Pasarse de listo (13 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Pasarse de listo
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Ni por esto andaba desavenida la Condesa con la época en que vivimos, porque percibía claramente que la invasión y encumbramiento de plebeyos astutos venía muy de atrás y no era cosa del día. La aristocracia, creía ella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contenta o resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mando a los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España una democracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a una mesocracia seglar.

La Condesa, al menos, sin que nosotros salgamos responsables de sus juicios, se explicaba así, de un modo sintético, la historia de su patria. Resultaba de aquí, que, de puro aristocrática y por odio a la democracia antigua, casi era la Condesa liberal y progresista. Prefería al dominio de un valido prepotente, a quien el monarca sacaba de la nada, el mando de esto que llaman clases conservadoras, en las cuales entraba por algo la suya, aunque mezclada con el instable remedo de la aristocracia de buena ley y con el furioso aluvión de injustificadas e improvisadas notabilidades.

En suma, y sea de ello lo que se quiera, la Condesa deseaba que su hijo no consumiese la mocedad toda en galanteos y diversiones, sino que se hiciese hombre formal y de pro, y añadiese a la nobleza heredada nuevo lustre y blasones con la adquirida por su talento y demás prendas personales.

Ya sabemos que el Conde había pasado el verano sin salir de Madrid. La Condesa no había salido tampoco.

Estamos en el mes de Octubre.

Casi todas las damas elegantes que habían ido a Biarritz, a Spa y a otros puntos, y que habían hecho una visita a París, estaban ya de vuelta de la expedición veraniega. Venían, como era natural, cargadas de galas y primores de Worth, de la Ferriére, de Alexandre y de otros artistas: galas que se disponían a lucir durante el invierno.

Entre estas damas expedicionarias y ya reinstaladas cerca de sus lares, se contaba la linda Adela, prima del Condesito. Era la bondad personificada sin frisar en tonta, y era además heredera única con esperanzas de ser más rica que su primo cuando heredase. La Condesa viuda quería casar con ella a su hijo.

Ya varias veces había procurado inducirle a que la pretendiera. Siempre había sido en balde.

Ahora, a los tres o cuatro días de haber llegado Adela, la Condesa llamó una mañana a su hijo a su cuarto, entre once y media y una, antes del almuerzo, y tuvo con él la siguiente importantísima conferencia.

XIV

Después de los cariñosos saludos de costumbre y de un breve preámbulo sobre asuntos insignificantes, sentados madre e hijo en cómodos sillones y enfrente ella de él, la Condesa entró en materia de este modo:

—Bien conoces tú, Ricardo mío, que yo me he pasado contigo de indulgente. Así he perdido toda fuerza moral, y apenas si me siento con autoridad y valor para darte un consejo.

—La bondad de V. para conmigo no puede ni debe disminuir el respeto y la veneración con que yo miro a V., madre mía, respondió Ricardo. No ya para aconsejarme, para mandarme tiene V. autoridad y debe tener valor. Yo obedeceré a V. si está en mi mano obedecerla.

—No pretendo que me obedezcas, sino que me escuches y que te dejes persuadir por mis razones. Es una lástima que pierdas tu tiempo como cualquier mozalbete casquivano, sin dedicarte a nada serio. Hasta cierta edad es perdonable ese modo de vivir; pero ya eres mayor y debieras servir a tu patria y mostrar que vales… ¿Por qué no te haces elegir diputado? ¿Por qué no te interrogas sobre tus propias opiniones, te forjas tu credo político, te trazas tu línea de conducta, y entras en la vida pública? ¿Vas a llegar a viejo,

En cínica e infame soltería,

como dijo quizás harto duramente el austero y satírico poeta, sin hacer más que cortejar a mujeres livianas? ¿Por qué no te casas con una mujer honrada, de tu clase, y te formas una familia?

A esta lluvia de preguntas contestó con mucho reposo el Condesito:

—Todas las excitaciones de V., querida madre, son tan buenas, que yo las seguiría sin vacilar, si de mí dependiera seguirlas. Por desgracia, no depende esto de mí. Para ser diputado, importa proponerse algo con serlo, y yo nada me propongo. Usted misma lo declara: importa tener un credo político y trazarse una línea de conducta. Pero en balde me interrogo: yo no sé lo que quiero, ni lo que creo. Casi todos los partidos me parecen bien y me parecen mal. No sé a cuál afiliarme. ¿He de inventar yo un partido nuevo, cuando ya hay tantos? Además, que no es tan fácil inventar ese partido. Para su credo, apenas se me ocurre otro artículo de fe que aquella sentencia constitucional del año de 1812: que todos los españoles sean justos y benéficos. Lo demás me es indiferente. Yo amo la libertad como un medio, y el progreso como un fin; pero los amo de una manera vaga y encumbrada y comprensiva, que se presta en la práctica a mil interpretaciones. Así es que por un lado me amoldaría a casi todos los partidos medios, aceptando sus principios, y por otro lado sería rebelde o indisciplinado en todos los partidos, porque sus prohombres no me satisfacen. En resolución, yo noto que me falta vocación para la política. Soy más a propósito para la contemplación que para la acción. Créame V., yo lo haría detestablemente; me desluciría si me metiese a repúblico. ¿Por qué hemos de ser todos actores en tan pesado drama, que dura siempre sin que se llegue jamás al desenlace? ¿No basta que esté uno condenado a ser espectador? Mire V., madre, yo me canso de asistir a ese drama que no termina nunca, que siempre es lo mismo, donde hay enredos sobre enredos, cambios de decoraciones y entrada y salida de personas que casi todas lo hacen mal, y en cuyo argumento no hay principio ni fin, ni término ni pensamiento. Imagine V., pues, si me canso de ser mero espectador, y mero espectador poco atento y distraído, cuánto me cansaría si reclamase también un papel y tratase de representarle. Desengáñese V.; la política es un oficio fastidioso, que sólo deben ejercer los que no tienen dinero, ni posición, y necesitan adquirirlos ejerciéndole; pero yo, que tengo mi caudal, puedo y debo ser más útil a mi patria y a mí mismo, cuidando ese caudal, mejorándole y aumentando así la riqueza pública, que no añadiendo un individuo más al número ya desmedido de los que se disputan las carteras, las plenipotencias y las direcciones generales. Soy tan escéptico, que no atino a creer en las creencias de los otros. Se me figura que los más consecuentes suelen ser los menos sinceros; que son consecuentes a fuerza de ser testarudos. Adoptan una opinión, como pudieran haber adoptado otra, sin fe ni caridad, y ya la siguen siempre, para que se diga que hacen bien su papel, y porque al fin es más fácil representar un papel que diga siempre lo mismo, sean las que sean las circunstancias, que no otro papel donde se digan muchas y diversas cosas, según importe quizás en cada momento, no sólo al bien particular o singular, sino al bien público. Con esta reflexión me siento inclinado a perdonar las apostasías; pero, como mi espíritu es una perpetua contradicción, reflexiono en seguida otra cosa y condeno duramente a los apóstatas y volubles. Los sospecho de interesados y de tunantes. Recelo que no cambian de buena fe, sino porque quieren estar siempre encima y hacer su agosto. En fin, ¿para qué hablar más? Soy incapaz para la política. Más fácil me sería echarme a filósofo, a naturalista o a poeta. ¿No es mejor, sin embargo, que cuide de mi hacienda en santa paz, y procure ser un buen ciudadano, un miembro útil y activo del cuerpo social, y un caballero agradable y entretenido? Ahora que apenas hay majadero o galopín que no se meta a sabio, o a gobernador del pueblo, o a personaje importante; ahora que todos los hombres se pasan la vida echando discursos en las sociedades científicas, en los clubs, en las asambleas y en otros focos de luz, ¿no es conveniente que haya algunos que se vayan a los salones para que las pobres mujeres no se queden solas, sin nadie que les hable y las entretenga un poco? Ya ve V. si tengo razón en seguir apartado de la política. En cuanto al otro consejo capital de V., nada tengo que objetar. En efecto, debo casarme; pero yo no quiero casarme por casarme. Para contraer esa temerosa unión, que sólo la muerte rompe, quiero hallar una mujer en quien confíe y a quien ame, y cuyo espíritu se abra al mío y me muestre que puede estar en duradera, firme, santa e íntima comunión con él. Deje V. que halle esa mujer, y al punto me verá casado.

—Perdona que te diga, Ricardo —replicó la Condesa—, que todo cuanto estás diciendo es un cúmulo de sofisterías y de extravagancias. Si doy por cierto, y no lo doy por cierto, que la política es sólo un medio de medrar en la mayoría de cuantos a ella se dedican, culparé más aún a los egoístas que no quieren intervenir en la política porque ya están medrados. Todavía se debe presumir que el que busca materialmente su medro personal, busca también el aplauso, la gloria, y se siente movido por el deseo de hacer el bien de todos, que al cabo no es incompatible con el bien singular suyo; pero del perezoso, del frío de corazón, del descreído, que por no molestarse y porque no necesita medro porque ya le tiene, no interviene en nada, y no sabe más que censurarlo todo, y señala mil males y no pone remedio a uno solo, de éste, digo, no hay alma, por generosa y benévola que sea, que se preste a suponer nada bueno. Este último es peor y más ruin que el más interesado busca-vida de los políticos activos. Buscándosela, trabaja al fin, y sirve de algo, y tal vez hace el bien general o procura hacerlo, a costa de fatigas y peligros, cuando procura asimismo, como es lícito y natural, su propio encumbramiento y provecho. ¿Qué héroe antiguo, qué guerrero, qué gran político, de los que ensalza la historia, ha sido tan absurdamente desinteresado, como sería menester serlo para estar libre de tus invectivas? Esto en cuanto a la política. En cuanto a tu casamiento, no debo negarte que tienes razón en desear para mujer propia una que tenga las prendas de que me hablas; pero ¿por qué no la buscas? ¿Ha de pasar ella casualmente delante de tus ojos? ¿Ha de abrir su espíritu al tuyo y ha de mostrarte que merece entrar en íntima comunión con él, sin que te tomes siquiera el trabajo de llamar a la puerta? ¿Vas a buscar acaso ese tesoro que necesitas entre las aventureras, entre las damas galantes, entre las mal casadas a quienes enamoras?

—Madre, yo no enamoro ni pretendo ahora a ninguna aventurera, a ninguna dama galante, a ninguna mal casada. Si tiene V. noticias tales, está V. mal informada.

—Pues entonces, ¿por qué no te dedicas a tu prima Adela? Se diría que el cielo la destina para ti. ¡Es tan buena, es tan discreta, en medio de su inocencia! Y hablando en confianza… la creo muy propensa a prendarse de ti. Estoy segura de que te adoraría.

—El amor de madre acaso ciegue a V.; pero, aunque ella propendiese a amarme, ¿cómo he de mandar yo a mi corazón que la ame? No la amo, y sin amor no me casaré con mujer alguna.

—Tú amas, lo sé, a la que no puede ser tu mujer, porque lo es de otro; dijo al fin la Condesa, no pudiendo sufrir más las rebeldías de su hijo.

—Ya he dicho a V. que no amo ahora a ninguna mujer casada.

—Me han dicho que estás en relaciones con la mujer de un empleadillo en Hacienda, con una aventurera que va a casa de la Condesa de San Teódulo.

—Madre, los que tal han dicho mienten. Ni yo estoy en relaciones con esa mujer, ni esa mujer es una aventurera. Caro le costaría a cualquier hombre que se atreviese a calificarla de tal en mi presencia.

—Tú mismo te delatas. Esa vehemencia con que la defiendes me prueba más aún que la amas. Tal vez esa mujer te ha hechizado. La cosa es peor de lo que yo presumía. No es un capricho, es una verdadera pasión.

—Si la estimación y la amistad son pasiones, estoy apasionado de ella, lo confieso. Por lo mismo, madre mía, suplico a V. que desmienta mis relaciones amorosas con esa mujer, y que no contribuya a disfamarla y hacer acaso la infelicidad de su marido, que es un hombre excelente. Si el infeliz llegase a saber lo que tan a pesar mío, y tan sin fundamento, dice de nosotros la maledicencia, se moriría de dolor. ¡No lo permita nunca el cielo!

La Condesa no se atrevió a continuar la conversación, al ver lo exaltado que su hijo se ponía, y la vehemencia con que hablaba en pro de doña Beatriz.

Allá en el fondo de su alma la Condesa se afligió mucho, imaginando que su hijo no tenía unas relaciones vulgares, un pasatiempo inmoral, pero sin consecuencias, sino una pasión vivísima. Pensó además que la ocasión era menos favorable que nunca para inducir a su hijo a que se dedicase a la política y a su prima Adela; y, muy contrariada, dio otro giro a la conversación, esperando mejores días.

XV

La conversación que tuvo con su madre puso al Conde de Alhedin de muy mal humor contra los deslenguados, chismosos e insolentes que iban propalando por todas partes sus amores con doña Beatriz; pero no por eso procuró en lo sucesivo ser más cauto y mirado a fin de no dar ocasión y fundamentos a aquellas habladurías.

El Condesito había adquirido tal costumbre de ir todas las noches a la tertulia de los de San Teódulo, que a cualquiera cosa faltaría antes de dejar de ir. La misma costumbre había adquirido doña Beatriz. De esta suerte se veían de diario y en presencia de muchos hombres maliciosos, amigos de burlas y muy propensos a explicarlo todo por el lado más feo.

Sostenía el Condesito que doña Beatriz era la discreción personificada, que su conversación tenía un atractivo irresistible, y que su honra y su castidad estaban por cima de toda sospecha. Así era que él no se tomaba trabajo alguno para disimular, y hablaba con doña Beatriz aparte, y horas enteras, en casa de Rosita.

El Conde, y la misma doña Beatriz, en quien al cabo era esto más disculpable por su falta de mundo, se habían empeñado sin duda en que las gentes los tuviesen por superiores a toda crítica; en que juzgasen sus coloquios santos, puros y sublimes, como los que tuvo allá en la antigüedad Numa con la ninfa Egeria, o como aquellos que en la cumbre del Purgatorio, y después entre los esplendores del Paraíso, tuvo Dante con la tocaya de nuestra heroína.

Las gentes, sin embargo, no estaban de este parecer. Apenas si, por lo común, son capaces de alcanzar tales sublimidades y de prestar crédito a lo que llaman sutilezas o tiquis-miquis amorosos. Creen siempre en algo de menos etéreo, sobresustancial y trascendente. La amistad de los espíritus, el platonismo, la adoración desinteresada a una mujer, aunque se mire como grosero el símil, les parece a manera de salsa picante; pero entienden que no es plato de gusto aquel donde no hay más que la salsa. El misticismo es un condimento sin el cual el amor sería desabrido para los paladares delicados; mas nunca pasa para las gentes vulgares de ser un condimento; es como la sal, la mostaza, la pimienta y otras exóticas especierías.

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