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Authors: Arno Strobel

Pasillo oculto (30 page)

BOOK: Pasillo oculto
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Volvió a reír mientras Sibylle sentía deseos de aullar tanto de decepción como de desesperación.

¿No acabará jamás esta locura?

Rosie sacudió la cabeza, desorientada.

—¿Quién es ese Wittschorek?

Sibylle inspiró profundamente.

—Pues, ese individuo de ahí delante, Christian, o Robert, o como quiera que se llame, llamó por teléfono al comisario Wittschorek en un par de ocasiones. Y cuando le descubrí haciéndolo me explicó que él también era policía y que estaba intentando resolver este caso junto con Wittschorek, pero a espaldas de Grohe, porque probablemente este último fuese cómplice de los criminales. Y Wittschorek me confirmó toda la historia por teléfono —explicó Sibylle, mientras agachaba la cabeza—. Todo mentira, nada más que mentiras. ¿Por qué hacen todo esto?

Rosie volvió a mirar hacia delante y sacudió la cabeza.

—Es absurdo.

—Sí, es lo que vengo pensando desde anteayer —confirmó Sibylle.

—¿Y qué pasa con el comisario jefe Grohe? —quiso saber Rosie, y su modo de formular aquella pregunta despertó la alarma en Sibylle.

—No lo sé —contestó—. ¿Por qué?

Rosie la miró casi a hurtadillas, como un niño que acaba de hacer añicos un jarrón muy valioso.

—Ya te lo explico cuando lleguemos.

Sibylle comprendió lo que pretendía decirle y asintió.

—Ahí delante, en la estación. Gira a la derecha.

Rosie subrayó sus indicaciones golpeando dos veces fuertemente con la mano el respaldo del asiento antes de dirigirse de nuevo a Sibylle.

—Bueno, ¿dónde estábamos? Sí, pues primero os he estado siguiendo a todas partes por Ratisbona, y tuve la enorme fortuna de lograr convencer a un jovenzuelo en un coche cutre con un billete de cincuenta euros para que siguiera al taxi al que habíais subido. Cuando volvisteis de nuevo a la agencia de seguros me fijé por primera vez en ese zombi que os ha estado siguiendo también. Creo que él también me vio a mí, porque más tarde estuvo recorriendo el tren de Ratisbona a Múnich de arriba abajo y tuve bastantes dificultades para esconderme. En la estación me compré un pañuelo. Mi pelo, bueno, quizá el color no sea del todo normal. Aquí en Múnich me resultó muy sencillo no perderos de vista, y a mi taxista le pareció fantástico cuando le expliqué que era detective privado y me había contratado la esposa del señor cabrón de mierda, que, de viaje de negocios con su secretaria, parece que mantiene con ella una aventura.

Sibylle había perdido la cuenta de cuántas veces había sacudido la cabeza con incredulidad durante el último cuarto de hora.

—Bueno, y no me atreví a alojarme en el mismo hotel que vosotros y el zombi, así que busqué otra habitación en las cercanías y alquilé un coche. Y esta mañana casi lo echo todo a perder, al llegar tarde a vuestro hotel. No se me había ocurrido pensar que te pondrías en marcha a una hora tan temprana.

—Vi un reportaje en televisión sobre esta empresa —explicó Sibylle—. En la televisión local. Y apareció en la pantalla ese individuo que me mantuvo retenida en Ratisbona, el falso Doctor Muhlhaus.

Rosie asintió, comprensiva.

—Apenas llevaba un par de minutos esperando delante de vuestro hotel cuando aparecieron este cabrón de mierda y el zombi, muy nerviosos ambos, y subieron a un taxi. Me imaginé que tú ya te habrías marchado y que irían a buscarte, de modo que los seguí y vi, al llegar al aparcamiento, cómo se escondía el zombi, mientras este cabrón de mierda entraba en el edificio. El resto ya lo conoces. Bueno, excepto una menudencia que te comentaré después.

—Deja ya de llamarme de ese modo —protestó Robert, lo cual provocó una sonrisa en Rosie.

—¿Y cómo debo llamar a un cabrón de mierda, que es lo que eres? Sibylle, no se te habrá ocurrido dormir en la misma cama con ese, ¿verdad?

Sibylle sacudió firmemente la cabeza.

—No, no lo he hecho.

Gracias a Dios.

Visiblemente aliviada, Rosie guió a su conductor improvisado a través de cuatro o cinco calles laterales antes de que alcanzaran la puerta principal de un imponente hotel.

Cuando aparcó el Renault en la parte posterior de aquel grandioso edificio, ella se inclinó hacia delante.

—Para que no te confundas —le explicó—, querido Rob. No tengo ni el más mínimo problema en pegarte un tiro delante de todo el mundo, incluso en la recepción del hotel, si decides cometer alguna estupidez. La mitad de mi vida he padecido palizas de un asqueroso borracho, y durante todo ese tiempo he desarrollado una... llámala absurda psicosis contra individuos violentos que apenas puedo controlar. Pasaré gustosamente el resto de mi vida en la cárcel, cantando y silbando alegremente, si ese es el precio que he de pagar por haberme cargado a un cerdo como tú. ¿Está claro, Rob?

Sibylle miró fijamente a Rosie.

No había fotos, ninguna foto de su marido.

—¿Puedes coger, por favor, mi bolso, que está en el asiento del acompañante? —le rogó Rosie a Sibylle—. Pero espera a que hayamos bajado nosotros dos. —A continuación le dio a Robert dos golpecitos en el hombro con el índice—. De acuerdo, ahora nos apeamos tú y yo.

Sibylle esperó a que él hubiera abandonado el vehículo y cogió entonces el bolso de Rosie del asiento delantero. Era de cuero oscuro y tenía forma de mochila.

Mientras cruzaban el gran vestidor del hotel, Rosie se mantuvo muy cerca de Robert. Se había anudado el pañuelo al brazo de tal manera que éste le cubría tanto la mano como la pistola.

Sibylle no cesaba de observar a Rosie una y otra vez.

Le han dado palizas, durante años.

Se preguntó si Rosie realmente dispararía si Robert intentara huir.

Dios mío.

Lo ignoraba, y por fortuna no se produjo ninguna situación en la que Rosie hubiera tenido que decidir a favor o en contra de aquella opción.

La habitación a la que se dirigían se encontraba en la sexta planta, adónde llegaron tomando uno de los cuatro ascensores del hotel. La decoración era moderna y contaba con dos camas individuales. En el pequeño pasillo de entrada se encontraba, justo al lado de la puerta, un cajetín en la que Rosie introdujo una tarjeta de plástico, encendiéndose a continuación todas las luces de la habitación y comenzando a emitir una suave música el televisor de pantalla plana.

Rosie se quitó el pañuelo del brazo y fue empujando a Rob hasta que éste entró en la habitación. Le guió hasta una silla y le presionó el hombro hacia abajo para que se sentara. Una vez hecho esto, se retiró unos pasos.

—Sibylle— dijo a continuación—. Mira a ver si encuentras algo por ahí con lo que podamos atar al señor cabrón de mierda.

Sibylle buscó con la mirada. No encontró nada útil en la habitación, de modo que se dirigió al sorprendentemente amplio baño, pero tampoco allí halló nada que le pareciera adecuado.

Justo frente a la puerta del baño había un armario empotrado con dos puertas, y fue allí donde finalmente obtuvo lo que buscaba.

Sobre uno de los estantes había una bolsa de tela en la que se podían introducir prendas para el tinte. Este saco podía cerrarse con una larga cuerda que había en su parte superior.

—¿No tendrás por casualidad unas tijeras? —preguntó, mientras cogía la bolsa. Rosie sí que llevaba consigo unas tijeritas de uñas en su bolso, y sólo un minuto más tarde Sibylle le ofreció una cuerda. Rosie la examinó.

—Muy bien. ¿Crees que eres capaz de atarlo de forma que no pueda soltarse?

Sibylle dudó.

—Nunca había hecho algo así antes.

—Yo tampoco. Bueno, da igual, trae. Vigílalo tú mientras tanto.

Le tendió el arma y Sibylle levantó las manos, asustada.

—No, yo...

—Sibylle, ¿es que has olvidado lo que te ha hecho este cerdo? ¿Cómo te ha estado mintiendo y utilizando?

Sin dudarlo más, Sibylle cogió la pistola y apuntó al pecho de Robert. Sus manos temblaban.

Un par de minutos y unos cuantos gritos de dolor más tarde, las manos de Robert aparecían firmemente atadas a su espalda, unidas al respaldo de la silla. Rosie volvió a coger el arma y le puso el seguro.

¿Cómo sabe esta mujer usar un arma?

—Bueno, chiquilla, y ahora cuéntame qué ocurre con ese hijo tuyo que ahora me dices que no existe.

—Me has cortado la circulación —masculló Robert, protestando—. Las manos se me están quedando dormidas. Tienes que apretar menos la cuerda.

—Yo no tengo que hacer nada —observó Rosie tranquilamente—. Y si no cierras la boca ahora mismo, incluso la apretaré un poco más.

Sibylle miró a Robert, sintiendo enormes deseos de abofetearle.

—Sé ahora que los recuerdos que tenía de Lukas me los han introducido artificialmente, Rosie. Pero me duele tanto... es como si me hubieran quitado a mi hijo de verdad, ¿me entiendes, Rosie? Al parecer me han insertado en el cerebro la vida completa de un niño mediante una especie de hipnosis.

Rosie la miró con sorpresa.

—¿Hipnosis?

—Sí —dijo Sibylle y le relató de forma abreviada todo lo que sabía. Rosie miraba una y otra vez a Robert mientras escuchaba, y no era muy prometedora aquella mirada. Robert no se atrevió a pronunciar palabra en todo ese tiempo.

Cuando finalizó su relato, Sibylle se levantó y, disculpándose, corrió al cuarto de baño. Allí se sentó sobre la tapa del inodoro, se inclinó hacia delante y, sin más, comenzó a llorar desconsolada.

No pasó mucho tiempo antes de que tuviera a Rosie a su lado. Se sentó, apretó la cabeza de Sibylle contra su blando vientre y le acarició suavemente el pelo.

—Venga ya, chiquilla. Es una historia terrible la que me has contado, pero ya no estás sola. La vieja Rosie te ayudará. He lidiado con cosas mucho peores antes de esto.

Sibylle dejó caer las manos lentamente y levantó la vista hacia Rosie. Aún había un velo de lágrimas enturbiando su mirada, de modo que durante unos instantes sólo acertó a distinguir una superficie borrosa con una nube ardientemente roja en la parte de arriba.

—Querías contarme otra cosa, Rosie.

—Sí, es verdad. No sé si ha sido un error, pero... Cuando advertí cómo te amenazaban aquellos dos individuos, llamé por teléfono a Grohe. No sabía qué hacer, quiero decir, si hubiera llamado a la policía de Múnich, a saber si me hubieran hecho caso. Pensé que si informaba a Grohe éste ya se ocuparía de todo. Espero de verdad que no haya sido un error.

Sibylle reflexionó.

—No lo sé, pero no puedes haberte equivocado demasiado. Por suerte, has estado hablando con Grohe y no con Wittschorek. Si el comisario jefe informa de todo a la policía de Múnich, mejor. De todos modos, Wittschorek ya sabe que estoy aquí, así que no te preocupes, no has actuado mal en absoluto.

Pudo detectar claramente el alivio en aquel rostro redondeado.

—¿Y qué... qué es eso de tu marido, Rosie?

—Eso ahora no importa. Hemos de pensar más bien qué hacer con este individuo que tenemos aquí.

—Sí —dijo Sibylle.

Rosie se dirigió a la habitación para controlar si todo seguía bien y dejó la puerta entornada a su vuelta. Se sentó sobre el borde la bañera y miró a Sibylle indecisa.

—Estuvimos algunos años intentando tener hijos sin éxito. Los médicos afirmaban que ambos estábamos bien y que simplemente no debíamos estresarnos, y entonces ya llegarían. Pero no funcionó. En algún momento abandonamos toda esperanza. A Gerhard siempre le había gustado tomarse unas cervezas, y con el tiempo aquello se convirtió en una borrachera constante. Comenzó entonces a insultarme cada vez que volvía a casa después de pasar por el bar. Una noche, en la que me quejé de que otra vez estuviera bebido, me golpeó en plena cara. Y a partir de entonces... Pensé en separarme. Pero justo en ese momento me quedé embarazada. Creí que aquello salvaría nuestro matrimonio y que le daría fuerzas a mi marido para dejar la bebida, pero por desgracia no fue así. En vez de alegrarse, se marchó de casa sin articular palabra y no regresó hasta dos días después. Totalmente ebrio, empezó una pelea, afirmando que el niño no era suyo, que él era incapaz de engendrar ningún hijo. Por supuesto, le dije que eso era una estupidez, pero estaba tan borracho, que no había modo de razonar con él. Me llamó puta y fulana infiel, y volvió a pegarme. Yo estaba totalmente furiosa por aquella injusticia, pero no podía defenderme. Y, en algún momento, como aquello no cesaba, simplemente desee hacerle daño, como fuera. Le miré a aquella cara ebria, abotargada, y le grité que tenía razón, que me había acostado con multitud de individuos mientras él se tambaleaba, cantando, de un bar a otro. Con tantos lo había hecho, que ni siquiera podía estar segura de quién era el padre de mi hijo.

Rosie inspiró profundamente con los ojos cerrados.

—Y entonces empezó a patearme el vientre. No una vez, sino repetidas veces, mientras estaba en el suelo. Me golpeó tantas veces que destruyó aquello que había estado a punto de convertirse en nuestro hijo.

Calló y bajó la cabeza.

—Dios mío —dijo Sibylle, y en ese momento se le olvidó su propia situación.
Dios mío.

—En el hospital me dijeron que ya nunca podría tener otro hijo. Cuando me preguntaron qué había ocurrido conté la misma historia que miles de mujeres han utilizado antes que yo: la de las escaleras por las que me había caído.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué no denunciaste a aquel cerdo?

Sibylle vio las lágrimas en los ojos de Rosie, fue impactante ver a aquella mujer en ese estado.

—Porque la culpa había sido mía —explicó con voz rota—. Si no le hubiera contado aquella estupidez de los múltiples amantes jamás habría llegado tan lejos. Puse en peligro la vida de mi hijo de forma inconsciente. Y mi hijo salió perdiendo.

—Pero eso es... —empezó Sibylle, pero notó que era absurdo objetar—. ¿Y seguiste con él?

Rosie asintió.

—Sí, veintitrés años más.

—¿Y persistió en su actitud? ¿Te siguió pegando?

—Sí. Durante veintitrés años. Ese es el tiempo que he estado pagando por la muerte de mi hijo. Hasta que se destruyó tanto el hígado que eso acabó con él.

Sibylle se sentía incapaz de decir nada más.

Se sobresaltó cuando Rosie se golpeó los muslos y se levantó.

—Bueno, ya basta. Ahora ya conoces mis motivos para ayudarte a encontrar a tu hijo. Pero a partir de ahora tenemos que planificar cuidadosamente qué hacer. Una posibilidad sería entregar a este individuo a la policía y contarles a ellos toda la historia. Incluso lo del corrupto comisario Wisso... ¿Cómo era el nombre?

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