Pasado Perfecto (10 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

BOOK: Pasado Perfecto
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—¿Tres días? —preguntó el Conde, y casi sonrió al ver el alivio de Manolo cuando al fin
Leoncito
perdió interés en sus zapatos y su pantalón y se metió en el jardín.

—Sí, como tres días. Pero mire, le voy a ser franco, porque las cosas son así. Desde chiquita, que yo la vi nacer ahí mismo, Zoilita es como un rehilete y ni la madre, que ya murió la difunta Zoila, podía seguirle el rumbo. Yo hasta pensé que iba a salir marimacha, pero qué va. Bueno, pero, ¿de verdad ella no hizo nada malo?, porque será medio loquita, pero mala no es, se lo digo con la misma franqueza.

El Conde oyó las opiniones del hombre y buscó un cigarro en el bolsillo del
jacket
. Su cerebro quería valorar el hecho de que Zoila faltaba de su casa hacía precisamente tres días, aunque de pronto se sintió hastiado de todo, de Zaida y de Maciques defendiendo a Rafael, de Zoila y el gallego Dapena, que también se esfumaba el día primero, de Tamara y de Rafael, pero dijo:

—No, no se preocupe, no hay problemas. Sólo quisiéramos saber dos cosas más: ¿qué edad tiene Zoilita y dónde trabaja?

El presidente recostó el antebrazo en el marco de la puerta, observó a
Leoncito
en el jardín mientras cagaba plácida y abundosamente y sonrió.

—Exacto no me acuerdo de la edad. Tendría que ver en registro…

—No, no, más o menos —resucitó Manolo.

—Como veintitrés años —dijo entonces—. Cuando uno va envejeciendo le parece igual el que tiene veinte que el que tiene treinta, ¿no? Y lo otro que me preguntó: pues ella trabaja ahí mismo, en su casa, haciendo cosas de artesanía con semillas y caracoles y eso, y como gana buen dinero, nada más trabaja cuando le hace falta, pero figúrense cómo está la cosa, a fin de año ella hace su zafra, porque está tan difícil conseguir cualquier cosita, ¿verdad?

—Bueno, compañero, muchas gracias —dijo el Conde, interponiéndose al flujo de palabras que amenazaba con envolverlos—. Sólo quisiéramos que nos hiciera un favor. Cuando ella venga, usted nos llama a este número y nos deja el recado para el teniente Conde o el sargento Palacios. ¿No hay problemas?

—No, compañeros, es un placer, estamos para servirlos, claro. Pero, óigame, teniente, qué raro está eso de que ustedes no entren a sentarse y entonces yo les pueda brindar un cafecito acabado de colar, ¿eh? Yo creía que cuando dos policías venían a un CDR siempre tenía que pasar eso, ¿verdad?

—Yo también lo creía, pero no se preocupe. Hay policías que hasta le tienen miedo a los perros —dijo el Conde y estrechó la mano del hombre.

—Qué simpático, ¿eh? —dijo Manolo mientras avanzaban hacia el auto. Llevaba la chaqueta abierta contra el aire frío—. Estás graciosísimo hoy. Como si fuera un pecado no tener sangre para los perros.

—Debe de ser por eso que te muerden. Mira cómo estás sudando, viejo.

—Sí, está muy bien lo de la adrenalina y el olor y el coño de su madre, pero el caso es que siempre la cogen conmigo.

Montaron en el auto y Manolo respiró profundo con las dos manos sobre el timón.

—Bueno, ya tenemos una idea de quién es Zoilita. Esto se complica, ¿no?

—Se complica pero no pasa nada. Mira, vamos a hacer una cosa. Yo voy a buscar la lista de los invitados a la fiesta del viceministro y, mientras, tú te encargas de poner dos gentes a investigar a Zaida y a Zoilita. Sobre todo a Zoilita. Quiero saber dónde está metida y qué pinta en esto.

—¿Y por qué no cambiamos? Yo busco la lista, anda.

—Oye, Manolo, juega con la cadena, pero deja al mono tranquilo. Ni un regaño más —dijo y miró hacia la calle. Le fascinaba la persistencia de aquellas rayas blancas que el auto devoraba y sólo entonces notó que había dejado de llover. Pero al dolor de su estómago hambriento y maltratado se sumaba ahora la presión de la orina que llenaba su vejiga—. ¿Qué otra cosa se te ocurre hacer?

Manolo siguió con los ojos fijos en la calle.

—Estoy hablando contigo, Manolo —insistió el Conde.

—Bueno, pienso que las casualidades son del carajo, pero lo de Zoilita es demasiada casualidad, ¿no te parece? Y pienso también que debes hablar con Maciques. Ese hombre sabe mucho más.

—Lo vemos el lunes en la Empresa.

—Yo lo vería antes.

—Mañana si da tiempo, ¿está bien?

—Está bien.

—Oye, pon música ahora, que me estoy meando.

—Te vas a mear, pero no puedo poner música.

—¿Qué te pasa, viejo, todavía estás temblando por culpa de un perro sato?

—No, es que por culpa tuya no podemos oír música. Se robaron la antena frente a casa de Zoilita.

Su canción preferida siempre fue
Strawberry Fields
. La había descubierto un día inesperado de 1967 o 1968 en la casa de su primo Juan Antonio; hacía un calor espantoso, pero Juan Antonio y tres de sus amigos, ya eran grandes, estaban como en octavo grado, se habían metido en el cuarto de su primo, lo recordaba, como si fueran a rezar al profeta: sentados en el piso, rodeaban un viejísimo tocadiscos RCA Victor, tenía hasta comején, que hacía girar un disco opaco y sin identificación. «Es una placa, berraco, cómo va a tener letricas», le dijo Juan Antonio con su mal genio de siempre, y él también se sentó en el suelo porque allí nadie quería hablar, ni siquiera de mujeres. Entonces el Tomy movió el brazo del tocadiscos, lo puso sobre la placa con todo su cariño y empezó la canción; él no entendió nada, los Beatles no cantaban tan bien como en los discos de verdad, pero los grandes susurraban la letra, como si ellos la supieran, y él sólo sabía que
field
era jardín,
centerfield
es jardín central, concluyó, pero eso fue después. En ese instante sintió que asistía a un acto de magia irrepetible y, cuando terminó la canción, pidió, anda, Tomy, que la pusieran otra vez. Y otra vez la estaba cantando y no sabía por qué: quería negarse que aquella melodía era la bandera de sus nostalgias por un pasado donde todo fue simple y perfecto, y aunque ya sabía lo que significaba la letra, prefería repetirla sin conciencia y sentir apenas que caminaba por aquel campo de frambuesas jamás visto pero que sus recuerdos conocían tan bien, solos él y la música aquella.
Strawberry Fields
venía siempre así, sin anunciarse, y empujaba todo lo demás. La estaba cantando, volvía sobre cualquier fragmento y se sentía mejor, ya no veía el cielo oscuro ni tristemente encapotado ni la imagen de Rafael Morín discurseando desde la plataforma del Pre, no quería fumar y no escuchaba lo que Manolo le contaba de su última conquista amorosa, mientras lo llevaba hacia la casa de Tamara,
Strawberry Fields, for ever, dan, dan, dan…

—Aquí mismo estaba la libreta.

El tiempo es mentira; nada ha cambiado en la biblioteca: la colección completa de la enciclopedia Espasa-Calpe, la que más sabe, con sus lomos azul profundo y sus letras doradas y brillantes a pesar de los años; el diploma de doctor en derecho del padre de Tamara conserva impávido su sitio de privilegio, relegando incluso las dos plumillas de Víctor Manuel que desde siempre le han gustado tanto. El volumen oscuro de los relatos del Padre Brown, con sus tapas de piel que acariciaban los dedos, es una punzada en la melancolía, el viejo doctor Valdemira se lo recomendó hace tantísimos años, cuando el Conde no podía ni imaginar que llegaría a ser colega del curita de Chesterton. Y el buró de caoba es inmortal, amplio como el desierto y hermoso como una mujer. Un buen buró para escribir. Sólo el cuero envolvente de la silla giratoria parece algo cansado, tiene más de treinta años y es piel legítima de bisonte, era el sitio del encargado de dirigir el repaso la noche antes del examen, un privilegio para el que más sabía. El día en que Mario Conde entró por primera vez en aquella habitación se sintió pequeño y desamparado y terriblemente inculto y todavía su memoria es capaz de devolverle aquella lacerante sensación de pequeñez intelectual de la que no ha logrado curarse.

—Muchas veces soñé con este lugar. Pero ni en los sueños recordaba que tu padre tuviera teléfono aquí, ¿o sí?

—No, nunca lo tuvo. Papá odiaba dos cosas hasta casi enfermarse, y una era el teléfono. Y la otra la televisión, lo que demuestra que era un hombre muy sensible —recuerda ella y se deja caer en una de las dos butacas ubicadas frente al buró.

—¿Y cómo se ligan esas dos fobias con esta chimenea de ladrillos rojos en una biblioteca de La Habana? —pregunta él y se inclina ante el pequeño hogar y juega con uno de los atizadores.

—Tenía sus troncos y todo. ¿Es bonita, verdad? —Lo cortés no quita lo valiente… Mientras no caiga nieve en Cuba no sé para qué sirve esto.

Ella sonríe tristemente.

—Esa era la fachada de la caja fuerte. Yo misma lo supe cuando tenía como veinte años. Papá era un personaje. Un buen personaje.

El deja el atizador y ocupa la otra butaca, junto a Tamara. La biblioteca sólo recibe la luz de la pequeña lámpara
art nouveau
con pata de bronce y breves racimos de uvas de violeta intenso, y ella recoge un reflejo ambarino que le pinta la mitad del rostro de un tono cálido y vital. Lleva un mono deportivo, del mismo azul profundo de la Espasa-Calpe, y su cuerpo de bailarina desproporcionada parece agradecido con aquella ropa que la acaricia y la moldea.

—Fue Rafael quien puso la extensión aquí, hace como siete u ocho años. El sí no podía vivir sin un teléfono.

Él asimila esta pequeña decisión de Rafael y siente que sobre sus hombros cuelga el cansancio de un día demasiado largo en el que sólo ha oído hablar de Rafael Morín. Tantas personas le han hablado de él que ya empieza a pensar si en realidad lo conoce o se trata de un fenómeno de circo con mil caras, unidas por un aire de familia, pero decididamente distintas. Quisiera conversar de otras cosas, sería bueno decirle a ella que todo el camino lo hizo cantando
Strawberry Fields
, se siente propenso a este tipo de confidencias, o decirle que la encuentra cada vez mejor, más comestible, pero al final piensa que a ella podrían parecerle confesiones banales y vulgares.

—No me enteré cuando la muerte de tu padre. Hubiera ido —dice al fin, porque siente la presencia tangible del viejo diplomático en la habitación.

—No te preocupes —ella mueve la cabeza, y esto basta para que el mechón de pelo recupere su inquietud y regrese a la frente—, fue tremendo corre-corre, increíble. Fue duro asimilar que papá había muerto, ¿sabes?

Él asiente y vuelve a tener deseos de fumar. La necrología siempre lo impulsa a fumar. Descubre sobre el buró un cenicero de barro y se alegra de que no sea un cristal Murano o un Moser o un Sargadelos, grabado a mano, de la colección del doctor Valdemira. Mientras, ella se ha puesto de pie y se acerca al pequeño bar empotrado en una de las alas del librero.

—Me tomo un trago contigo. Creo que a los dos nos hace falta —recita el bocadillo y vierte el líquido de una botella casi cuadrada en dos vasos altos—. No sé a ti, pero a mí me gusta puro, sin hielo. El hielo le corta el aliento a un buen whisky escocés.

—Ballantine's, ¿no?

—De la reserva especial de Rafael —dice, y le entrega el vaso—. Salud y suerte.

—Salud y pesetas para la caja fuerte, porque belleza es lo que sobra —dice él y prueba el whisky y siente cómo el abrazo tibio le envuelve la lengua, la garganta, el estómago vacío, y empieza a sentirse mejor.

—¿Quién es Zoila, Mario?

Él se abre el
jacket
y bebe por segunda vez.

—¿Él andaba por ahí con mujeres?

—No estoy segura, pero la verdad es que cada vez me interesaba menos seguirle la pista a Rafael y no tengo ni idea de qué hacía con su vida.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que Rafael apenas paraba en la casa, siempre andaba en reuniones o de viaje, y eso mismo, no me interesaba seguirle la pista, pero ahora quiero saber. ¿Quién es Zoila?

—No lo sabemos todavía. No está en su casa hace varios días. Ya la estamos investigando.

—¿Y de verdad tú crees que Rafael esté…? —Y el asombro es verdadero.

Él no entiende bien y se siente incómodo. Ella lo mira, reclamando una respuesta.

—No sé, Tamara, por eso te pregunté lo de las mujeres. Tú eres la que debía decirme.

Ella prueba de su bebida y luego trata de sonreír, sin éxito.

—Estoy muy confundida, chico. Todo esto me parece un chiste de mal gusto y a veces creo que no, que todo es una pesadilla, que Rafael está en otro viaje, que nada de esto está pasando y que nada va a pasar, y que de pronto va a entrar por esa puerta —dice, y él no puede evitarlo: mira hacia la puerta—. Necesito la estabilidad, Mario, no sé vivir sin la estabilidad, ¿me entiendes?

Dice ella, y él la entiende, es fácil entender su estabilidad, piensa, y la ve tomar otro sorbo y sentir el oleaje tibio del whisky, baja el
zipper
de su abrigo hasta una altura francamente peligrosa: él quisiera mirar, trata de concentrarse en su trago, pero no puede y mira porque siente que está teniendo una erección. ¿Qué cosa es esto?, pretende explicarse aquel misterio, la gente no se desmayaba por la calle sólo con ver a Tamara y él pierde la respiración, no ha podido sacarse de la cabeza los deseos que le provoca aquella mujer y cruza las piernas para someter sus ansias a una aplicación forzosa de la ley universal de la gravedad. Abajo, varón.

—No creo que Rafael sea capaz de eso, no lo creo. ¿Que un día se acostara con una mujer? Mira, para serte franca, no es que lo sepa tampoco, pero no lo dudo, a ustedes les encanta hacer esas cosas, ¿o no? Pero no creo que se atreva a andar por ahí escondido con una mujer, me parece que lo conozco demasiado para imaginármelo en eso.

—Yo tampoco lo creo. No lo creo —insiste él, convencido, no iba a dejar todo esto así como así, y Zoilita no es la duquesa de Windsor. Otras cosas no las sé, pero de eso sí estoy seguro, piensa.

—¿Y qué más averiguaste?

—Que el gallego Dapena se volvió loco cuando te vio.

Sus ojos se abren, cómo los puede abrir tanto, se pregunta él y ella alza la voz, molesta, desconcertada, casi sin elegancia.

—¿Quién te dijo eso?

—Maciques.

—Vaya, qué lengua… Y después hablan de las mujeres.

—¿Y qué pasó con el gallego, Tamara?

—Fue un mal entendido, no pasó nada. Entonces eso fue todo lo que averiguaste —y vuelve a probar de su trago.

Él apoya el mentón sobre la palma de la mano y otra vez la vuelve a oler. Empieza a encontrarse tan bien que siente miedo.

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