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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (9 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—¿Hace mucho tiempo que no vas al estadio, Manolo?

—¿Qué estadio ni qué niño muerto, Conde? ¿A qué viene eso? Mira cómo se ha puesto este carro, qué burro soy, debí coger por Línea —se lamentó cuando doblaron por G hacia Quinta. Se detuvieron ante un edificio de apartamentos y abandonaron el auto.

—El estadio te curaría de esos berrinches.

Zaida Lima Ramos vivía en el sexto piso del edificio, apartamento 6D, comprobó su anotación el teniente Mario Conde y, desde el vestíbulo, observó cómo Manolo se mojaba tratando de desmontar la antena del radió y sonrió con su explicación:

—Prevención del delito, teniente. El mes pasado, frente a mi casa, me templaron una —dijo Manolo, y caminaron hacia el elevador donde los saludó un cartel que decía: ROTO.

—Buen comienzo, ¿no? —dijo el Conde y se dirigió a las escaleras, apenas iluminadas con unas raquíticas bombillas en la salida de algunos pisos. Mientras ascendía, jadeaba, respirando por la boca, y sentía cómo su ritmo cardiaco se aceleraba por la falta de aire y los músculos de las piernas se entumecían con el ejercicio. Por un instante pensó que el corredor de fondo de la calle Paseo tenía razón, y en el quinto piso se recostó contra la baranda de la escalera, miró a Manolo y luego los dos tramos que faltaban hasta la puerta del sexto y con la mano imploró, espérate, espérate, necesitaba respirar, nadie puede respetar a un investigador de la policía que toca la puerta con la lengua fuera, las lágrimas en los bordes de los ojos e implora un vaso de agua, por caridad. Quería sentarse y maquinalmente sacó un cigarro del bolsillo del
jacket
, pero terminó siendo razonable. Lo acomodó en sus labios resecos, sin encenderlo, y atacó los últimos tramos de la interminable escalera.

Salieron al pasillo, también en penumbras, y encontraron el 6D en el extremo opuesto del corredor. Antes de tocar, el Conde decidió encender el cigarro.

—¿Cómo la trabajamos? —quiso saber Manolo antes de comenzar la conversación.

—Me interesa el hombre en su trabajo, vamos por ahí. Todo muy suave, como el que no quiere las cosas, ¿anjá? Pero si hace falta tú te pones perspicaz y un poquito descreído.

—¿Grabamos?

Lo pensó un instante, oprimió el timbre y dijo:

—Todavía no.

La mujer se sorprendió al verlos. Seguramente esperaba a alguien y aquellos dos desconocidos, aquella tarde de sábado lluviosa y fría, escapaban a todos sus cálculos. Buenas tardes, dijeron los policías, se presentaron y ella dijo que sí, le temblaba un poco la voz, era Zaida Lima Ramos. Los hizo pasar, más confundida aún, mientras trataba de alisarse el pelo revuelto, tal vez estaba acostada, tenía cara de sueño y ellos le explicaron el motivo de su visita: había desaparecido su jefe, el compañero Rafael Morín.

—Ya me había enterado —dijo ella acomodándose en la butaca. Se sentó con las piernas muy juntas y trató de estirar la saya que apenas le llegaba a las rodillas.

El Conde registró que tenía los muslos velludos, con unos leves remolinos en ascenso y trató de detener el otro remolino, el que ascendía por su imaginación. La mujer tenía entre veinticinco y treinta años, los ojos grandes y negros y la boca carnosa y amplia de mulata bien hecha, tanto que, incluso despeinada y sin maquillaje, al Conde le pareció decididamente hermosa. La sala del apartamento era pequeña, pero estaba arreglada con esmero y todo brillaba. En el multimueble que cubría la pared opuesta al balcón, el Conde registró la presencia del televisor en colores Sony, la casetera Beta, la grabadora estéreo y los
souvenirs
característicos de varias partes del mundo: un mosaico de Toledo, una estatuilla mexicana, una réplica en miniatura del Big-Ben y otra de la torre de Pisa, mientras Zaida explicaba que Maciques la había llamado el día primero por la tarde, estaban buscando a Rafael, ella no tenía la menor idea de dónde podía estar y ella después lo había llamado varias veces, la última ese mismo día por la mañana, estaba preocupada, ¿no se sabía nada nuevo de Rafael?

—Lindo apartamento —comentó entonces el teniente, y con el pretexto de encontrar un cenicero lo miró con mayor libertad.

—Poco a poco una va juntando cositas —dijo ella y sonrió. Parecía nerviosa—, y tratando de vivir en un lugar agradable. El problema es mi hijo con sus amigos, siempre lo riegan todo.

—¿Tienes un hijo?

—Sí, de doce años.

—¿Doce o dos? —preguntó el Conde, realmente confundido.

—Doce, doce —aclaró ella—. Se fue ahorita con unos amiguitos del edificio. Imagínense, con este frío y les dio por ir a comer helado a Coppelia.

—Dicen los chinos, bueno, no sé si todos, pero uno que conozco porque es el padre de una compañera nuestra, dice él que es bueno comer helado con frío —sonrió, mientras Manolo mantenía el silencio de su personaje. Si siempre lo hiciera así.

—¿Quieren café? —preguntó Zaida, tenía frío o quizás miedo y frío y no sabía si cruzar los brazos o luchar contra la pequeñez de su falda.

—No, gracias, Zaida. En realidad no queremos robarte mucho tiempo, ¿esperabas visita, verdad? Sólo queríamos que nos hablaras un poco de tu jefe, lo que sepas de él, ahora todo nos puede ayudar a encontrarlo.

No sé, me parece tan increíble, tan imposible eso de que Rafael se haya perdido, ojalá que no, pero yo tengo una angustia así… No quiero ni pensarlo. Porque escondido no está, ¿no?, y no sé, porque, ¿para qué iba a esconderse? ¿Verdad? No tiene sentido, esto es todo muy raro. Yo llevo tres días pensando y no lo entiendo. Déjenme cerrar las ventanas del balcón, de pronto hace un frío y esta casa es un congelador, el mar está ahí mismo, y me duele un poco la cabeza, creo que de dormir tanto… Bueno, pero yo creo que conozco bien a Rafael, imagínense, como que hace nueve años que trabajo con él, sí, claro, empecé en los almacenes centrales del Ministerio, él me dio la plaza de mecanógrafa y me ayudó muchísimo, yo no tenía experiencia y eso fue cuando el padre del niño se fue por el Mariel, yo me vine a entena cuando él ya estaba allá, aquello fue una locura así, sin decirme nada, fuá, cayó en Miami, se fue con un tío, lo preparó todo medio escondido y no confió ni en mí, ni se despidió de su hijo, bueno, terrible, para qué contarles, y como yo sabía algo de mecanografía, tenía el Pre terminado pero con el niño chiquito y, bueno, son problemas familiares, no sé, mi mamá todavía estaba disgustada conmigo por lo del embarazo antes de casarme, y un señor de aquí al lado, el del comité, me dijo que en su trabajo, en los almacenes, hacía falta una mecanógrafa y que no era difícil, que eran planillas, tarjetas y esas cosas nada más. Ay, siempre se me va el hilo. Bueno, el caso es que empecé y, como las cosas mejoraron con mi mamá, me matriculé por la noche en el curso de secretariado y Rafael me ayudó muchísimo, me daba todos los sábados libres para que yo resolviera mis problemas y estuviera con el niño, porque entre el trabajo y la escuela todo el santo día, dos años, y cuando me gradué ocupé la plaza de secretaria, que ya estaba vacía pero él me la había guardado, porque total, ya yo estaba haciendo ese trabajo hacía rato. Rafael. Imagínense, yo siempre lo he visto como un verdadero amigo y no sé para qué puede servirles esta cantaleta, pero él es un buen amigo, se lo digo yo, y como jefe no lo quiero mejor, humano, responsable, se ocupa de todo el mundo, allá y ahora aquí en la Empresa, porque, claro, el problema es que él me pidió que viniera con él para la Empresa porque la cosa aquí es más complicada y le hacía falta gentes de confianza y eso es tremenda responsabilidad, ahí casi todo es con dólares y con firmas de afuera, ustedes saben… Tremenda responsabilidad, pero él lo tenía todo al kilo, como se dice vulgarmente, siempre, igual que siempre, y miren, lo mejor es que, que yo me acuerde, nunca ha tenido problemas con ningún trabajador, y si quieren pregúntenle a García, el del sindicato, para que ustedes vean. No, no, si por eso no me explico qué está pasando, todo igual que siempre, en estos días tuvimos mucho trabajo con el plan del 89, y como terminábamos tarde él me mandaba con un chófer, o hasta me traía él mismo, me parece mentira eso de que Rafael no aparezca por ningún lado, yo todavía no lo creo… tiene que haberle pasado algo, ¿no? Pero, miren, para que vean, cuando Alfredito tenía seis años, Alfredito, mi hijo, se enfermó con la fiebre del caballo y yo pensé que se me moría, y cómo Rafael se portó conmigo, mejor que si hubiera sido el padre del niño, que si carne, que si un carro para el hospital, que si el sueldo completo, bueno, eso no tiene nada que ver, lo que tiene que ver es cómo se portó, y yo no soy la excepción. Siempre lo vi portarse así con todo el mundo, pregúntenle, pregúntenle a García, el del sindicato. El pobre… Una llamada. ¿Una llamada el día primero? No, no, si la última vez que yo lo vi fue el día 30, porque el 31 no se trabajó, me acompañó hasta acá y subió a tomarse un café y me dijo que estaba muy cansado, agotado fue lo que dijo, porque conversamos un rato y me regaló… una bobería, una atención por fin de año, ustedes saben, tanto tiempo trabajando juntos, uno al lado del otro, es más que mi jefe, el roce hace el cariño, ¿no?, y se veía tan cansado. ¿Y qué piensan ustedes de todo esto?

—No, no me digas lo que piensas, no me lo digas todavía —le pidió a Manolo cuando salieron a la calle. Seguía cayendo una llovizna fina y monótona y la noche se había adueñado de la ciudad—. Vamos a 70 y 17, a ver qué sorpresa nos da Zoila.

—¿No quieres prejuiciarte? —preguntó Manolo mientras devolvía la antena a su sitio.

—Oye, no jodas más con eso, compadre. Deja la antena tranquila, que ahorita nos bajamos otra vez.

Manolo siguió como si no lo hubiese oído y mientras el Conde se acomodaba en el carro terminó de instalar la antena. Sabía que el teniente empezaba a ponerse nervioso y entonces lo mejor era ignorarlo. ¿No quieres saber lo que pienso?, pues no te lo digo y se acabó. Pero pienso muchísimas cosas, dijo en voz alta y arrancó el auto y subió por Línea en busca del túnel, mientras el Conde apuntaba unos garabatos en su estrujado bloc de bolsillo. Jugaba otra vez con el obturador de su bolígrafo y sin pedir permiso apagó el radio del auto que Manolo había encendido. Aun así, el sargento Manuel Palacios admitía que prefería trabajar con aquel teniente medio neurótico, y lo había decidido desde que era un suboficial novato y lo asignaron al equipo que investigaba el robo de unos cuadros del Museo Nacional y un perito del grupo le dijo: «Mira, ese que llegó ahí es el Conde. Está de jefe del operativo. No te asustes por nada que diga, porque está medio loco, pero es buena gente y además creo que es el mejor», como lo comprobaría Manolo en varias oportunidades.

—¿Y yo puedo saber qué piensas tú? —le preguntó entonces el sargento con los ojos fijos en el pavimento.

—Tampoco.

—¿Estás en crisis, compadre?

—Anjá, al borde del ataque de nervios. Mira, yo conozco a Rafael Morín y me estoy oliendo por dónde viene la cosa, pero tengo muchos cabos sueltos y no quiero prejuiciarme.

El auto avanzaba por 19 y Manolo había decidido fumarse su primer cigarro del día. A éste también le tengo envidia, pensó el Conde, mira que fumar nada más que cuando le da la gana.

—Si empiezas a joder con los prejuicios es que estás en crisis de verdad —afirmó Manolo y dobló por 70 en busca de 17.

—Esa, ésa —dijo el Conde al ver la casa marcada con el número 568—. Para aquí mismo, y si quitas otra vez la antena te meto un reporte, ¿me oíste?

—Entendido. Pero por lo menos cierra bien la ventanilla, ¿quieres? —le gritó Manolo mientras llevaba la suya hasta el tope.

El portal de la casa estaba encendido pero la puerta y la ventana del frente permanecían cerradas. El Conde tocó dos, tres veces, y esperó. Manolo, ya a su lado, se acomodaba la chaqueta impermeable y trataba de colocar el
zipper
en la cajuela. El teniente tocó de nuevo y miró a su compañero, empeñado en cerrar el
zipper
,

—Esos
zippers
son malísimos, viejo. Pero deja eso, que aquí no hay nadie —dijo, aunque volvió a golpear con fuerza la madera de la puerta.

Los golpes retumbaron remotos, sonaron a casa vacía.

—Vamos al comité —dijo entonces el teniente.

Avanzaron por la acera buscando la placa del CDR, que al fin se vislumbró en la misma esquina, casi oculta en la jungla de crotos y arecas del jardín.

—Esto es lo malo del frío. Cada vez tengo más hambre, Conde —cantó sus penas Manolo, implorando brevedad a su superior.

—¿Y de qué tú crees que tengo yo la barriga? Con lo que tomé anoche, el ayuno de hoy y el tabaco que me regaló el Viejo, me parece que tengo un sapo muerto en el estómago. Ya estoy que me dan mareos.

Tocó el cristal de la puerta y los ladridos inmediatos de un perro erizaron a Manolo.

—No, por tu madre, yo me voy para el carro —dijo, recordando su inmejorable récord de mordidas en función de trabajo.

—No jodas, muchacho, estate quieto —y se abrió la puerta.

Un perro blanco y negro salió al portal, ajeno a las voces del dueño.
Leoncito
, lo llamaba, mira que ponerle León a aquel sato de color indefinido, cola enroscada y medio zambo, que había ignorado la presencia de Mario Conde y se dedicaba con esmero a oler los pantalones y los zapatos de Manolo, como si alguna vez hubieran sido suyos.

—No hace nada —advirtió el hombre, con orgullo de dueño de perro bien educado—. Pero cuida muchísimo. Buenas noches.

El Conde se presentó y le preguntó por el presidente del comité.

—Soy yo mismo, compañero. ¿Quieren pasar?

—No, no se preocupe, nada más queríamos saber si había visto hoy a Zoila Amarán, es que la estamos buscando para una verificación…

—¿Pero hay algún problema?

—No, no, sólo eso, una verificación.

—Pues mire, compañero, creo que está fatal. Para agarrar a Zoilita tiene que tirarle un lazo, porque ella no para la pata ahí —comentó el presidente—.
Leoncito
, ven acá, deja ya tranquilo al compañero que te va a llevar preso —dijo y sonrió.

—¿Y ella vive sola?

—Sí y no. En la casa de ella también viven el hermano y la mujer, pero ellos son médicos y los ubicaron ahora en Pinar del Río y vienen cada dos o tres meses. Por eso ahora ella está sola y oí decir, no sé, usted sabe cómo es eso, hasta sin querer uno se entera, creo que fue hoy mismo cogiendo el pan ahí en la bodega, que le había dicho a alguien que se iba para no sé dónde y no está ahí hace como tres días.

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