Pasado Perfecto (25 page)

Read Pasado Perfecto Online

Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

BOOK: Pasado Perfecto
4.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Entonces es socio de Rafael Morín?

—No, compinche si acaso. Fíjate que tenía cuatro mil y pico de dólares en el banco y lo de Rafael es de cientos de miles. Hay algo raro ahí. De todas formas, ahora voy a interrogarlo con Manolo a ver si podemos sacarle algo nuevo.

El mayor se puso de pie y caminó hasta el amplio ventanal de su oficina. Apenas eran las seis y ya oscurecía en La Habana. Desde aquella altura los laureles se veían con una perspectiva que no le interesaba al Conde, él prefería la vista fija de su pequeña ventana y permaneció en la butaca.

—Hace falta que encuentres a ese hijoeputa aunque esté debajo de la tierra —dijo entonces el Viejo con su entonación más terrible y visceral, detestaba aquellas situaciones, se sentía timado y le molestaba que sólo después de consumadas aquellas barbaridades vinieran a caer en sus manos—. Yo voy a llamar al ministro de Industrias, para que resuelva lo del dinero de España y para que vaya pensando, porque esto es un problema más de ellos que de nosotros. Pero ahora dime una cosa, Mario, ¿por qué un hombre como Rafael Morín pudo hacer una cosa como ésa?

—Tenemos visita, creo que es mejor empezar otra vez.

—¿Pero qué quiere que le diga, sargento? —respondió preguntando René Maciques, y miró al Conde que entró y fue a sentarse en una silla junto a la ventana. El teniente encendió un cigarro y cambió una mirada con el sargento. Dale, apriétalo.

—¿De qué hablaron Morín y usted el día 31?

—Ya se lo dije, cosas normales de trabajo, lo bien que había cerrado el año y los informes que teníamos que presentar.

—¿Y no lo volvió a ver?

—No, yo me fui de la fiesta un poco antes que él.

—¿Y qué sabía usted de este fraude?

—Ya le dije que nada, sargento, ni me imaginaba que eso estuviera pasando. Y casi todavía ni lo creo, no sé por qué él pudo hacer algo así.

—¿Cuál es su grado de responsabilidad en este asunto?

—¿El mío? ¿El mío? Ninguno, sargento, yo soy un simple jefe de despacho que no decide nada.

El Conde apagó su cigarro y se puso de pie. Avanzó hacia el buró.

—Me conmueve su inocencia, Maciques.

—Pero es que yo…

—No se esfuerce más. ¿Qué le recuerda esto?

El Conde extrajo del sobre las dos fotocopias y las dejó en el buró, frente a Maciques. El jefe de despacho miró a los dos policías y por fin se inclinó hacia adelante y se mantuvo inclinado un tiempo que parecía infinito: era como si de pronto fuera incapaz de leer.

—El teniente le hizo una pregunta —dijo Manolo y recogió las fotocopias—. ¿Qué le recuerda esto?

—¿Dónde estaban esos papeles?

—Como siempre sucede, usted me obliga a recordar que las preguntas las hacemos nosotros… Pero lo voy a complacer. Estaban muy bien guardados, en una caja fuerte, en casa de Rafael Morín. ¿Qué significan estos documentos, Maciques? —insistió Manolo, y se ubicó entre el hombre y el buró.

René Maciques levantó la mirada hacia su interrogador. Era un hombre confundido, un bibliotecario melancólico y envejecido. El sargento Manuel Palacios le dio su tiempo, sabía que estaba en el punto decisivo del interrogatorio, cuando el detenido debe decidirse entre soltar la verdad o aferrarse a la esperanza de la mentira. Pero Maciques no tenía opciones.

—Esto es una trampa de Rafael —dijo, sin embargo—. Yo no sé nada de estos papeles. No los había visto nunca en mi vida. Ustedes no dicen que hacía cosas con mi nombre. Ahí tienen, ésa es una de ellas.

—¿Entonces Rafael Morín quería perjudicarlo a usted?

—Eso parece.

—Maciques, ¿qué podremos encontrar en su casa si hacemos un registro?

—En mi casa… Nada. Cosas normales. Uno viaja al extranjero y hace sus compras.

—¿Con qué dinero, con gastos de representación?

—Ya le expliqué que uno ahorra de las dietas.

—¿Y cuando se cierra un negocio gordo no hay regalías en especie? ¿Un carro, por ejemplo?

—Pero yo no cerraba negocios gordos.

—Maciques, ¿usted es capaz de matar a un hombre?

El jefe de despacho volvió a levantar la vista, pero en sus ojos ya no había brillo alguno.

—¿Qué quiere decir eso?

—¿Es capaz o no?

—No, claro que no.

Y continuó moviendo la cabeza: negaba.

—¿Qué fue a hacer el día 31 a la Empresa? Y no vuelva a decir lo del aire acondicionado.

—¿Y qué quiere que le diga?

Entonces el Conde avanzó otra vez hacia el buró y se detuvo junto a Maciques.

—Mire, Maciques, yo no tengo la paciencia del sargento. Le voy a decir ahora todo lo que pienso de usted y sé que de una forma o de otra, usted lo va a admitir, hoy, mañana, pasado… Usted es un mierda y es tan ladrón como su jefe, pero más cauteloso y con menos poder. Ya están verificando en España la validez de estos papeles y quizás el banco no dé información, pero la pista del carro es más simple de lo que usted piensa. Por alguna razón, que todavía no sé, Rafael guardó bien estos papeles, quizás para protegerse de usted, porque sabía que usted era capaz de ponerle en los expedientes la dieta que no liquidó y los gastos duplicados. Y Rafael va a aparecer, no sé si vivo o muerto, en España o en Groenlandia, pero va a aparecer, y usted va a hablar, pero aunque no hable está envuelto en mierda, Maciques. Acuérdese de eso. Y para que piense mejor, va a estar solo mucho rato. Desde hoy empieza a vivir aquí en la Central… Sargento, prepare los papeles y pídale a Fiscalía medida cautelar para el ciudadano René Maciques. Que sea prorrogable. Nos vemos, Maciques.

Mario Conde miró otros laureles, los que inauguraban el Paseo del Prado, muy cerca del mar, y se repitió la pregunta. De la boca de la bahía se levantaba un viento cortante que lo obligaba a mantener las manos en los bolsillos del
jacket
, pero necesitaba pensar y caminar, perderse entre las gentes y esconder su alegría pírrica y su frustración de policía satisfecho por descubrir la maldad de los otros. ¿Por qué Rafael Morín pudo hacer una cosa como ésta? ¿Por qué quería más, todavía más, mucho más? El Conde observó el Palacio de los Matrimonios y el Chrysler 57, negro brillante y adornado con globos y flores, que esperaba el descenso nupcial de aquellos cuarentones que todavía se atrevían y sonreían para la foto indispensable en la escalera. Observó a los persistentes que desafiaban el frío haciendo cola en la pizzería de Prado y vio los papeles, prendidos en el tronco de un laurel, de los que necesitaban ampliarse, oían proposiciones honestas y deshonestas, pero necesitaban algunos metros cuadrados de techo donde vivir. Observó a dos homosexuales fatales y dispersos que pasaron por su lado tiritando de frío y ellos lo observaron a él, con ojos candorosos y bien intencionados. Observó al mulato apacible, recostado en la farola, con su pinta de rastafari sin vocación y sus trenzas perfectas bajo la boina negra, esperando quizás el paso del primer extranjero elocuente para proponerle un desesperado cinco por uno, seis, míster, siete por uno, mi bróder, y tengo hierba, todo para abrirse las puertas del mundo prohibido de la abundancia con pasaporte. Observó la farola del flanco opuesto, se moría de frío la rubia maquillada con incontenible lascivia, con promesas de ser caliente aunque nevara, con su boca de mamadora empedernida; la rubia para la que un mortal de producción nacional como Mario Conde valía menos que un gargajo de borracho, esperaba los mismos dólares que su amigo el mulato rastafari y le propondría uno por treinta: su sexo juvenil y entrenado y perfumado y garantizado contra la rabia y otros males, por aquellos dólares de sus desvelos, mamada con tarifa extra,
of course
. Observó al niño que patinaba, saltaba sobre un cajón de madera y seguía patinando hacia la oscuridad. Llegó al Parque Central y casi pensó en terciar en la eterna disputa beisbolera que más allá del frío o del calor se armaba cada día, queriendo buscar la explicación a otro fracaso de aquellos cabrones Industriales; Cojones, cojones es lo que le falta a esa gente, habría gritado en honor al Flaco que ya no era ni flaco ni ágil para estar allí y gritarlo por sí mismo. Observó las luces del Hotel Inglaterra y la penumbra del Teatro García Lorca, la cola del cine Payret, la tristeza fétida de los portales del Centro Asturiano y la fealdad agresiva y desconchada de la Manzana de Gómez. Percibió los latidos incontenibles de una ciudad que él trataba de hacer mejor y pensó en Tamara, ella lo esperaba y él iba a acudir, tal vez para hacerle aquella misma pregunta, y nada más.

Varios meses después, cuando el caso de Rafael Morín dormía cerrado y concluso, y René Maciques se consumía en su condena y Tamara seguía hermosa y lo miraba con la humedad perseverante de sus ojos, todavía se haría la pregunta y se imaginaría la tristeza de Rafael Morín, pequeño magnate en Miami donde su riqueza de quinientos mil dólares era un premio de lotería que no le alcanzaría para comprar todo lo adquirido con su poder de cuadro confiable y brillante en eterno ascenso. Pero esa noche sólo se detuvo junto al grupo de fanáticos y encendió un cigarro. Pensaban todos, y lo gritaban haciendo relajación colectiva, que el
manager
del equipo era un imbécil, que el
pitcher
estelar era un amarillo y que los de antes sí eran buenos, si estuvieran Chávez y Urbano, La Guagua y Lazo, evocaban, y entonces metió el hombro de su imaginación entre dos negros enormes y furibundos que lo iban a mirar con recelo, éste de dónde salió, y gritó hacia el centro del grupo:

—Cojones, lo que les falta es cojones —y abandonaría en su perplejidad a los discutidores profesionales, cuando ya cruzaba la calle y penetraba en el vaho de gas, orina seca y vómitos precolombinos de los portales del Centro Asturiano, donde una pareja trataba de consumar sus ardores contra una columna y chocó al fin con las puertas tapiadas del Floridita, CERRADO POR REPARACIÓN, y perdió la esperanza de un añejo doble, sin hielo, sentado en el rincón que fuera exclusivo del viejo Hemingway, recostado en aquella barra de madera inmortal donde Papa y Ava Gadner se besaron escandalosamente y donde él se había propuesto, hacía muchos años, escribir una novela sobre la escualidez, y donde se hubiera preguntado otra vez la misma pregunta para darse todavía la única respuesta que lo dejaba vivir en paz: porque siempre fue un hijo de puta. ¿Y por qué más?

—¿Puedo poner música?

—No, ahora no —dice ella y apoya la cabeza en el respaldo del mullido sofá, los ojos van al techo y parece que tuviera otra vez mucho frío, mantiene los brazos cruzados después de bajarse las mangas del jersey. El enciende un cigarro y deja caer el fósforo en el cenicero de Murano.

—¿Qué estás pensando? —le pregunta al fin, imitando la postura de ella en el sofá. Un techo es un techo.

—En lo que está pasando, todo lo que me dijiste, ¿o en qué quieres que piense?

—¿Tú no te lo imaginabas? ¿De verdad que no?

—¿Cómo quieres que te lo diga, Mario?

—Pero podías haber visto algo, sospechado algo.

—¿Qué cosa era sospechosa? ¿Que comprara ese equipo de música, o trajera whisky, o una bicicleta para el niño? ¿Un vestido de ciento cincuenta dólares, eso es sospechoso?

Él piensa: todo es normal. Para ella todo eso ha sido siempre normal, nació en esta casa y con esa normalidad que hace ver la vida de otra manera, más linda y menos complicada, y se pregunta si no fue el mundo de Tamara el que enloqueció a Rafael. Pero sabe que no.

—¿Qué va a pasar ahora, Mario? —es ella la que pregunta, ha terminado con el techo y con el silencio y recuesta un hombro en el espaldar, cruza un pie debajo del muslo y espanta su imperturbable mechón rizado. Quiere mirarlo.

—Todavía deben pasar dos cosas. Primero que aparezca Rafael, vivo o muerto, en Cuba o donde esté. Y lo otro que Maciques nos cuente lo que sabe. Quizás esto nos ayude también a saber dónde está Rafael.

—Esto es un terremoto.

—Es como un terremoto, sí —admite él—, todo lo que no está seguro se cae, y me imagino que te sientes así. Pero creo que ha pasado lo mejor. ¿Te imaginas que Rafael llegara a Barcelona, sacara todo ese dinero y volara?

—Podría ser simpático. Nos iríamos a vivir a Ginebra, en una casa de tejas, sobre una colina.

Dice ella y se levanta y se pierde en el comedor. El nunca puede evitarlo, la mira como siempre, sólo que ya ha visto aquellas nalgas, ha retratado la forma exacta de aquel cuerpo desafortunado para el ballet y lo ha caminado con sus manos y su boca, pero le duele el recuerdo como una espina encarnada que es mejor no tocar. Una casa en Ginebra, ¿por qué en Ginebra? Y se peina con la punta de los dedos y piensa que sí, que ha empezado a quedarse calvo. Se me había olvidado, y él también deja el sofá, la calvicie, la casa de Ginebra y las nalgas de Tamara, y busca entonces entre los discos algo que lo haga sentirse mejor. Aquí está, se dice cuando ve el
longplay
de Sarah Vaugham,
Walkman Jazz
se llama, lo coloca en el plato y deja el volumen muy bajo para que aquella negra maravillosa le cante
Cheek to Cheek
. Ella regresa con la voz oscura y caliente de Sarah Vaugham, trae dos vasos en las manos.

—Vamos a rematar las existencias: agoniza el whisky de las bodegas de Rafael Morín —dice, y le entrega un vaso. Ella vuelve al sofá y bebe un primer trago de marinero entrenado.

—Yo sé cómo te sientes. Esto no es fácil para ti ni para nadie, pero tú no tienes la culpa y yo menos todavía. Ojalá nunca hubiera sucedido y Rafael fuera lo que todo el mundo pensaba que era y yo no estuviera metido en esto.

—¿Te arrepientes de algo? —ataca ella, ha recobrado su temperatura y sube hasta el codo las mangas del jersey. Vuelve a tomar.

—No me arrepiento de nada, lo decía por ti.

—Mejor no hables por mí entonces. Si Rafael robó ese dinero que lo pague, nadie lo mandó. Yo nunca le pedí nada y eso tú lo sabes bien, Mario Conde. Creí que me conocías mejor. No me siento culpable de nada y lo que disfruté lo hice como lo hubiera hecho cualquier otro. No esperes que me confiese y haga contrición.

—Ya veo que te conozco peor.

Sarah Vaugham canta
Lulaby of Birdland
, es la mejor canción que él conoce para escaparse hacia el mundo mágico de Oz, pero ella parece incontenible y él sabe que es mejor que hable de una vez, que hable, que hable…

—Va y hasta piensas que soy una malagradecida y no sé cuántas cosas más, y que debería decirte que no, que todo es un infundio y que mi marido es incapaz de eso y después ponerme a llorar, ¿no? ¿Eso es lo que se estila en estos casos?, ¿verdad? Pero no tengo vocación trágica ni soy una sufridora egocentrista como tú. Yo no tengo nada que ver con eso… Quisiera que nada de esto hubiera pasado, la verdad, ¿pero tú sabes lo que es tener la conciencia limpia?

Other books

Back for More by Avril Ashton
Black Mountain by Greig Beck
Shoreline Drive by Lily Everett
When Maidens Mourn by C. S. Harris
Fragrance of Revenge by Dick C. Waters
The Lion and the Lark by Malek, Doreen Owens
Pumpkin by Pronzini, Bill