—¿Está rico este ron?, ¿verdad? —preguntó el Flaco y sonrió.
—Ya estás hablando la misma mierda que todos los borrachos.
—¿Pero qué dije yo?
—Nada, que si está bueno este ron y esas boberías. Claro que está bueno, salvaje.
—¿Y eso es cosa de borrachos? Ahorita no se puede hablar en esta casa…
Protestó y volvió a beber, como si necesitara aclararse la garganta. Mario lo miró, lo vio tan gordo y tan distinto, no sabía cuánto tiempo más podría contar con el Flaco, y los residuos de todas sus nostalgias y fracasos le empezaron a subir a la mente, mientras trataba de imaginarse a Carlos de pie, flaco y caminando, y su cerebro se negaba a remitir aquella imagen amable. Entonces no pudo más:
—¿Qué tiempo hace que no te pasa algo que te dé vergüenza, Flaco, pero vergüenza de verdad?
—Oye, tú —sonrió el Flaco y observó su trago a trasluz—, así que el curda soy yo, ¿no? Y los que empiezan a preguntar esas cosas, ¿qué son, cosmonautas?
—Chico, en serio, en serio.
—No sé bestia, yo no ando apuntando eso. Vivir así —y señaló sus piernas pero sonrió—, vivir así ya es una vergüenza, pero qué tú quieres que le haga.
El Conde lo observó y asintió, claro que era una vergüenza, pero ya sabía cómo mejorar las cosas.
—¿De qué te avergüenzas tú más en la vida?
—Oye, ¿qué tú quieres? A ver, ¿de cuáles te avergüenzas tú?
—Ah, yo… Deja ver. De cuando estaba tratando de aprender a manejar y entré en una gasolinera y corté mal y tumbé un tanque de cincuenta y cinco galones. Los jodedores que había allí me aplaudieron y todo.
—¿De esa mierda?
—Pues cada vez que me acuerdo me da una pena del carajo… No sé por qué. Igual me pasa cuando me acuerdo del día que Eduardo el Loco le dio el botazo al director del campamento y tuve miedo de cagarme en la madre de Rafael.
—Sí, sí, me acuerdo de eso… Mira, a mí me mata cada vez que una enfermera me la tiene que coger para que mee en el pato.
—Y a mí el día que me agaché en la universidad y se me rompió el pantalón y tenía un calzoncillo con dos boquetes así…
—Y yo, y yo, aquel día que íbamos a comer a Pinar del Río, Ernestico, tú y yo, cuando estábamos recogiendo tabaco, y digo, bueno, me voy a poner mi calzoncillo limpio que uno no sabe si se le puede pegar una guajirita y resulta que lo había guardado en la maleta con el culo sucio.
—¿Y todavía eso te da pena? Coño, mira, a mí me jode muchísimo cuando me acuerdo de aquella asamblea en segundo año de la carrera, que querían botar a uno del aula porque otro lo acusó de ser maricón, y yo no me paré a defenderlo porque tenía miedo que me sacaran lo de la venezolana que andaba conmigo cuando aquello, te acuerdas, Marieta, poco culo y mucha teta.
—Oye, sí, dame más… Muchacho, un día vino a inyectarme una enfermera del policlínico, ya era tardísimo, y yo no la sentí venir y me agarró con el rabo a mil con aquella revista que me prestó el Peyi.
—Ésa es terrible —y para completar los tragos tienen que acudir a la otra botella—. Igual que el día que me fui a agarrar del tubo de la guagua y el chófer metió un frenazo y le agarré la teta a aquella mujer y me dio tremendo bateo, de hijoeputa palante, y la gente gritándome, jamonero, jamonero…
—Coño, tú, aquel día en la universidad que por el Comité de Base me designaron a mí y a otra muchacha para convencer a la gente de que no vinieran tan peludos a la escuela, yo haciendo eso, total, no había ningún reglamento que dijera eso ni nada. Qué mierda, para las cosas que uno se presta.
—Espérate, espérate, tengo una peor todavía, salvaje, el día que hablé así con cantaíto y esa vaina, señor, para que se creyeran que yo era venezolano y poder entrar en el hotel Capri con Marieta. Increíble, se me cae la cara de vergüenza…
—Oye, yo no quisiera ni tener que acordarme del día, sí, echa más ron, el día que el negro Sansón me robó la lata de leche condensada en el campo y yo sabía que había sido él, y me hice el loco porque si no tenía que fajarme con él.
—Qué mierda, qué mierda, todo es una mierda… Y lo que me pasó a mí hoy, no, Flaco, me muero de vergüenza, me muero de ron, me muero —y cerró los ojos para preservar los restos maltrechos de su lucidez y no morirse otra vez de vergüenza y confesar, Flaco, que Tamara me invitó a templar, porque, claro, tenía que salir de ella, porque yo me cagaba de miedo, y subimos y sí, tiene las tetas que nos imaginamos, y cuando nos acostamos, nada, nada de nada, y después cogió un impulsito y me vine así, asere, casi sin empezar y ella diciéndome, no importa, eso es así, no importa—. ¿Cojones, Flaco, a uno no le pasan cosas como para suicidarse de vergüenza? Dame acá la botella de ron, anda, Flaco, anda.
Cada mañana parecía la alborada escogida por el Armagedón. El fin del mundo se iba a anunciar con el sonido apocalíptico y agudo de aquella campana que le entraba a uno por los oídos, y hasta el Conejo se tenía que despertar. El director del campamento gozaba dando campanazos por todo el albergue, y de contra gritaba De pie, arriba, de pieeeee, y aunque estuviéramos de pie o parados de cabeza en una sola mano, él seguía con la campana dale y dale con el otro hierro, albergue arriba y albergue abajo, hasta ese día que salió una bota justiciera y cubierta de fango duro, voló en la oscuridad y le reventó la nariz al director del campamento. Cayó sentado y la campana se le fue de las manos, y los que no habían visto lo del botazo se preguntaron, aliviados y contentos, por qué habrá parado.
A los quince minutos todos estábamos formados en el descampado que separaba el comedor del albergue. Las ocho brigadas, cinco de once y tres de trece grado, frente a la plana mayor del campamento. Faltaba más de una hora para que amaneciera, había un frío que pelaba y sentíamos el rocío que bajaba, y ya todos sabíamos que nos esperaba algo malo. Cuando pasó Miki Cara de Jeva, uno de los jefes de brigada de trece grado, iba diciendo bajito: El que habla se muere… El director del campamento se apretaba la nariz con una toalla y casi pude ver los puñalitos de odio que le salían por los ojos. Pancho, que estaba detrás de mí, se había envuelto en una frazada, a él también lo obligaron a salir y respiraba como un fuelle mal engrasado, y cuando lo oía yo también sentía que el aire me iba a faltar.
El secretario de la escuela habló: se había cometido una indisciplina gravísima, que le iba a costar la expulsión al culpable, sin apelaciones ni atenuantes, y que si era cívico que saliera al frente. Silencio. Que cómo era posible ese acto de indisciplina en un campamento de estudiantes de preuniversitario, esto no era una granja de reeducación de presidiarios y una persona así era como una papa podrida en un saco de papas buenas: corrompía y pudría a las demás, era el ejemplo de siempre, con papas a falta de manzanas. El Conejo me miró, empezaba a despertarse. Silencio. Silencio. ¿Y nadie se atreve a denunciar al indisciplinado que afecta el prestigio de todo un colectivo que ya no va a ganar la emulación después de tanto esfuerzo cotidiano en los campos de caña? Silencio. Silencio. Silencio. El Flaco levantó las cejas, sabía lo que venía. Pues bien, si el culpable no sale y si ninguno tiene el civismo de denunciarlo, pues pagarán todos hasta que se sepa quién fue, pues esto no se puede quedar así… Todo el silencio del mundo siguió al discurso del secretario, y el olor del café que ya estaban colando en la cocina se convirtió en la primera y más refinada de las torturas que sufriríamos, con aquel frío y Pancho que seguía sin poder respirar.
Entonces habló el oráculo de Delfos: Yo estoy aquí como estudiante, dijo Rafael, como compañero y representante de ustedes escogido por la masa, y sé, como ustedes, que se ha cometido una indisciplina muy grave, que puede ser hasta llevada a los tribunales como agresión, Oye eso, dijo el Conejo,… y que va a hacer que paguemos justos por pecadores, tampoco podía faltarle su repunte bíblico, y nos afecta muchísimo en la emulación intercampamentos, cuando ya casi teníamos seguro el primer lugar provincial. ¿Eso es justo por la indisciplina de uno? ¿Que la labor de ciento doce compañeros, sí, ciento doce, porque ya no cuento a ese uno indisciplinado, se venga abajo así? Ustedes me conocen, compañeros, aquí hay gentes que llevan tres años conmigo, ustedes me eligieron presidente de la FEEM y yo soy tan estudiante como ustedes, pero no puedo aprobar cosas como ésa, que afectan el prestigio del estudiantado cubano revolucionario y obligan a la dirección de la escuela a tomar medidas disciplinarias contra todos. Más silencio. Y les pregunto, ya que están pensando en la hombría y esas cosas: ¿es de hombres tirar una bota en la oscuridad a la máxima autoridad del campamento? Y más todavía: ¿es de hombres esconderse en la multitud y no dar la cara, sabiendo que todos seremos perjudicados? Díganme, compañeros, díganme algo, pidió y yo grité: ¡Tu madre, maricón!, bien alto, para que todos lo oyeran que me cagaba en su madre, sólo que las palabras no me llegaron a la boca porque tuve miedo de cagarme allí en la madre de Rafael Morín, con aquel frío, Pancho con asma, Miki Cara de Jeva caminando por las filas y diciendo, Se muere, el olor a café que me mataba a mí y el director del campamento apretándose la nariz con una toalla por la clase de botazo que le habían dado.
Cuando entró en la Central, el Conde se descubrió añorando la paz de los domingos. Apenas eran las ocho y cinco minutos, pero era lunes y todos los lunes parecía que se iba a acabar el mundo y la Central se preparaba para una evacuación de guerra atómica: la gente no podía esperar el elevador y corría por las escaleras, no había sitio en el parqueo y los saludos solían ser un Y qué, fugaz, ahorita te veo, o un Buenos días, apresurado; y maltratado por los últimos resabios del dolor de cabeza y la mala noche, el Conde prefirió responder levantando sólo la mano y esperó pacientemente en la cola del elevador. Sabía que dentro de media hora se sentiría mucho mejor, pero las duralginas necesitaban su tiempo para actuar, aunque no se recriminaba por no haberlas tomado la noche anterior, se sentía tan limpio y liberado después de hablar con el Flaco que hasta olvidó que nunca le había contado lo sucedido con Tamara y también que debía poner en hora el despertador. Otro capítulo de la pesadilla en que Rafael Morín lo perseguía para meterlo preso le abrió los ojos a las siete en punto de la mañana y apenas un par de veces sintió deseos de morirse: cuando se levantó de la cama y desató el dolor de cabeza, y cuando, sentado en el inodoro, tuvo conciencia de la larga pesadilla que había sufrido toda la noche y la terrible sensación de ser perseguido que aun flotaba en su cerebro. Fue entonces cuando sin pensarlo empezó a cantar: «Usted es la culpable, de todas mis angustias, de todos mis quebrantos…», sin lograr saber por qué había escogido precisamente aquel horrible bolero. Seguramente era que estaba enamorado.
El elevador se paró en su piso y el Conde miró el reloj de pared: llegaba diez minutos tarde y no tenía intenciones ni ánimos para inventar un cuento. Abrió la puerta del cubículo y la sonrisa de Patricia Wong fue una bendición.
—Buenos días, amiguitos —les dijo. Patricia se levantó para saludarlo con el beso de siempre y Manolo lo miró como distante, sin abrir la boca—. Qué rico hueles, China —le dijo a su compañera, y se detuvo un instante para mirar como siempre miraba a aquella mujerona, lograda entre una negra y un chino. Casi seis pies y ciento ochenta libras repartidas con esmero y buenas intenciones: tenía unos senos pequeños y seguramente muy duros, y unas caderas que parecían el mar Pacífico, con aquellas nalgas que inevitablemente le provocaban el deseo de tocarlas o subirse sobre ellas y saltar, como en una cama elástica, para comprobar si aquel prodigio de culo era posible.
—¿Cómo estás, Mayo? —le preguntó ella, y el Conde sonrió por primera vez en el día con aquel Mayo que era de uso exclusivo de Patricia Wong. Ella, además, le mejoraba el dolor de cabeza con sus potecitos de pomada china y le despertaba las supersticiones más escondidas y nunca confesadas: era como un amuleto de la buena suerte. En tres ocasiones la teniente Patricia Wong, investigadora de la Dirección de Delito Económico, le había puesto en las manos la solución de casos que parecían esfumarse en la inocencia del mundo.
—Esperando que le digas a tu padre que me invite a comer otro pato agridulce.
—Si tú ves lo que hizo ayer —empezó a decir y se sentó, acomodando con dificultad sus caderas entre los brazos de la butaca. Entonces cruzó sus piernas de corredor de fondo y el Conde vio los ojos de Manolo a punto de perderse tras el tabique nasal—. Preparó unas codornices rellenas con vegetales y las cocinó con jugo de albahaca…
—Espérate, espérate, ¿cómo se come eso? ¿Con qué las rellenó?
—Mira, machacó primero la albahaca con un poquito de aceite de coco y luego las puso a hervir. Entonces metió la codorniz que ya estaba adobada y dorada en manteca de puerco y la había rellenado con almendras, ajonjolí y como cinco tipos de hierbas, todas crudas: frijolitos chinos, cebollinos, acelga, perejil y no sé qué más, y al final roció las codornices con canela y nuez moscada.
—¿Y ya, se puede comer? —preguntó el Conde en el clímax de su entusiasmo matinal.
—Pero eso debe de saber a rayo, ¿no? —intervino Manolo y el Conde lo miró. Pensó decirle alguna barbaridad, pero antes trató de concebir la mezcla imposible de aquellos sabores rotundos y primarios que sólo podía combinar un hombre de la cultura del viejo Juan Wong, y decidió que Manolo podía tener razón, pero no se dio por vencido.
—No le hagas caso al niño, China, la incultura lo mata. Pero ya ustedes no me invitan a nada.
—Si tú ni me llamas, Mayo. Fíjate que mandaste a Manolo a que me citara para este trabajo.
—Olvídate, olvídate, que eso no se va a repetir —y miró al sargento, que acababa de encender un cigarro a esa hora de la mañana—. ¿Y a éste qué le pasa?
Manolo chasqueó la lengua, quería decir, «No me jodas», pero necesitaba hablar.
—Na, tremendo lío con Vilma anoche. ¿Tú sabes lo que dice? Que yo inventé lo del trabajo ayer para irme por ahí a tomar con una mujer. —Y miró a Patricia—. Por culpa de éste.
—Manolo, deja esa descarga, ¿eh? —le pidió el Conde y observó el file abierto sobre la mesa—. Tú estás muy huevón para que andes diciendo que yo te obligo a nada… ¿Ya le explicaste a Patricia lo que queremos?
Manolo apenas asintió.
—Ya me lo dijo, Mayo —terció Patricia—. Mira, la verdad es que no confío mucho en que los papeles revelen algo importante. Si Rafael Morín estaba en alguna maraña y es un hombre tan eficaz como dicen, debe haber guardado bien la ropa antes de bañarse. De todas maneras algo se puede hacer, ¿no?