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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (45 page)

BOOK: Paz interminable
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—Será mejor que os mováis —dijo, innecesariamente.

Julián empujaba ya a Amelia por la ventana de forma muy poco caballerosa, y Marty estaba a punto de arrastrarse por encima de ambos.

Bajaron los peldaños de metal y corrieron hacia el ala E. Claude disparó andanadas de advertencia que apenas los alcanzaron, alternando ametralladoras y láser, levantando y calcinando el suelo a diestra y siniestra en la oscuridad.

La gente del ala E ya se había armado todo lo posible (había un almacén con seis M-31 y una caja de granadas) e improvisado una posición defensiva acumulando colchones levantados en semicírculo al fondo del pasillo principal. Por suerte, los vigías reconocieron a Julián, así que cuando atravesaron corriendo la puerta no fueron masacrados por el grupo de no humanizados absolutamente aterrados tras los colchones.

Julián les explicó por encima la situación. Claude dijo que dos de los soldaditos habían salido a comprobar los restos de nuestros cuatro soldaditos originales, los que tenían armas de intención no letal. Los soldaditos disponibles eran de tipo pacífico, pero es difícil expresar tu pacifismo con granadas y láseres. El gas lacrimógeno y el agente vomitivo no mataban, pero era menos peligroso poner a la gente a dormir y quitarle las armas.

Mientras los zapatos enemigos permanecieran dentro, ésa era una posibilidad. Por desgracia, el Edificio 31 no había sido construido como la clínica de Guadalajara y San Bartolomé, donde podías obligar a la gente a pasar a la habitación de la derecha y apretar un botón y dejarla fuera de combate. Pero dos de los soldaditos originales llevaban recipientes para el control de multitudes con Dulces Sueños, una combinación de gas aturdidor y euforizante: los ponías a dormir y se despertaban riendo.

Pero esas dos máquinas eran restos dispersos a lo largo de cien metros de playa. Los dos exploradores rebuscaron entre el montón de chatarra y entontraron tres contenedores de gas intactos. Pero todos los módulos eran idénticos: no había forma de saber si los harías dormir, llorar o vomitar. Con un enganche normal a la jaula, los mecánicos podrían dejar salir un poco de gas y olerlo, pero no podían oler nada con el remoto.

Tampoco tenían mucho tiempo para estudiar el problema. Blaisdell había cubierto bien sus huellas, así que no iban a recibir ninguna llamada de larga distancia del Pentágono. Sin embargo, había mucha curiosidad en Portobello.

Para ser un ejercicio de entrenamiento, tenía matices demasiado realistas: dos civiles habían resultado heridos por balas perdidas. La mayoría de los habitantes de la ciudad se acurrucaba en los sótanos. Cuatro coches de policía rodeaban la entrada de la base, con ocho nerviosos agentes ocultos tras sus automóviles gritando, en español y en inglés, al soldadito de guardia, que no respondía. No podían saber que estaba vacío.

—Vuelvo ahora mismo.

El soldadito controlado por Claude se quedó rígido cuando su operario lo dejó para comprobar los seis inmovilizados. Cuando se metió en el de la puerta principal, disparó unas cuantas descargas láser a los neumáticos de los coches patrulla, creando bellas explosiones.

Habitó uno del comedor unos minutos, mientras Eileen buscaba una solución al peliagudo problema de los contenedores de gas. Escogió a tres «prisioneros» entre los oficiales que no le importaban y los condujo a la playa. Resultó que tenían un contenedor de cada clase: un coronel cayó pacíficamente dormido y a otro lo cegaron las lágrimas. Un general consiguió practicar su técnica para vomitar. Claude volvía al ala E cuando el soldadito de Eileen entró en el comedor con un contenedor de gas bajo el brazo.

—Creo que casi estamos fuera de peligro. ¿Alguien sabe dónde encontrar unos cuantos cientos de metros de cuerda?

Yo sabía dónde había cuerda almacenada: en la lavandería, por si todas las secadoras se estropeaban al mismo tiempo. (Gracias a mi antiguo puesto en el Edificio 31 debía de ser la única persona que conocía la existencia de la cuerda, o dónde encontrar tres polvorientas latas de mantequilla de cacahuete de doce años de antigüedad.) Esperamos media hora a que los ventiladores dispersaran el Dulces Sueños residual, y luego entramos en el comedor en busca de amigos y enemigos; desarmamos y atamos a las tropas de Blaisdell. Resultó que todos eran hombres, con una constitución de toro.

Había suficiente Dulces Sueños flotando para producirte un pequeño zumbido, relajante y desinhibidor. Colocamos a los comandos de Blaisdell por parejas, cara a cara, convencidos de que despertarían llenos de pánico por su integridad masculina (un efecto secundario del Dulces Sueños en los hombres es una notable erección). Uno de los zapatos tenía una cartuchera de munición. Me la llevé fuera y me senté en los escalones, esperando a que mi cabeza se despejara mientras cargaba mi arma. Había un leve brillo al este. El sol estaba a punto de iluminar un día interesantísimo. Tal vez mi último día.

Amelia salió y se sentó junto a mí, en silencio. Me acarició el brazo.

—¿Cómo te va? —pregunté.

—No soy madrugadora. —Me cogió la mano y me la besó—. Para ti debe de ser un infierno.

—Me he tomado las píldoras. —Cargué la última bala y sopesé el arma—. He matado a un general de división a sangre fría. El Ejército me ahorcará.

—Se lo has dicho a Claude: defensa propia. Defendías al mundo entero. Ese hombre era el peor tipo de traidor imaginable.

—Ahórratelo para el consejo de guerra. —Ella se apoyó contra mí, llorando en voz baja. Guardé la pistola y la abracé—. No sé qué demonios va a ocurrir ahora. Creo que Marty tampoco lo sabe.

Un desconocido llegó corriendo hacia nosotros, las manos en alto. Cogí el arma y apunté en su dirección.

—Esta instalación está cerrada a personal no autorizado.

Se detuvo a unos seis metros, las manos aún en alto.

—Sargento Billy Reitz, señor, parque de vehículos motorizados. ¿Qué demonios está pasando?

—¿Cómo ha llegado aquí?

—Corrí ante el soldadito; no pasó nada. ¿Qué es toda esta locura?

—He dicho…

—¡No me refiero aquí dentro! —Señaló salvajemente—. ¡Me refiero ahí fuera!

Amelia y yo miramos más allá de la verja del complejo. Bajo la tenue luz del amanecer aguardaban millares de silenciosas personas, completamente desnudas.

Los Veinte podían resolver interesantes y sutiles problemas combinando su inteligencia y su experiencia. Habían tenido esa habilidad ampliada desde el primer instante en que fueron humanizados.

Los millares de prisioneros de guerra de la Zona del Canal constituían una entidad mucho más grande, con sólo dos problemas en los que centrarse: ¿cómo salimos de aquí?, ¿y luego qué?

Salir fue tan fácil que casi resultó un juego. La mayor parte del trabajo del campo lo hacían los prisioneros; juntos, sabían más sobre su funcionamiento que los soldados y ordenadores que lo dirigían. Apoderarse de los ordenadores fue sencillo, simple cuestión de sincronizar adecuadamente una emergencia médica simultánea para que la mujer adecuada (sabían que tenía buen corazón) dejara su mesa durante un minuto crucial.

Eso sucedió a las dos de la madrugada. A las dos y media, todos los soldados habían sido despertados y conducidos a un complejo de máxima seguridad. Se rindieron sin que se disparara un solo tiro, lo que no era sorprendente, ya que se enfrentaban a miles de prisioneros armados aparentemente furiosos. No podían saber que el enemigo no estaba realmente furioso, ni que era constitucionalmente incapaz de apretar el gatillo.

Ninguno de los prisioneros de guerra sabía manejar un soldadito, pero pudieron desconectarlos de Mando y Control, y dejarlos inmovilizados mientras sacaban a los mecánicos de sus jaulas y los llevaban a prisión con los demás zapatos. Les dejaron suficiente comida y agua, y luego iniciaron el siguiente paso.

Podrían haberse escapado y dispersado sin más. Pero entonces la guerra continuaría, la guerra que había convertido su próspero y pacífico país en un arrasado campo de batalla.

Tenían que acudir al enemigo. Tenían que entregarse.

Había envíos regulares de carga entre Portobello y la ZC vía monorraíl. Dejaron sus armas atrás, junto con unas cuantas personas que hablaban un inglés americano perfecto (para mantener durante unas cuantas horas la ilusión de un campo de prisioneros en funcionamiento) y subieron a unos cuantos vagones de carga destinados a la fruta fresca y la verdura.

Cuando los vagones llegaron a la estación terminal, todos se desnudaron, para presentarse totalmente desarmados y vulnerables… y también confundir a los americanos, a quienes el desnudo les parecía extraño.

Varios habían sido enviados al campamento desde Portobello, así que cuando las puertas se abrieron y avanzaron al unísono bajo los reflectores, sabían exactamente a qué lugar ir.

Al Edificio 31.

Observé al soldadito en la garita de vigilancia vacilar durante un segundo y luego darse la vuelta, valorando la magnitud del fenómeno.

—¿Qué demonios está ocurriendo? —resonó la voz de Claude—. ¿Qué pasa?

Un anciano de piel arrugada avanzó, empuñando una caja de conexión portátil. Un zapato corría tras él, alzando la culata de un M-31.

—¡Alto! —dijo Claude, pero era demasiado tarde. La culata golpeó el cráneo del anciano con un fuerte chasquido, y el hombre resbaló hacia delante para quedar tendido a los pies del soldadito, inconsciente o muerto.

Era una escena que el mundo entero vería al día siguiente, y nada de lo que Marty hubiera orquestado habría surtido el mismo efecto.

Los prisioneros de guerra se volvieron a mirar al zapato con expresión de silenciosa piedad, de perdón. El enorme soldadito se arrodilló y recogió con cuidado el frágil cuerpo, acunándolo, y miró al zapato.

—Era sólo un anciano, por el amor de Dios —dijo en voz baja.

Y entonces una niña de unos doce años recogió del suelo la caja y sacó un cable y se lo ofreció sin decir palabra al soldadito. La máquina se apoyó en una rodilla, lo aceptó y se lo enchufó torpemente sin soltar al anciano. La niña enchufó el otro conector a su propio cráneo.

El sol sale rápido en Portobello, y durante el par de minutos que duró la situación, miles de silenciosas personas y una máquina en pensativa comunión, y la calle misma, empezaron a brillar, dorados y rosas.

Dos zapatos con uniforme blanco de hospital acudieron con una camilla. Claude se desconectó y entregó suavemente el cuerpo a su cuidado.

—Es Juan José de Córdoba —dijo en español—. Recuerden su nombre. La primera baja de la última guerra.

Cogió la mano de la niña y caminaron juntos hacia la entrada.

La llamaron en efecto la Ultima Guerra, quizá de forma demasiado optimista, y hubo decenas de miles de nuevas bajas. Pero Marty había predicho con bastante precisión su curso y su resultado.

Los prisioneros de guerra, que se llamaban colectivamente Los Liberados, incorporaron a su grupo a Marty y los suyos, y guiaron el camino a la paz.

Empezaron con una impresionante demostración de poder intelectual.

Dedujeron desde cero la naturaleza de la señal que cancelaría el proyecto Júpiter, y usaron un pequeño radiotelescopio de Costa Rica para emitir la señal hasta allí. Salvaron al mundo como movimiento de apertura de una empresa que se parecía a un juego tanto como a una guerra. Un juego cuyo objetivo era descubrir sus propias reglas.

Mucho de lo que sucedió durante los dos años siguientes fue difícil para que lo entendamos la gente común.

En cierto modo, el conflicto acabaría por ser darwiniano, un nicho ecológico a conquistar por dos especies diferentes. De hecho, éramos subespecies,
Homo sapiens sapiens
y
Homo sapiens pacificans
, porque podíamos interrelacionar. Y nunca hubo duda alguna de que la segunda iba a ganar a la larga.

Cuando empezaron a aislar a los «normales», que seríamos los subnormales en menos de una generación, Marty me pidió que fuera el portavoz principal de los de las Américas, que poblarían Cuba, Puerto Rico y la Columbia Británica. Dije que no, pero al final tuve que ceder. Sólo había veintitrés normales en el mundo que hubieran tenido antes la experiencia de conectar con los humanizados. Así que seríamos una fuente valiosa para los otros normales que ocupaban Tasmania, Taiwan, Sri Lanka, Zanzíbar… Supuse que acabarían llamándonos «isleños». Y que los humanizados se quedarían con nuestro antiguo nombre.

Dos años de caos resistiendo tozudamente al nuevo orden. Sin embargo, todo cristalizó más o menos el primer día, después de que Claude llevara a la niña pequeña a conectar de forma completamente bidireccional con sus hermanos y hermanas del Edificio 31.

Era casi mediodía. Amelia y yo estábamos agotados, pero nos negábamos a dormir. Casi éramos incapaces de hacerlo.

Desde luego, yo nunca dormiría de nuevo en aquella habitación, aunque un ordenanza vino y me dijo discretamente que todo estaba «arreglado». Lo habían arreglado con cubos y cepillos y un par de bolsas para cadáveres.

Una mujer trajo cestas de pan y huevos duros. Extendimos una hoja de periódico sobre los escalones y preparamos el almuerzo: huevos con pan.

Una mujer de mediana edad llegó sonriendo. No la reconocí al principio.

—¿Sargento Class? ¿Julián?

—Buenos días —dije en español.

—Se lo debo todo. —La voz le temblaba por la emoción.

Entonces reconocí su voz y su rostro.

—Mayor Madero.

Ella asintió.

—Hace unos cuantos meses me salvó del suicidio a bordo de aquel helicóptero. Me llevaron a la Zona y fui conectada, y ahora vivo; más que vivo. Gracias a su compasión y su rapidez.

»Todo el tiempo que he estado cambiando, durante estas dos últimas semanas, esperaba que siguiera usted vivo para que pudiéramos conectar juntos —sonrió—. Curioso lenguaje. Y entonces vengo aquí y descubro que usted vive pero que ha sido cegado. Pero he estado con aquellos que lo conocían y amaban cuando podía ver en el corazón de los demás.

Cogió mi mano y miró a Amelia y le ofreció la otra mano.

—Amelia… también nosotras nos hemos tocado durante un instante.

Así que los tres permanecimos cogidos de la mano, formando un triángulo, un círculo silencioso. Tres personas que casi habían destruido sus vidas: por amor, por furia, por pena.

—Ustedes… ustedes… —dijo ella—. No hay palabras. No hay palabras para esto.

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