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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (19 page)

BOOK: Paz interminable
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Reduje un poquito mis sensores olfativos. El olor de las alcantarillas atascadas y la orina empezaba a aumentar con el sol de la mañana. También notaba el agradable aroma del grano horneado, de los pimientos picantes y del pollo que se asaba lentamente en alguna parte, tal vez para una celebración. El pollo no era por allí el menú habitual.

Pudimos oír a la multitud varias manzanas antes de llegar al sitio de la demostración. Nos recibieron dos docenas de policías montados a caballo que formaron una «V» protectora, o una «U», a nuestro alrededor.

Uno se preguntaba quién estaba demostrando qué. Nadie pretendía que el partido en el poder representara la voluntad real del pueblo. Era un Estado policial, y no ofrecía duda alguna de qué lado estábamos nosotros. Supongo que no hacía daño recordarlo de vez en cuando.

Debía de haber unas dos mil personas congregadas alrededor del sitio de demolición. Era evidente que nos estábamos metiendo en una situación bastante complicada. Se veían carteles y pancartas que proclamaban AQUÍ VIVE GENTE DE VERDAD y MARIONETAS ROBOT DE PROPIETARIOS RICOS y cosas así. Más carteles en inglés que en español, para las cámaras. Pero también había un montón de anglos entre la multitud, jubilados que demostraban su apoyo a los lugareños. Anglos que eran lugareños.

Pedí a Barboo y a David que detuvieran a sus pelotones un minuto, y consulté al mando.

—Nos están utilizando, y parece una situación potencialmente peligrosa.

—Por eso se os ha dado todo el armamento extra antidisturbios —dijo ella—. Esta multitud se ha estado congregando desde ayer.

—Pero esto no es nuestro trabajo. Es como usar un martillo pilón para aplastar una mosca.

—Hay buenos motivos —dijo ella—, y cumplís órdenes. Tened cuidado.

Lo repetí a los otros.

—¿Tener cuidado? —dijo David—. ¿De que nosotros les hagamos daño o de que ellos nos hagan daño a nosotros?

—Tú trata de no pisar a nadie —contestó Barboo.

—Yo iría más lejos —dije yo—. No hieras o mates a nadie para salvar las máquinas.

Barboo estuvo de acuerdo.

—Los rebeldes podrían forzarnos a eso. Manten el control de la situación.

Mando estaba a la escucha.

—No seáis demasiado conservadores. Esto es una demostración de fuerza.

Empezó bien. Un joven terminador que soltaba una arenga subido en una caja, saltó de pronto y echó a correr para bloquear nuestro avance. Un policía montado lo golpeó en la espalda desnuda con una pica de ganado; eso lo derribó y lo arrojó tembloroso a los pies de David, que se detuvo en seco. El soldadito que lo seguía, distraído por algo, chocó con él con estrépito. Habría sido perfecto si David hubiera caído y aplastado al indefenso fanático, pero al menos nos ahorramos eso. Algunos miembros de la multitud rieron y aplaudieron (no era una mala respuesta dadas las circuntancias), y se llevaron al hombre inconsciente.

Eso podría protegerlo durante un día. Estoy seguro de que la policía conocía su nombre, dirección y grupo sanguíneo.

—En fila —dijo Barboo—. Sigamos moviéndonos y acabemos con esto.

El bloque que teníamos que demoler estaba identificado por un círculo de pintura naranja. Era difícil de confundir, de todas formas, pues un grueso contingente de policía a caballo mantenía a la gente a casi cien metros de distancia por los cuatro lados.

No queríamos utilizar explosivos más potentes que las granadas de dos pulgadas; con los cohetes, por ejemplo, fragmentos de ladrillo podrían salir disparados a más de cien metros con la fuerza de una bala. Pero solicité un cálculo y obtuve permiso para usar las granadas para debilitar los cimientos de los edificios.

Eran construcciones de hormigón de seis pisos con fachadas de ladrillo que se desmoronaban. Tenían menos de cincuenta años, pero las habían levantado con hormigón de baja calidad (demasiada arena en la mezcla). Uno de los edificios se había desplomado ya y matado a docenas de personas.

Así que no parecía difícil derribarlos. Granadas para sacudir y soltar los cimientos, y luego un soldadito en cada esquina para tirar y empujar, aplicando torsión a la estructura, y saltar atrás mientras caía… o no hacerlo; demostrar nuestra invulnerabilidad quedándonos allí de pie sin que nos afectara la lluvia de hormigón y acero.

El primero salió perfectamente: una demostración de libro de texto, si había un libro de texto sobre extrañas técnicas de demolición. La multitud se quedó muy callada.

El segundo edificio se resistió un poco: la fachada frontal cayó, pero el armazón de acero no se torció lo suficiente para romperse. Así que usamos los láseres para cortar unas cuantas vigas que quedaron al descubierto, y luego cayó con agradable estrépito.

El tercer edificio fue un desastre. Cayó tan fácilmente como el primero, pero escupió niños.

Más de doscientos niños habían sido retenidos en una habitación del sexto piso, atados y amordazados y drogados. Resultó que pertenecían a una escuela privada de las afueras. Una banda guerrillera había llegado a las ocho de la mañana, matado a todos los maestros, secuestrado a los niños, y los había trasladado al edificio condenado dentro de cajas camufladas con etiquetas de la ONU sólo una hora antes de que llegáramos. Ninguno de los niños sobrevivió a una caída de casi veinte metros, aparte de que fueron aplastados por los escombros, claro. No fue el tipo de maniobra política que concibe una mente racional, ya que demostraba la brutalidad de ellos más que la nuestra… pero habló directamente a la multitud, que colectivamente no era más racional.

Cuando vimos a los niños, naturalmente, lo detuvimos todo y pedimos una evacuación médica masiva. Empezamos a quitar cascotes, buscando supervivientes, y una brigada de urgencia local vino a ayudarnos.

Barboo y yo organizamos nuestros pelotones en partidas de búsqueda y cubrimos dos tercios de los escombros de los edificios; el pelotón de David debería haberse encargado del otro tercio, pero la conmoción los había desorganizado por completo. La mayoría de ellos nunca había visto matar a nadie. La visión de todos aquellos niños destrozados, pulverizados, el polvo de hormigón conviniendo la sangre en barro y transformando los pequeños cuerpos en anónimos pedazos blancos, los conmocionó. Dos de los soldaditos se quedaron inmóviles, paralizados porque sus mecánicos se habían desmayado. Casi todos los demás deambulaban sin rumbo, ignorando las órdenes de David, que no eran demasiado coherentes, por otra parte.

Yo mismo me movía despacio, aturdido por la enormidad de todo aquello. Ver a los soldados muertos en un campo de batalla es ya bastante desolador (ver a un solo soldado muerto ya lo es), pero aquello iba más allá de lo imaginable. Y la carnicería acababa de empezar.

Un gran helicóptero tiene un aspecto agresivo no importa cuál sea su función. Cuando el helicóptero de evacuación médica llegó, alguien entre la multitud empezó a dispararle. Sólo balas de plomo que rebotaron, como descubrimos más tarde, pero las defensas del helicóptero localizaron automáticamente el blanco, un hombre que disparaba desde detrás de un cartel, y lo frieron.

Fue un poco demasiado espectacular: un gran láser rompedor lo hizo explotar como una fruta madura. De inmediato, al grito de «¡Asesinos! ¡Asesinos!» la multitud rompió el cordón policial y en menos de un minuto empezó a atacarnos.

Barboo y yo hicimos que nuestra gente se moviera rápidamente alrededor del perímetro, esparciendo enmarañapiés, lanzando hilos de neón que rápidamente se expandieron hasta tener el grosor de dedos, luego de cuerdas. Fue efectivo al principio, pegajoso como el Superglue. Inmovilizó a quienes estaban en primera fila, haciendo que cayeran de rodillas o de bruces. Pero no detuvo a los de detrás, que pasaron por encima de sus camaradas para llegar hasta nosotros.

En cuestión de segundos su error quedó claro: centenares de personas, inmovilizadas, fueron aplastadas por el peso de la turba que cargaba contra nosotros. Lanzamos gas SC y VA a diestro y siniestro, pero eso apenas les frenó. Muchos más cayeron y fueron aplastados.

Un cóctel molótov explotó contra uno de los miembros del pelotón de Barboo, conviniéndolo en un ardiente símbolo de indefensión (en realidad, sólo quedó cegado un instante) y luego empezaron a aparecer armas por todas partes: ametralladoras tableteando, dos láseres taladrando el polvo y el humo. Vi caer a toda una fila de hombres y mujeres bajo el fuego mal dirigido de su propia metralleta, y transmití la orden del mando:

—¡Disparad a todos los que lleven armas!

Los láseres eran fáciles de localizar, y cayeron primero, pero la gente los recogía y seguía disparando. El primer hombre que maté en mi vida, un chaval en realidad, había recogido el láser y disparaba a ciegas, de pie. Apunté a sus rodillas, pero entonces alguien lo derribó desde atrás. La bala golpeó el centro de su pecho y le sacó el corazón por la espalda. Eso colmó mi vaso y me quedé paralizado.

También el vaso de Park se colmó, pero reaccionó a la inversa, con salvajismo. Un hombre se lanzó contra él armado con un cuchillo, y trató de subírsele encima y arrancarle los ojos, como si eso fuera posible. Park lo agarró por un tobillo y sacudió al hombre como si de un muñeco se tratara, esparciendo sus sesos sobre una losa de cemento, y lanzó el cadáver retorcido a la multitud. Entonces se sumergió en ella como un monstruo mecánico enloquecido, pateando y aplastando a la gente. Eso me sacó de mi trance. Como no respondía a las órdenes, le pedí al mando que lo desactivara. Mató a más de una docena de personas antes de que accedieran, y su soldadito, súbitamente inerte, cayó bajo una montaña de gente airada que lo golpeaba con piedras.

Fue una escena verdaderamente dantesca: cuerpos aplastados y ensangrentados por todas partes; miles de personas tambaleándose o encogiéndose, cegadas, tosiendo y escupiendo mientras el gas giraba a su alrededor.

Una parte de mí, mareada por el horror, quiso escapar del lugar desmayándose, que la multitud se quedara con la máquina. Pero los de mi equipo estaban también en mal estado; no podía desertar.

El enmarañapiés se disolvió de pronto en una nube de humo de colores, pero eso no supuso ninguna diferencia. Todos los que habían sido inmovilizados por él estaban muertos o lisiados.

El mando nos dijo que nos retiráramos, que volviéramos a la plaza, lo más rápidamente posible. Podríamos haber hecho una extracción allí mismo, mientras la multitud estaba sometida, pero no querían correr el riesgo de que más helicópteros y aviadores los volvieran a cabrear. Así que recogimos a nuestros cuatro soldaditos inmovilizados y nos marchamos victoriosos.

Por el camino, le dije al mando que iba a enviar una recomendación para que dieran a Park una baja psicológica, como mínimo. Naturalmente, ella leyó mis verdaderos sentimientos:

—Realmente quieres que lo juzguen por asesinato, por crímenes de guerra. Eso no es posible.

Bueno, eso ya lo sabía, pero dije que no quería que siguiera formando parte de mi pelotón, aunque mi negativa a aceptarlo me acarreara un castigo administrativo. El resto del pelotón también estaba harto de él. Fuera cual fuese la idea que los había empujado a incorporarlo a nuestra familia, la acción de ese día demostraba que era un error haberlo hecho.

Mando dijo que serían tomados en consideración todos los factores, incluido mi propio estado emocional confuso. Se me ordenó que fuera directamente a Consejería cuando desconectáramos. ¿Confuso? ¿Cómo se supone que tienes que sentirte cuando provocas un asesinato en masa?

Pero yo podía racionalizar la culpa por aquello. Habíamos intentado todo lo aprendido en nuestro entrenamiento para minimizar las pérdidas. Pero la muerte individual, la que yo había provocado… no podía dejar de revivir ese momento. La decidida expresión del chaval mientras apuntaba y disparaba, apuntaba y disparaba; mi propia mirilla bajando de su cabeza a sus rodillas, y luego, justo cuando apretaba el gatillo, su expresión de enojo al ser empujado. Sus rodillas golpearon el pavimento justo cuando mi bala le sacaba el corazón, y durante un instante siguió teniendo aquella expresión de enfado. Luego cayó hacia delante; estaba muerto antes de que su cara golpeara el suelo.

Algo dentro de mí murió también entonces. A pesar de la sopa estabilizadora de las drogas anímicas. Sabía que sólo había una forma de deshacerme de ese recuerdo.

Julián se equivocaba en ese punto. Una de las primeras cosas que le dijo el consejero fue:

—¿Sabe?, es posible borrar recuerdos específicos. Podemos hacer que olvide haber matado a ese chico.

El doctor Jefferson era un negro unos veinte años mayor que Julián. Se rascó un mechón de barba gris.

—Pero no es sencillo ni definitivo. Quedarían asociaciones emocionales que no podemos borrar, porque es imposible localizar cada neurona afectada por la experiencia.

—Creo que no quiero olvidar —dijo Julián—. Ahora es parte de lo que soy, para bien o para mal.

—Para bien no, y lo sabe. Si fuera el tipo de persona que puede matar y marcharse tranquilamente, el Ejército le habría destinado a un pelotón cazador-matador.

Se encontraban en Portobello, en un despacho forrado de madera con alegres pinturas autóctonas y tapices en las paredes. Julián obedeció un oscuro impulso y extendió la mano para palpar la lana rugosa de un tapiz.

—Aunque lo olvide, él seguirá muerto. No me parece justo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Le debo mi pena, mi culpa. Era sólo un niño, capturado en la…

—Julián, tenía un arma y disparaba indiscriminadamente. Probablemente salvó usted vidas al matarlo.

—Nuestras vidas no. Todos estábamos a salvo, aquí.

—Vidas de civiles. No se hace ningún favor a sí mismo pensando en él como en un niño indefenso. Iba armado y estaba fuera de control.

—Yo iba armado y estaba al control. Apunté para herirlo.

—Tanto más motivo para no achacarse la culpa.

—¿Ha matado alguna vez a alguien?

Jefferson sacudió la cabeza, un breve movimiento.

—Entonces no lo sabe. No es como dejar de ser virgen. Puede borrar el recuerdo del hecho, vale, pero eso no me devolvería la virginidad. Como usted dice: «asociaciones emocionales». ¿No estaría aún más jodido si no pudiera remontar todos esos sentimientos hasta su origen?

—Todo lo que puedo decirle es que ha funcionado con otra gente.

—Aja. Pero no con todo el mundo.

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