Pasarse de listo (16 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Pasarse de listo
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A pesar de su empeño en fingirse todo lo contrario, Elisa insistió entonces en formar gran idea del mérito de doña Beatriz.

—Debe de ser —decía para sí—, una mujer diabólica, hermosa, discreta, poseedora de infernales recursos, cuando ha logrado hechizar y embobar al Conde, que no es ningún chico inexperto ni ningún majadero.

Con estas y otras parecidas reflexiones la Marquesa se atormentaba casi de continuo.

La nueva, por último, del duelo del Conde con el poeta Arturo por defender la inmaculada pureza de la mujer del empleadillo, estalló como una bomba en el corazón de Elisa.

—La quiere, la adora con frenesí —decía Elisa en el fondo del alma—. ¿Qué habrá hecho ese demonio para cautivar aquellos libres pensamientos, para turbar aquella mente despejada y serena, para mover una tempestad de pasiones en aquel espíritu tan calmoso?

Nada de fijo se contestaba Elisa a tales preguntas; pero vagamente se fingía ya a doña Beatriz tan bella, tan discreta y tan elegante como lo era en realidad; y suponía asimismo en doña Beatriz un arte no aprendido, una sabiduría infusa tal y tan extraordinaria, que todas las
flirtations
que ella solía emplear eran burdas, pueriles o necias, en comparación de las de aquella oscura y venturosa provinciana.

En esta situación de ánimo ocurrió un día la maldita casualidad de que, yendo Elisa a paseo en landó, al pasar por la Puerta del Sol a eso de las cuatro de la tarde, se interpusiesen unas mujeres distraídas y estuviesen a punto de ser atropelladas. El hombre que las acompañaba las libró del peligro agitando su bastón delante de los caballos, los cuales, espantados, se alzaron de manos, y encabritándose y manoteando estremecieron el landó y asustaron a su vez a Elisa.

¡Cuán sorprendida no quedaría esta al reconocer en el hombre que le acababa de dar el susto al propio Conde de Alhedin, quien la saludaba cortésmente y le pedía por señas humilde perdón de aquella imprescindible irreverencia!

No hubo tiempo para que el Conde hablase a Elisa, cuyos caballos, apartado el Conde que les estorbaba el paso, arrancaron con furia, a pesar del brío con que los retenía el cochero.

Elisa tuvo tiempo, no obstante, para mirar, para examinar a ambas mujeres. Al punto adivinó quiénes eran.

Cruel fue el resultado de su examen. Absorbida su atención en Beatriz, apenas se fijó en Inesita; pero a Beatriz la vio, la contempló, la estudió con una intensidad tan honda, que compensó de sobra lo breve del tiempo que duró el estudio.

En lo más íntimo de su conciencia, en aquel abismo adonde no llega el amor propio por grande que viva en nosotros, y hasta donde el entendimiento ofuscado penetra rara vez, Elisa se reconoció por un instante muy inferior en todo a doña Beatriz.

Pronto, sin embargo, volvió su ánimo de la postración; se recobró del amilanamiento, del desmayo en que había caído.

La reacción del orgullo herido fue violentísima y poderosa.

Entonces, corriendo en su coche por la calle de Alcalá abajo, Elisa juró guerra a muerte a doña Beatriz, la cual estaba muy ajena de que se alzaba contra ella tan temible enemiga.

En nombre del orgullo, en nombre del amor, que con el orgullo nació de súbito en su alma, si bien con bastardo e impuro nacimiento, Elisa se resolvió a luchar, a aventurarlo todo por atraer de nuevo al Conde y por quitárselo a doña Beatriz y tomarle ella.

Marido o amante, todo le era igual en aquel momento de ira; lo que le importaba era rendir al Conde, conseguir que no fuese de doña Beatriz, lograr que aquella mujer se viese abandonada.

XVII

A pesar de su culto a doña Beatriz, el Condesito seguía yendo a teatros, paseos y reuniones aristocráticas. En dichos puntos siempre encontraba a Elisa.

Esta volvió a emplear para cautivarle cuantos medios había antes empleado; pero el Condesito, firme y frío como una roca, no se mostraba sensible ni aun se daba por entendido.

Elisa no perdió por eso la esperanza: esforzó sus artes y llegó más allá del término hasta donde en toda su vida había llevado la
flirtation
. Tampoco así consiguió que el Conde diera la menor señal de que se inclinara a rendirse.

Elisa se esmeró entonces en su vestido y peinado; lució nuevas y ricas galas; aguzó el ingenio para que en las tertulias tuviese mayor hechizo su conversación; atrajo en torno suyo a cuantos hombres valían más por cualquier estilo; se rodeó de más brillante y numerosa corte que nunca, y ni aun así pudo vencer la indiferencia del Conde.

Diole las muestras más patentes y lisonjeras de su predilección: dejó mil veces plantado a todo un círculo de admiradores, y rompiéndole, en los bailes, fue a asirse del brazo del desdeñoso. Para él fueron las más dulces miradas, las más afectuosas sonrisas; todos aquellos signos, en suma, que suelen augurar favor y revelar amor, sin traspasar los límites de la modestia y del decoro.

El Conde no respondía con desvío. Esto hubiera sino menos cruel. El Conde respondía con gratitud, con cortesanía extremada y con tan glacial acatamiento, que ponía fuera de sí a la pobre Marquesa.

Imaginó, por último, Elisa que le iba sucediendo con el Conde lo que al pastorcillo embustero de la fábula, que gritaba: «¡Al lobo! ¡Al lobo!» cuando el lobo no venía; y que una vez que el lobo vino, no le valió gritar «¡Al lobo!» porque los que podían socorrerle no dieron crédito a sus gritos. Elisa calculó que el Conde no acudía al reclamo, temeroso de nueva burla. Era, pues, indispensable darle pruebas de completa sinceridad.

Mucho se violentó antes de resolverse. Su orgullo se resistía. Sus costumbres, tan contrarias a la humilde franqueza, ponían dique a su deseo. Elisa sabía prometer, alentar, dar esperanzas de un modo tan aéreo y confuso, que se pudiese negar hasta ella misma que había prometido y alentado. Su amor, o más bien el fantasma, la apariencia de amor que ella creaba y alimentaba en su alma, era tan sutil y vaporoso, que se deslizaba hasta el seno de los más empedernidos, despertando a veces tempestades, y no dejaba huella ni rastro de su paso. Se desvanecía como sombra; era ilusorio, vano como silfo, y tenía la fuerza de un gigante para destrozar corazones.

Pero este fantasma de amor no le valía ya con el Conde. Verdadero amor, aunque nacido de envidia y celos, no le valía tampoco. El Conde, escarmentado ya del amor falso, tomaba por falso el verdadero. Era indispensable que el amor mostrase su verdad y su realidad, sin que ofreciese la más pequeña duda. Elisa ansiaba robar a doña Beatriz el corazón del Conde, costase lo que costase.

En esta disposición de ánimo, Elisa estaba determinada a todo lo que pudiese asegurarle la victoria. Pero, en medio de sus más violentas pasiones, la prudencia no la abandonaba. Calculaba con serenidad, como si estuviese en calma.

Calculó, pues, en esta ocasión, que rendirse sin condiciones no era triunfo, sino derrota; que podría suceder que el Conde, verdadero triunfador, volviese a doña Beatriz, ocultándole una infidelidad efímera o pidiéndole perdón de su culpa. Sólo con pensarlo temblaba Elisa de despecho.

Su primera idea de que el Conde fuese, si dejaba a doña Beatriz, o su marido o su amante, se limitó a uno solo de los dos términos del dilema. La Marquesa, tan libre hasta allí, decidió sujetarse al dominio de aquel hombre. Era rica; a pesar de sus vanos coqueteos, su reputación se había conservado sin mancha; era de una familia no menos ilustre que el Conde; era para el Conde un excelente partido; ¿por qué no habían de casarse los dos? Era el único medio seguro que tenía Elisa de triunfar de doña Beatriz.

En mujer tan orgullosa como Elisa no cabía una insinuación directa con el Conde: no cabía que ella se le declarase. Decidiose, pues, a dar un paso, que no comprometía su buena fama, que la dejaba ilesa, aunque pudiese mortificar su vanidad.

Llamó a su casa a un anciano tío suyo que le inspiraba la mayor confianza: hizo con él confesión general de sus coqueteos con el Conde de Alhedin; reconoció que con el amor no hay burlas; declaró que, burlando ella con el amor, era ya la burlada, la cautiva y la enamorada; y suplicó al prudente tío que viese a la madre del Condesito, y que, como cosa suya, si bien dando a entender que le constaba que la Marquesa estaba propicia, propusiese a dicha señora tan brillante matrimonio para su hijo.

El tío cumplió con discreción y habilidad el delicado encargo. La Condesa viuda de Alhedin halló que su hijo no podía soñar con mejor boda, y se puso enteramente de parte de la Marquesa, cuya decidida voluntad en favor del Conde la lisonjeaba en extremo.

No hay que decir que esta negociación se llevó con el mayor sigilo.

La Condesa de Alhedin tuvo con su hijo una larga conversación: le habló de la boda propuesta como de una gran dicha para su casa; como de un fausto suceso que merecería toda su aprobación, y trató de apartarle de los enredos galantes que le suponía, pintándole las delicias del hogar doméstico y repitiendo lo que otras veces había manifestado, de que ya era tiempo de que tuviese una familia, adquiriese otra gravedad y respetabilidad y emplease su vida y las altas prendas que Dios le había dado en asuntos serios, que redundasen en pro y mayor lustre de su nombre y en bien de su patria.

El Condesito volvió a negar a su madre que él tuviese relaciones con doña Beatriz, y le confesó que había estado prendadísimo de la Marquesa; pero añadió que su coquetería sin entrañas le había curado de aquel principio de amor, y que tan radicalmente le había curado, que le era ya imposible amar a la Marquesa, y por consiguiente casarse con ella, si bien reconocía que era merecedora de llevar el nombre de él y de ser su compañera de toda la vida.

En resolución, aunque de un modo indirecto, y con el más profundo sigilo, y suavizando el golpe los dos medios por quien pasó, a saber: primero, la Condesa, al hablar con el tío, y el tío luego al hablar con la sobrina; ésta, como dura lección y como castigo de sus
flirtationes
, recibió lo que vulgarmente llamamos unas terribles calabazas.

La soberbia de Elisa, ofendida y humillada en lo más vivo, pedía venganza desde el fondo de su corazón.

Jamás Elisa había previsto, ni en sus sueños más negros y desesperados, que un hombre se había de resistir a sus atractivos poderosos y a la magia de sus coqueteos; que este hombre la había de enamorar cuando era ella la que solía enamorar a todos los hombres, y que al fin la había de impulsar hasta el punto de tomar la iniciativa y de mendigar su mano y de recibir de él una repulsa insolente y desapiadada.

La causa de todos estos males era doña Beatriz. Por culpa de doña Beatriz creía Elisa que se había enamorado del Conde; por culpa de doña Beatriz creía que el Conde la desdeñaba.

La cólera se apoderó de su alma; la cólera arrojó de allí todo sentimiento generoso, todo escrúpulo, toda consideración que se opusiera a la venganza.

Con tal de vengarse no le arredraba ya ni el delito; no le sonrojaba meditar en los medios más viles y llegar a valerse de ellos.

XVIII

Dos días después del cruel desengaño de Elisa, D. Braulio González, al ir a sentarse en la mesa de su despacho en el Ministerio, vio sobre el pupitre una carta que le iba dirigida. La abrió y leyó lo que sigue.

«Sr. D. Braulio: La fama va esparciendo por todas partes que es V. listísimo. Yo le he tomado a V. afición y no quiero creerlo. En la situación de V., llamarle listo es hacerle la mayor injuria. Verdaderamente V. no puede ser listo dentro de lo justo. O V. no es listo, o V. se pasa de listo. Prefiero creer y decir que V. es tonto. ¡Sería tan infame saber y disimular! No; V. ignora lo que en Madrid sabe todo bicho viviente. Usted no disimula. No se disimula con tanta habilidad. Discreto es el Conde de Alhedin, discreta es doña Beatriz, y sin embargo no han disimulado».

Así terminaba la infame carta. Ni una palabra más. No tenía firma. La letra parecía contrahecha.

Don Braulio leyó la carta una, dos, hasta tres veces, como quien no se entera bien, como quien no da crédito al testimonio de sus sentidos, como quien duda aún de si es realidad o si es una pesadilla o un delirio lo que percibe.

Sin alterarse luego, hizo con pausa mil añicos de la carta, incluso del sobre; después estuvo a punto de echar los añicos en el cesto que tenía al lado para los papeles rotos; y al cabo, como reflexionándolo mejor, y como temiendo que la carta destrozada pudiera juntarse y recomponerse, se alzó D. Braulio de su asiento, se dirigió a la chimenea que ardía en un lado de la sala, y arrojó con cuidado en la llama todos aquellos pedacitos de papel.

Volvió entonces a su mesa para empezar sus trabajos del día; pero no bien dio tres o cuatro pasos, no acertó a tenerse en pie, y cayó desplomado sobre la estera del suelo que cubría la estancia.

Los compañeros y escribientes que allí le acompañaban corrieron a levantarle.

—¿Qué es esto, Sr. D. Braulio? —dijo uno.

—¡Amigo González! —exclamó otro.

Don Braulio no respondió.

—Es un ataque de apoplejía.

—¡Qué demonio de accidente!

—¿Qué apoplejía? —dijo otro—. Buena facha de apoplético tiene este señor, más seco que un bacalao.

—Más bien será un desmayo de debilidad —exclamó un cuarto interlocutor, que despuntaba por lo gracioso—. Su mujer lo gastará todo en moños, y comerán poco en su casa.

En fin, aunque no eran muy caritativos los compañeros, atendieron a D. Braulio, quien no tardó en volver en sí.

Su primer cuidado fue suplicar a los allí presentes que no dijeran nada de lo ocurrido, a fin de que en su casa al saberlo no se asustasen.

Todos le prometieron callar.

Don Braulio aseguró entonces que se hallaba enteramente repuesto, y volvió a su asiento y se puso a trabajar como si nada hubiera pasado.

No salió aquel día de la oficina ni medio minuto antes de la hora de costumbre.

Cuando volvió a su casa, nadie hubiera notado en su rostro la menor huella de dolor.

Dijo tranquilamente a su mujer que Paco Ramírez le llamaba al lugar; que tenía que arreglar allí un negocio importante, y que aquella misma noche iba a tomar el tren de Andalucía.

Alguna extrañeza causó a doña Beatriz el repentino viaje de D. Braulio; pero éste afirmó con serenidad que no era negocio que debiese inspirar cuidado, y así desvaneció todo recelo, tanto de la mente de su mujer, cuanto de la mente de Inesita, la cual se mostró también algo maravillada al principio.

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