—Así que Gennaro le telefoneó en 1984. ¿Qué pasó entonces?

—Bueno; aquí ve usted nuestra operación. Cincuenta mil nos permitirían realizar excavaciones dos veranos completos. Le dije que haría lo que pudiera.

—Así que acordó prepararle un trabajo.

—Sí.

—¿Sobre los hábitos alimentarios de los dinosaurios jóvenes?

—Sí.

—¿Se encontró con Gennaro?

—No. Sólo hablamos por teléfono.

—¿Dijo Gennaro por qué quería esta información?

—Sí —contestó Grant—. Estaba planeando un museo para niños y quería presentar, de manera destacada, dinosaurios bebés. Dijo que estaba contratando a varios consultores académicos, y dijo quiénes eran; había paleontólogos como yo, un matemático de Texas llamado Ian Malcolm, y un par de ecólogos. Un analista de sistemas. Buen grupo.

Morris asintió con la cabeza, tomando notas:

—¿Así que usted aceptó el cargo de consultor?

—Sí. Acordé enviarle un resumen de nuestro trabajo, lo que sabíamos sobre los hábitos de los hadrosaurios de pico de pato que habíamos encontrado.

—¿Qué clase de información envió? —preguntó Morris.

—Todo; pautas de conducta de anidamiento, extensión del territorio, conducta alimentaria, conducta social. Todo.

—¿Y cómo respondió Gennaro?

—Siguió llamando una y otra vez. A veces en mitad de la noche. ¿Comerían esto los dinosaurios? ¿Comerían aquello? ¿La exposición debería incluir esto? Nunca pude entender por qué estaba tan excitado. Quiero decir que yo también creo que los dinosaurios son importantes, pero no tan importantes. Han estado muertos durante sesenta y cinco millones de años; cabría pensar que las llamadas de ese hombre bien podrían haber esperado hasta la mañana.

—Entiendo —dijo Morris—. ¿Y los cincuenta mil dólares?

Grant negó con la cabeza:

—Me cansé de Gennaro y le puse fin a todo ese asunto. Lo arreglamos en doce mil. Eso debe de haber sido como a mediados de 1985.

Morris hizo una anotación:

—¿E «InGen»? ¿Algún otro contacto con ellos?

—No desde 1985.

—¿Y cuándo empezó la Fundación Hammond a financiar sus investigaciones?

—Tendría que mirarlo. Pero fue alrededor de ese momento. Mediada la década de 1980.

—Y usted conoce a Hammond como un rico entusiasta de los dinosaurios.

—Sí

Morris hizo otra anotación.

—Mire —dijo Grant—. Si al EPA le preocupa tanto John Hammond y lo que está haciendo, los emplazamientos para excavación de dinosaurios en el Norte, las adquisiciones de ámbar, la isla en Costa Rica, ¿por qué no van, simplemente, y le preguntan al respecto?

—Por el momento no podemos.

—¿Por qué no?

—Porque no tenemos prueba alguna de que se estén cometiendo actos ilícitos. Pero, personalmente, creo que resulta indiscutible que John Hammond está intentando eludir la ley.

—Quien primero estableció contacto conmigo —explicó Morris— fue la Oficina de Transferencia de tecnología. La OTT vigila los embarques de tecnología norteamericana que pudieran tener importancia militar. Me llamó para decir que la «InGen» presentaba dos sectores en los que habría una posible transferencia ilegal de tecnología. Primero, «InGen» había despachado tres «Cray XMP» a Costa Rica. InGen había definido ese envío como transferencia entre divisiones de la propia compañía, y dijo que esas máquinas no iban a la reventa. Pero la OTT no podía imaginar para qué demonios necesitaría alguien esa potencia en Costa Rica.

—Tres «Cray». ¿Es un tipo de ordenador?

Morris asintió con la cabeza:

—Superordenadores muy poderosos. Para darle una idea, tres «Cray» representan más potencia para el procesamiento electrónico de datos que la que pueda tener cualquier otra compañía privada norteamericana. E «InGen» envió las máquinas a Costa Rica. Cabe preguntarse por qué.

—Me rindo. ¿Por qué? —dijo Grant.

—Nadie lo sabe. Y los «Hood» son todavía más preocupantes —prosiguió Morris—. Los «Hood» son secuenciadores automatizados de genes, máquinas que resuelven por sí solas la secuencia del código genético del ADN. Son tan nuevos que todavía no figuran en las listas de equipos restringidos. Pero es probable que cualquier laboratorio de ingeniería genética cuente con uno de esos secuenciadores, si es que puede pagar el medio millón de dólares que cuesta ese equipo. —Con un rápido movimiento del índice, Morris pasó las hojas de sus anotaciones—. Bueno, parece que «InGen» envió veinticuatro secuenciadores «Hood» a su isla de Costa Rica. Una vez más dijeron que era una transferencia interdivisiones, y no una exportación —dijo Morris—. No hubo mucho que la OTT pudiese hacer. Oficialmente, a ellos no les interesa el uso. Pero resultaba obvio que la «InGen» estaba montando una de las instalaciones de ingeniería genética más poderosas del mundo en un oscuro país de América Central. Un país sin reglamentaciones. Esa clase de cosas ya ocurrió antes.

Ya se habían dado casos de compañías norteamericanas, dedicadas a la bioingeniería, que se mudaban a otro país para no verse obstaculizadas por reglamentos y disposiciones jurídicas. El caso más descarado, explicó Morris, fue el de la rabia Biosyn.

En 1986, la «Genetic Biosyn Corporation», de Cupertino, ensayó una vacuna contra la rabia, vacuna elaborada por bioingeniería en una granja de Chile. La empresa no había informado al Estado chileno ni a los trabajadores de la granja que tomaron parte en el ensayo, sencillamente lanzaron la vacuna.

La vacuna consistía en un virus activo de la rabia, genéticamente modificado para que no fuese virulento. Pero no se habían hecho pruebas para comprobar la falta de virulencia. «Biosyn» no sabía si el virus todavía podía seguir ocasionando la rabia, o no podía hacerlo ya. Peor aún, el virus se había modificado. Por lo común, la rabia no se puede contraer a menos que a uno le haya mordido un animal enfermo. Pero «Biosyn» había modificado el virus de la rabia de manera que pudiera cruzar los alvéolos pulmonares: la infección se podía contraer sólo con inhalarlo. El personal de «Biosyn» había llevado el virus vivo de la rabia a Chile, en un vuelo comercial y dentro de un bolso de mano. Morris se preguntaba a menudo qué habría ocurrido si la cápsula se hubiera roto durante el vuelo; todos los que se hallaban a bordo del avión hubiesen podido contraer la rabia.

Era atroz. Demostraba irresponsabilidad. Era negligencia penalmente punible… Pero ninguna acción se entabló contra «Biosyn». Los granjeros chilenos, que, inadvertidamente, habían arriesgado la vida, eran campesinos ignorantes, el Gobierno de Chile tenía una crisis económica de la que preocuparse; y las autoridades norteamericanas estaban fuera de jurisdicción. Así que Lewis Dodgson, el genetista responsable del ensayo, todavía estaba trabajando en «Biosyn». «Biosyn» seguía siendo tan imprudente como siempre. Y otras compañías norteamericanas se estaban apresurando a montar instalaciones en países que no tenían profundos conocimientos de ingeniería genética; países que consideraban la ingeniería genética como si fuera cualquier otro progreso de alta tecnología y, por eso, le daban la bienvenida a su tierra, sin darse cuenta de los peligros que entrañaba.

—Así que por eso iniciamos nuestra investigación sobre «InGen» —dijo Morris—. Hace unas tres semanas.

—¿Y qué es lo que encontraron en realidad? —preguntó Grant.

—No mucho —admitió Morris—. Cuando yo vuelva a San Francisco, probablemente tendremos que cerrar la investigación. Y creo que ya he terminado. —Empezó a devolver sus cosas al maletín—. A propósito, ¿qué quiere decir «hiperespacio para crías»?

—No es más que un rótulo extravagante para mi informe: «Hiperespacio» es un término para denominar un espacio multidimensional, como un ta-te-ti tridimensional. Si se tomaran en cuenta todas las pautas de conducta de un animal, su alimentación, su desplazamiento y su sueño, se podría representar el animal dentro del espacio multidimensional. Algunos paleontólogos hacen referencia a la conducta de un animal diciendo que tiene lugar en un hiperespacio ecológico. «Hiperespacio para crías» se referiría, sencillamente, a la conducta de los dinosaurios jóvenes… si uno quisiera ser lo más presuntuoso posible.

En el otro lado de la casa rodante, el teléfono sonó. Ellie lo cogió y respondió:

—En este preciso momento está en una reunión. ¿La puede llamar él?

Con un sonido seco, Morris cerró su maletín y se puso en pie.

—Gracias por su ayuda y la cerveza —dijo.

—No tiene importancia —repuso Grant.

Grant caminó con Morris por la casa rodante hasta la puerta situada en el extremo opuesto. Morris dijo:

—¿Alguna vez Hammond le pidió material físico de su excavación? ¿Huesos, o huevos, o cosas como ésas?

—No. ¿Por qué?

—¿Sufrió algún robo aquí?

—¿Robos aquí? —dijo Grant, señalando el paisaje con un ademán.

—Creo que no —dijo Morris, sonriendo—. La doctora Sattler dijo que ustedes hacen algo de investigación genética aquí…

—Bueno, no es así exactamente. Cuando descartamos los fósiles que están rotos o que, por alguna otra razón, no son aptos para su conservación en un museo, enviamos los huesos a un laboratorio, que los muele y trata de extraer proteínas para nosotros. Después, se identifican las proteínas y el informe se nos envía de vuelta.

—¿Qué laboratorio es ése?

—«Servicios Médicos Biológicos», en Salt Lake.

—¿Cómo lo eligieron?

—Por licitación.

—¿No tiene que ver con «InGen»? —preguntó Morris.

—No, que yo sepa —dijo Grant.

Llegaron hasta la puerta de la casa rodante. Grant la abrió y sintió la acometida del aire caliente proveniente del exterior. Morris se detuvo para ponerse sus gafas para sol.

—Una última cosa —dijo—. Supongamos que «InGen» no estuviera realmente preparando una exposición de museo, ¿hay algo más que podría haber hecho con la información que contenía el informe que usted les dio?

Grant rió:

—Claro que sí. Podría haber alimentado a un hadrosaurio bebé.

Morris rió también:

—Un bebé hadrosaurio. Eso sería interesante. ¿Qué tamaño tenían?

—Algo así —dijo Grant, separando las manos unos quince centímetros—. Como una ardilla.

—¿Y cuánto tiempo pasa hasta que adquiere el tamaño adulto?

—Tres años —dijo Grant—. Año más, año menos.

Morris le tendió la mano:

—Bueno, gracias por su ayuda.

—Conduzca de regreso con calma —aconsejó Grant. Observó unos momentos, mientras Morris caminaba de vuelta a su auto, y después cerró la puerta de la casa rodante.

Una vez dentro preguntó:

—¿Qué te parece?

Ellie se encogió de hombros y dijo:

—Ingenuo.

—¿Te gusta la parte en la que John Hammond es el maligno archivillano? —Grant rió—. John Hammond es casi tan siniestro como Walt Disney. A propósito, ¿quién llamó?

—Ah, era una mujer llamada Alice Levin. Trabaja en el Centro Médico de Columbia. ¿La conoces?

—No.

—Bueno, era algo relativo a la identificación de unos restos. Quiere que la llames de inmediato.

Esqueleto

Ellie Sattler se apartó una hebra de cabello rubio de la cara y dirigió su atención a los baños de ácido. Tenía seis en hilera, con concentraciones molares de cinco al treinta por ciento. Ellie tenía que mantener su atención en las soluciones más fuertes, porque corroerían la caliza y empezarían a desgastar los huesos. ¡Y los huesos de dinosaurio joven eran tan frágiles! Se maravillaba que hubieran logrado conservarse, después de ochenta millones de años.

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