Decir, ahora, que el movimiento estudiantil del 68 representa el parteaguas de la historia reciente de México es una perogrullada, y sin embargo así es, fundamentalmente por los sucesos del 2 de octubre, en que se dio fin a las demandas de justicia de los estudiantes. A partir de ese día, México fue otro país. Otro, porque se cerraron los conductos de libertad; otro, porque se perpetuó un sistema político que todavía nos asfixia; otro, porque la sociedad quedó herida, lacerada, con el asesinato de su juventud; otro, porque nunca pudimos saber la verdad, el origen de las decisiones del gobierno, y tuvimos que conformarnos con declaraciones vanas que, mientras llorábamos a los muertos, hablaban de salvaguardar a las instituciones. El presente libro subsana esta carencia y por primera vez, a través de los documentos del general Marcelino García Barragán, podemos comprender lo que en realidad sucedió.
En sentido estricto, Parte de Guerra es un libro colectivo. En la primera sección, Julio Scherer García relata la forma en que le fueron entregados los documentos del general García Barragán, clave y llave para comprender lo que sucedió durante aquellos meses aciagos del segundo semestre de 1968. De la misma manera, Scherer traza un retrato de las principales autoridades de entonces y del juego que tuvieron durante el Movimiento, y aun en los meses y años que siguieron, cuando se nos disfrazó la verdad. A continuación se reproducen en facsímil los partes emitidos por el general brigadier José Hernández Toledo, donde se da cuenta de las misiones cumplidas de julio a octubre de 1968 por el Batallón de Fusileros Paracaidistas, y los documentos de García Barragán transcritos tal y como le fueron entregados a Julio Scherer, pues en este caso hemos optado, para su mejor lectura, por evitar la reproducción facsimilar; cada una de las páginas originales ostenta la firma del general, la misma que aparece en la primera página de esta segunda sección. Estas dos series de documentos harán patente para el lector la visión bélica que el gobierno de la República tuvo, desde el principio, de un conflicto que debió ser solamente estudiantil. Finalmente, en su texto
El 68: Las ceremonias del agravio y la memoria
, Carlos Monsiváis ofrece una crónica definitiva del transcurso del movimiento y reexamina, a la vista de las pruebas suministradas por los documentos de García Barragán, lo que fueron aquellos hechos: nuestra historia.
Este es, repetimos, un libro colectivo, y el lector puede optar por su propio orden de lectura, según su arbitrio, experiencia, intereses y buen entender. De una cosa estamos seguros: la memoria de tan funesta desgracia cuenta hoy con la verdad. El 2 de octubre no es menos ignominioso hoy que antes, pero al menos ahora podemos conocer la verdad, sabemos la verdadera responsabilidad de los protagonistas y, sabiéndolo, podemos aspirar a una lectura mejor de nuestra historia, a una lectura que, ojalá, nos dé un mejor presente y el futuro democrático que exigían los estudiantes que marcharon por las calles de la Ciudad de México hace poco más de treinta años.
Julio Scherer García y Carlos Monsiváis
Parte de Guerra
Tlatelolco 1968
ePUB v1.2
Kukulkan20.06.12
Título original:
Parte de Guerra
Julio Schrerer y Carlos Monsiváis, Julio de 1999.
Editor original: Kukulkan (v1.0)
ePub base v2.0
Julio Scherer García
Protegida a sus lados por una doble fila de ahuehuetes, una avenida larga desembocaba en el jardín de la casa marcada con el número 435 de la calle Risco, en el Pedregal de San Ángel. Al centro de una mesa sostenida por cuatro cabezas de caballo talladas en roca, Javier García Paniagua recibía a sus amigos.
Cáustico en sus juicios, áspero en su lenguaje, obeso hasta la patología, transitaba en los extremos. Aborrecía y amaba con parecida intensidad. Hasta él llegaban sugerencias para que visitara al Presidente Ernesto Zedillo, que algo tendría que decir y algo que escuchar en el gastado santuario de Los Pinos. «¿Para qué?», respondía García Paniagua. Opinaba que Zedillo gobernaba con cautela, flojas las manos en el timón. De pupila breve, no miraba más mundo que el mundo inmediato.
Salvo momentos en los que mantuvo la esperanza de un buen futuro para el país, y así lo dijo públicamente, los hombres en el poder lo habían llevado al desengaño.
De Carlos Salinas de Gortari expresaba que era una inteligencia dañina: de cuerpo menudo y ambición desmedida, nació y creció para él mismo, y en él mismo se agotaba. De Miguel de la Madrid, decía: «Una que otra vez inspira sentimientos». Agregaba: «Cera sin pabilo». Y a José López Portillo prefería eludirlo. Era ocasional que pronunciara su nombre y no evocaba episodio alguno a su lado, cercanos como fueron. «Culto, carismático», resumía. «Lástima». Luis Echeverría concentraba la malquerencia de García Paniagua. Pensaba que no tuvo más fidelidad que la debida a su propia persona. Así, traicionó a todos. La solidaridad es asunto de hombres y esa solidaridad no la conoció Echeverría. Responsable por omisión o por comisión de los sucesos del 2 de octubre de 1968, como Secretario de Gobernación evadió el compromiso, ocultó la cara. Le estorbaba Díaz Ordaz. Quería la Presidencia. Vio a su jefe envuelto en la tragedia y siguió de largo.
El tono de la voz le cambiaba a García Paniagua cuando hablaba de su padre, Marcelino García Barragán. «El Tigre», le decía. O "el general», lo recordaba.
Lejana la época en que, activo desde las cuatro de la mañana, levantaba pesas y cabalgaba en las instalaciones del campo militar, García Paniagua dejaba que su ánimo vagara en el monólogo íntimo.
Mi moral es la de un soldado
, decía.
Así fui educado. Respeto a las instituciones y lealtad al superior. No sé más. Pero con esos materiales se construye un hombre acreedor a la confianza. Me alejé de la política, porque me aparté de los personajes que la procuran para su provecho. Veo lo que a nadie se le oculta: rapiña o engaño, rapiña y engaño. La banda presidencial es ya sólo una seda hermosa
.
Visitaba su rancho, en Sayula, Jalisco y regresaba a la ciudad de México. El círculo de sus amigos se estrechaba y García Paniagua se entregaba a la lectura. Fue haciéndose un solitario.
Transcurrían semanas, meses y aun periodos más largos sin noticia de su existencia. Le escribí un día de septiembre de 1995:
«Don Javier: Después de años sin verlo, confirmo arraigados sentimientos: nada puede el tiempo frente a la amistad.»
Reaparecía de pronto y conversábamos. Almorzaba huevos revueltos sin la yema, «para no engordar». Se reía. «Vea que me cuido, usted que me quiere.» Era afectuoso en extremo. Ya he contado que un tiempo se mantuvo atento a mi vida, amenazada, y extendió su preocupación a mi esposa y a mis hijos.
El día que operaron a Susana, avistado el cáncer, llamó insistente al Hospital Español.
Una de las primeras visitas fue la suya.
—Paisano —le decía Susana—, mi piel es frágil, apenas papel de china. Un viento fresco le hace el efecto de un vendaval.
Sentada en ángulo recto, aprisionada en un collarín, le confiaba que ya sentía las llagas en el cuello.
—Sonría, paisana, no hay de otra.
Veinticuatro horas más tarde, don Javier le hizo llegar collarines de seda, de algodón, de lino, de algodón y lino, de lino y seda, de varillas de vidrio, de varillas impalpables, de varillas como terciopelo al tacto. Una nota explicaba:
«Paisana: no hay más collarines en el mundo.»
Era conocida la admiración de García Paniagua por García Barragán, su adhesión apasionada. Poco se sabía, en cambio, de la manera como fueron haciéndose los sentimientos del padre hacia el hijo.
—Me cuentan que el general tuvo debilidad por usted, don Javier.
—Le cuentan bien.
—¿Diría usted que fue el hijo predilecto?
—No hay hijos predilectos.
—¿Entonces?
—Hay simpatías, afinidades, pasiones que se encuentran en el mismo cauce. Fui cadete del Colegio Militar y una madrugada, a ga lope tendido, mi caballo tropezó y un tiempo quedé baldado. Por esa época me enamoré de unos ojos profundos y me casé. Caminé mis propios caminos y mi camino siempre encontró al general.
—¿Su padre lo distinguió?
—Me educó a su modo.
Evoqué a donMarcelino, de la tierra oscura de El Aguacate, un poblado del municipio jalisciense de Cuautitlán que ni a poblado llegaba. Sobrados los dedos de una mano para contar sus años, la criatura mojaba la tierra y brincoteaba sobre ella. Hacía el lodo ne gro, la argamasa de la que saldrían los ladrillos grises que su padre vendería por el rumbo miserable. Bajo un sol redondo o el frío del invierno, sufría sin saber que sufría. El tiempo lo hizo hombre, de granito. Desdeñó el dolor.
Clavado por agujas en las venas de los pies y de las manos, cruzado por tubos y sondas, rodeado por aparatos, devorado por el cáncer, moriría limpio y fresco. En un cuarto ordinario del Hospital Militar, fatigosamente en vilo, dos coroneles lo llevaban al baño y lo ayudaban a asearse.
—Dame un abrazo —me dijo quedo una mañana, extendidos los brazos sobre la sábana impecable, dolorosas sus uñas de nácar. Me incliné sobre su piel y sus huesos, levemente le acaricié los hombros estrechos, de niño.
Expiró poco después, en Guadalajara.
—Me decía, don Javier, que el general lo educó a su modo.
—Algunas veces me colgaba de la rama de un árbol, boca abajo. Buscaba mi cara. Yo lloraba, pero él no lo advertía. El sudor arrastraba todo.
—¿Y otras veces?
—Yo temblaba, mis ojos en el machete que empuñaba.
—Quédate quieto —me decía mi padre.
Sentía fuego, asentado el machete sobre las nalgas. Un golpe sesgado podría desprenderme la carne. Yo cerraba los ojos y apretaba los labios. Imaginaba la muerte sin saber que la muerte existía. Una vez falló apenas «El Tigre» y el golpe cayó de lado. Sangré mucho. Lloraba, rebeldes las lágrimas a mi voluntad. Pero no me quejé ni emití una protesta.
—Ve con tu madre —me dijo. Lo miré con amor.
García Paniagua se pierde en la memoria de «El Tigre».
Soldado de la Revolución en sesenta y siete combates, olvidó sus méritos, su grado de capitán y se incorporó al Colegio Militar. Reconocido como el primer cadete de su generación, fue premiado en Palacio: estaría a su cuidado la puerta de acceso al Presidente de la República, general Plutarco Elías Calles.
Un día corrió la voz: llegaba a Palacio el general Álvaro Obregón. Sus hazañas alcanzaban la leyenda y su personalidad desbordaba los corridos. Acerca de Obregón se contaban verdades y mentiras, ciertas las verdades y las mentiras. Es la aureola del hombre extraordinario. Es como es, pero es, sobre todo, como la gente quiere que sea.
No tocó García Barragán la manija de la puerta para abrir paso al mito y Obregón ya estaba cara a cara con Calles. Por una vez en su vida, el cadete quebró la disciplina y mantuvo entreabierta la puerta máxima.
Súbito, Calles se puso de pie y se cuadró. Era una estampa, la del inferior frente al superior inapelable, el soldado ante su bandera dispuesto al destino que fuera.
Seco, una máscara, el jefe de la nación rindió parte:
—Sin novedad, mi general.