Pasillo oculto (3 page)

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Authors: Arno Strobel

BOOK: Pasillo oculto
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No se mueve, creo que le he...

Alargó una mano temblorosa y buscó, con dos dedos, su pulso en el cuello. Era claramente perceptible. Aliviada, se apartó unos pasos, enjugó las lágrimas que asomaban a sus ojos, y vigiló el gris contorno de aquel cuerpo inerte.

¡La llave!

Debía apresurarse, pues probablemente no dispondría de otra oportunidad como aquélla.

No necesitó mucho tiempo de búsqueda. Al sacar y arrojar con descuido al suelo el fonendoscopio que halló en uno de los bolsillos, descubrió también un manojo de llaves. La invadió una gloriosa sensación de triunfo cuando las apresó con la mano.

Rodeó a Muhlhaus, cuyo cuerpo obstaculizaba la puerta. La estrecha apertura permitiría a duras penas que se deslizase a través de ella una persona, pero Sibylle se sentía incapaz de tocar a aquel individuo a fin de apartarlo a un lado.

Comprobó las llaves con cierta precipitación, logrando que encajara a la perfección la segunda de ellas. Cuando la puerta se movió, Sibylle estuvo a punto de soltar un grito de júbilo. Dio un paso cauteloso hacia delante y asomó la cabeza por la puerta. La deslumbró la fría iluminación que una hilera de tubos fluorescentes irradiaba desde un techo anormalmente bajo y se vio obligada a entornar los ojos. Tras volver a abrirlos, pudo distinguir un desnudo pasillo de aproximadamente cinco metros de longitud. La habitación en la que había permanecido encerrada se encontraba en uno de los extremos de ese pasillo, y vislumbró otra puerta en frente. Las paredes pintadas de gris, desprovistas de adorno alguno, que enlazaban su propia puerta de aquella otra, carecían de cualquier otra abertura, ya fueran más puertas o ventanas.

No se parece en absoluto al típico pasillo de hospital, pensó, adentrándose en él.

Tembló, siendo repentinamente consciente de que su vestimenta se reducía a un delgado camisón. Sopesó, durante breves instantes, la posibilidad de regresar junto a su cama y buscar sus ropas, pero desechó la idea. Si despertaba aquel individuo mientras aún se encontraba registrando la habitación, su escasa ventaja se esfumaría. El no se dejaría sorprender en una segunda ocasión, eso seguro. Era preciso desaparecer de allí lo antes posible, todo lo demás pasaba a un segundo plano. Cerró la puerta tras de sí procurando hacer el menor ruido posible, impidiéndole de este modo a Muhlhaus iniciar su persecución en cuanto despertara.

El ruido que sus pies desnudos provocaban al pisar el frío suelo de cemento le resultó anormalmente atronador, por lo que decidió avanzar de puntillas los últimos metros.

La puerta situada al otro extremo del pasillo también carecía de manilla. En esta ocasión hubo de probar todas las llaves antes de dar con la adecuada.

Le palpitaban ferozmente las sienes, y, mientras rezaba por no tropezarse con ningún compañero del Doctor Muhlhaus, abrió la puerta.

La estancia que encontró ahora medía aproximadamente diez metros cuadrados y la clasificó mentalmente como un amplio sótano. De nuevo tubos fluorescentes desnudos, una irritante iluminación, nada de ventanas. Una serie de cajas de diversos tamaños habían sido abandonadas por el lugar en disposición aparentemente aleatoria. Por lo demás, la habitación estaba vacía.

Sibylle inspiró profundamente y cruzó presurosa al otro lado, en el que había localizado una posible salida. Averiguó pronto que ésta la conducía hacia unas oscuras escaleras engarzadas en paredes de cemento sin ningún tipo de revestimiento.

No dudó al posar su pie desnudo en el primer escalón, aunque su corazón se desbocaba.

Tras cuatro breves tramos de diez escalones cada uno, concluyó su ascenso ante una puerta de acero. Le llevó unos veinte segundos, y dos llaves, poder sentir sobre su rostro la cegadora luz del sol que se derramaba por las escaleras a través de la puerta entreabierta.

Una calidez muy agradable envolvió su cuerpo, creando en ella una sensación de bienestar de tal magnitud que hubo de reprimir un grito de placer.

Ante ella apareció un extenso jardín, a todas luces abandonado, cuyo contorno se había configurado a partir de setos y árboles estratégicamente dispuestos. Unas losas de hormigón parcialmente agrietadas y cubiertas de maleza conducían hacia una abertura, de aproximadamente un metro de ancho, en uno de los setos situados en el lado opuesto del lugar en el que se encontraba. Sibylle se dio la vuelta. Se vio ante la parte posterior de un edificio de tres plantas cuya disposición de ventanas recordaba, efectivamente, a un hospital. Y ella había estado recluida en los sótanos de ese hospital.

Echó a correr saltando por encima de las irregulares losas, estremeciéndose en un par de ocasiones al pisar con sus pies desnudos algunas aisladas piedrecitas.

No le resultó familiar la calle que encontró tras alejarse de aquella propiedad, pero constató con alivio que los vehículos aparcados en las proximidades llevaban matrícula de Ratisbona.

Se aproximaba una pareja de edad madura. Sibylle retrocedió unos pasos, ocultándose tras el seto. Mientras aguardaba a que aquellas personas pasaran de largo, trató de decidir cómo proceder a partir de entonces.

Lukas... Johannes... tengo que llegar a casa, como sea.

En cuanto se asegurara de que su hijo no había sufrido daño alguno le rogaría a su marido que la acompañara a la policía.

Interrumpió sus pensamientos. Cuando pensaba en Lukas y Johannes volvía a experimentar aquella extraña sensación, un malestar emocional tan intenso que le causaba un agudo dolor de estómago.

Pero qué demonios...

Al parecer, el Doctor Muhlhaus no se hallaba equivocado del todo. Algo iba mal en ella.

Mi cabeza...

Pero, ¿por qué había insistido en intentar convencerla
de que no tenía hijos? ¿Tal vez pretendía proteger a Lukas de una madre perturbada? ¿O quizá suponía realmente un
peligro
para los demás y su encierro estaba plenamente justificado?

Eso es una estupidez.

Sibylle se distrajo al percibir un murmullo masculino en el momento en el que la pareja al otro lado del seto se iba acercando a su posición. Aguardó un minuto más antes de atreverse a volver a salir a la calle. Escrutó precipitadamente los alrededores. Nadie. Ya podía ponerse en camino.

Aunque ignoraba exactamente dónde se hallaba, trataría de llegar hasta su casa sin llamar demasiado la atención, tarea difícil, habida cuenta de que sólo la cubría un finísimo camisón de hospital. Tal vez podría solicitar ayuda o, mejor aún, rogarle a alguien que le facilitara el uso de un teléfono móvil, y así llamar a su casa. Mientras ponía sumo cuidado en no pisar ninguna piedra o incluso tal vez algunos cristales con sus pies desnudos, inspeccionaba de forma metódica las casas de generosos jardines por las que pasaba. La mayoría de las fachadas presentaban pétreos adornos alrededor de puertas y ventanas y también justo bajo los inclinados tejados.

Dos minutos más tarde alcanzó un cruce para descubrir, aliviada, que reconocía la ancha y transitada calle transversal. Se trataba de la calle Adolf-Schmetzer que, en dirección este, la conduciría
hasta Ostentor, la puerta este de la ciudad.

Aquello
le
confirmó también que había estado retenida en el sótano de un hospital, pues recordaba haber pasado en dos o tres ocasiones por aquel preciso lugar, sin jamás visitarlo, por supuesto. Estaba segura de que se trataba de un hospital, según creía, de una clínica de carácter privado.

La distancia hasta su casa desde allí era de unos cuatro kilómetros.

En el lado opuesto del cruce se detuvieron tres jóvenes que, al parecer, acababan de descubrir su presencia. Señalaban a Sibylle con el dedo gritándole obscenidades desde el otro lado de la calle. Otros viandantes, alertados por las voces, comenzaron a fijarse en su figura casi desnuda. Algunos, extrañados, simplemente reparaban en su atuendo y continuaban presurosos su marcha; otros, en cambio, se paraban a examinarla con todo descaro.
Sibylle no se
había sentido nunca antes tan expuesta. Retrocedió unos pasos y su espalda tocó una pared. Se aplastó contra ella, juntó firmemente los muslos y procuró que el borde inferior del fino camisón al menos le cubriera las bragas. Su gesto provocó nuevas imprecaciones y comentarios jocosos por parte de los jóvenes.

La invadió el pánico. Jamás lograría llegar hasta su casa. Le sería imposible avanzar más de quinientos metros sin que a su alrededor se concentrara una multitud.

Sibylle se alertó con el sonido de un claxon. El vehículo de color rojo que lo había emitido había frenado justo a su altura. Su primer impulso fue huir, pero, ¿de qué le hubiera servido? Cuando advirtió que bajaban la ventanilla en el lado del acompañante titubeó brevemente, para después acercarse con cierta reticencia al automóvil, inclinarse un poco y asomarse cautelosamente a su interior.

Se encontró con la mirada preocupada de la conductora, una mujer corpulenta de unos sesenta años, con el pelo corto teñido del rojo más escandaloso que Sibylle hubiera visto jamás adornar una cabeza. Completaban su imagen unas patéticas gafas de montura verde manzana al estilo de los sesenta.

—Dios mío, chiquilla, ¿qué haces así por la calle? Te vas a meter en un lío.

Sibylle no necesitó demasiado para llegar a la conclusión de que tenía ante sí una oportunidad única de llegar hasta su casa a toda prisa y sin llamar la atención. Reflexionó a toda velocidad.

—Lo sé —tartamudeó—. Yo... yo... He discutido con mi marido y he echado a correr, sin pensármelo. Tal como estaba. He salido a la calle y comenzado a correr y correr y ahora...

—Y ahora te has convertido en una diversión pública —completó la mujer, observando de reojo a los jóvenes que seguían lanzándole imprecaciones—. Venga, ¡sube!

Se reclinó sobre el asiento del acompañante y alargó la mano para abrir la puerta desde dentro, presionando unos pechos descomunales contra el freno de mano.

Sibylle apenas dudó antes de entrar y cerrar la puerta. Pocos segundos después, el vehículo se puso en marcha, obligando al conductor de un coche que se había estado acercando por detrás a pisar bruscamente el freno. Aporreó ferozmente el claxon, pero la pelirroja no se inmutó.

Sibylle se enjugó el sudor que perlaba su frente y cerró los ojos. En su mente se materializó la imagen de un chiquillo rubio. Le sonreía, mostrando la más dulce mella que jamás hubiera podido imaginar.

Capítulo 3

Siguió con la mirada al automóvil en el que ella acababa de desaparecer y que había estado a punto de provocar un accidente. Cuando lo perdió de vista entre el tráfico, sacó del bolsillo su teléfono móvil y marcó un número.

Su interlocutor parecía haber estado aguardando aquella llamada con el teléfono en la mano, pues respondió de inmediato.

—Soy yo —anunció, escueto, y ofreció también en breves palabras su informe.

—Muy bien, Hans —aprobó el otro, una vez hubo guardado silencio—. Ahora, ve a la casa.

Con esas palabras se dio por terminada la conversación.

Hans cerró la tapa del teléfono, lo introdujo de nuevo en el bolsillo de sus vaqueros y se puso en marcha.

Su propio vehículo estaba estacionado delante de la clínica. Al dirigirse hacia allí estuvo a punto de pisar la piel de un plátano que algún inconsciente había arrojado a la acera. La advirtió en el último segundo. Mientras continuó avanzando, imaginó qué hubiera pasado si hubiera resbalado, caído y se hubiera roto algo. Un acontecimiento aparentemente trivial con consecuencias, sin embargo, tal vez de gran alcance. Para el Doctor. Para ella...

Hans imaginaba a menudo cosas como aquélla. La vida consistía en una sucesión de acontecimientos que afectaba a personas, animales, cosas, que, continuamente, a cada segundo, se aproximaban de forma radial. Cada choque, cada contacto entre ellos, constituía un suceso, y cada una de estas contingencias merecía ser analizada detenidamente, pues con apartar sólo a un único elemento de su trayectoria original, el mundo podía llegar a modificarse sustancialmente.

Por ejemplo: si un perro, cuyo destino era coincidir en una acera con un arrugado trozo de papel, una marchita hoja de arce, infinitas motas de polvo, y, tal vez incluso, un poco de barro, era arrojado sin embargo de una patada hacia el centro de la calzada, aquel primer acontecimiento no tendría lugar, sino que sería sustituido por otra combinación de elementos —que tal vez combinaría al perro, muchas otras partículas minúsculas, y un coche, en cuyo asiento del acompañante viajaba un niño que estaba destinado a convertirse en canciller cuarenta años después. Destino que ya jamás se cumpliría, porque el conductor del automóvil en el que viajaba, al intentar evitar al perro, invadiría el carril contrario y chocaría frontalmente con un coche que circulaba en dirección opuesta.

Cuarenta años después sería por tanto elegido como canciller una persona cuya locura aguardaba pacientemente, bajo una delgada capa de aparente genialidad, a que llegara el momento idóneo para salir a la luz y causar el máximo perjuicio posible al mundo entero. Y todo ello sucedía por una leve modificación en el elemento «perro».

Hans reflexionaba sobre estas cuestiones porque sucedía con frecuencia que él mismo modificara ciertos acontecimientos al influir sobre uno o varios elementos. No porque proyectara a perros a las calzadas de una patada, ni en sueños pensaría en algo así, le gustaban mucho los animales. Eran los elementos humanos a los que solía apartar de una sucesión lógica y previsible de acontecimientos.

Alcanzó su automóvil. Se sentó detrás del volante y dedicó unos instantes a intentar adivinar cuándo llegaría el momento en que se viera obligado a influir decisivamente en ella. Ella, es decir, el elemento que el Doctor llamaba Jane Doe.

—Jane —murmuró Hans, y recordó el pasillo oculto.

Capítulo 4

—Indícame dónde vives, chiquilla. Te llevaré a casa y podrás reconciliarte con tu príncipe.

Sibylle abrió los párpados para mirar a la mujer.

A pesar de que debía realizar importantes esfuerzos para habituarse a aquel llamativo color de pelo, y aun considerando lo inadmisibles que resultaban sus gafas, le era simpática.

Sibylle le describió el camino hasta su casa y la mujer asintió.

—Conozco el lugar. Por cierto, mi nombre es Rosemarie Wengler —informó, sonriéndole directamente a la cara durante un tiempo tan prolongado que se hubiera empotrado contra el coche de delante de no haber advertido Sibylle la creciente sombra y lanzado un grito de advertencia.

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