La unión entre ellos no puede tener la misma naturaleza que sus relaciones con ese mundo.
Por eso la unión de los oprimidos es realmente indispensable al proceso revolucionario y ésta le exige al proceso que sea, desde su comienzo, lo que debe ser: acción cultural.
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Acción cultural cuya práctica, para conseguir la unidad de los oprimidos, va a depender de la experiencia histórica y existencial que ellos están teniendo, en esta o aquella estructura.
En tanto los campesinos se encuentran en una realidad «cerrada», cuyo centro de decisiones opresoras es «singular» y compacto, los oprimidos urbanos se encuentran en un contexto que está «abriéndose» y en el cual el centro de mando opresor se hace plural y complejo.
En el primero, los dominados se encuentran bajo la decisión de la figura dominadora que encarna, en su persona, el sistema opresor en sí; en el segundo caso, se encuentran sometidos a una especie de «impersonalidad opresora».
En ambos casos existe una cierta «invisibilidad» del poder opresor. En el primero, dada su proximidad a los oprimidos; en el segundo, dada su difusividad.
Las formas de acción cultural, en situaciones distintas como éstas, tienen el mismo objetivo: aclarar a los oprimidos la situación concreta en que se encuentran, que media entre ellos y los opresores, sean aquéllas visibles o no.
Sólo estas formas de acción que se oponen, por un lado, a los discursos verbalistas inoperantes y, por otro, al activismo mecanicista, pueden oponerse también a la acción divisora de las elites dominadoras y dirigir su atención en dirección a la unidad de los oprimidos.
En tanto en la teoría de la acción antidialógica, la manipulación útil a la conquista se impone como condición indispensable al acto dominador, en la teoría dialógica de la acción nos encontramos con su opuesto antagónico: el de la organización de las masas populares.
Organización que no está sólo directamente ligada a su unidad, sino que es un desdoblamiento natural, producto de la unidad de las masas populares.
De este modo, al buscar la unidad, el liderazgo busca también la organización de las masas, factor que implica el testimonio que debe prestarles a fin de demostrar que el esfuerzo de liberación es una tarea en común.
Dicho testimonio, constante, humilde y valeroso en el ejercicio de una tarea común —la de la liberación de los hombres—, evita el riesgo de los «dirigismos antidialógicos».
Lo que puede variar en función de las condiciones históricas de una sociedad determinada es la forma de dar testimonio. El testimonio en sí, es, sin embargo, un elemento constitutivo de la acción revolucionaria.
Es por esto por lo que se impone la necesidad de un conocimiento claro y cada vez más crítico del momento histórico en que se da la acción de la visión del mundo que tengan o estén teniendo las masas populares, de una clara percepción sobre lo que sea la contradicción principal y el principal aspecto de la contradicción que vive la sociedad, a fin de determinar el contenido y la forma del testimonio.
Siendo históricas estas dimensiones del testimonio, el dialógico que es dialéctico no puede simplemente trasladarse de uno a otro extremo sin un análisis previo. De no ser así, absolutiza lo relativo y, mitificándolo, no puede escapar a la alienación.
El testimonio, en la teoría dialógica de la acción, es una de las connotaciones principales del carácter cultural y pedagógico de la revolución.
Entre los elementos constitutivos del testimonio, los cuales no varían históricamente, se cuentan la coherencia entre la palabra y el acto de quien testifica; la osadía que lo lleva a enfrentar la existencia como un riesgo permanente; la radicalización, y nunca la sectarización, de la opción realizada, que conduce a la acción no sólo a quien testifica sino a aquellos a quienes da su testimonio; la valentía de amar que, creemos quedó claro, no significa la acomodación a un mundo injusto, sino la transformación de este mundo para una creciente liberación de los hombres; la creencia en las masas populares, en tanto el testimonio se dirige hacia ellas, aunque afecte, igualmente, a las élites dominadoras que responden a él según su forma normal de actuar.
Todo testimonio auténtico, y por ende crítico, implica la osadía de correr riesgos, siendo uno de ellos el de no lograr siempre, o de inmediato, la adhesión esperada de las masas populares.
Un testimonio que, en cierto momento y en ciertas condiciones, no fructificó, no significa que mañana no pueda fructificar. En la medida en que el testimonio no es un gesto que se dé en el aire, sino una acción, un enfrentamiento con el mundo y con los hombres, no es estático. Es algo dinámico que pasa a formar parte de la totalidad del contexto de la sociedad en que se dio. De ahí en adelante, ya no se detiene.
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Mientras que, en la teoría de la acción antidialógica, la manipulación, «al anestesiar a las masas populares», facilita su dominación, en la acción dialógica la manipulación cede lugar a la verdadera organización. Así como en la acción antidialógica la manipulación sirve sólo para conquistar, en la acción dialógica el testimonio osado y amoroso sirve a la organización. Esta, a su vez, no sólo está ligada a la unión de las masas sino que es una consecuencia natural de esta unión.
Es por eso por lo que afirmamos: al buscar la unidad, el liderazgo busca también la organización de las masas populares.
Es importante, sin embargo, destacar que, en la teoría dialógica de la acción, la organización no será jamás una yuxtaposición de individuos que, gregarizados, se relacionen mecanicistamente.
Éste es un riesgo sobre el cual debe estar advertido el hombre verdaderamente dialógico.
Si para la élite dominadora la organización es la de sí misma, para el liderazgo revolucionario la organización es de él con las masas populares.
En el primer caso, la élite dominadora organizándose estructura cada vez más su poder con el cual cosifica y domina en forma más eficiente; en el segundo, la organización corresponde sólo a su naturaleza y a su objetivo si es, en sí, práctica de la libertad. En este sentido no es posible confundir la disciplina indispensable a toda organización con la mera conducción de las masas.
Sin liderazgo, disciplina, orden, decisión, objetivos, tareas que cumplir y cuentas que rendir, no existe organización, y sin ésta se diluye la acción revolucionaria. Sin embargo, nada de esto justifica el manejo y la cosificación de las masas populares.
El objetivo de la organización, que es liberador, se niega a través de la cosificación de las masas populares, se niega si el liderazgo manipula a las masas. Estas ya se encuentran manipuladas y cosificadas por la opresión.
Hemos señalado ya, mas es bueno repetirlo, que los oprimidos se liberan como hombres y no como objetos.
La organización de las masas populares en clases es el proceso a través del cual el liderazgo revolucionario, a quienes, como a las masas, se les ha prohibido decir su palabra
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, instauran el aprendizaje de la pronunciación del mundo. Aprendizaje que por ser ververdadero es dialógico.
De ahí que el liderazgo no pueda decir su palabra solo, sino con el pueblo.
El liderazgo que no procede así, que insiste en imponer su palabra de orden, no organiza sino que manipula al pueblo. No libera ni se libera, simplemente oprime.
Sin embargo, el hecho de que en la teoría dialógica el liderazgo no tenga derecho a imponer arbitrariamente su palabra, no significa que deba asumir una posición liberalista en el proceso de organización, ya que conduciría a las masas oprimidas —acostumbradas a la opresión— a desenfrenos.
La teoría dialógica de la acción niega tanto el autoritarismo como el desenfreno. Y, al hacerlo, afirma tanto la autoridad como la libertad.
Reconoce que, si bien no existe libertad sin autoridad, tampoco existe la segunda sin la primera.
La fuente generadora, constitutiva de la auténtica autoridad, radica en la libertad que, en un determinado momento, se transforma en autoridad. Toda libertad contiene en sí la posibilidad de llegar a ser, en circunstancias especiales (y en niveles existenciales distintos), autoridad.
No podemos tomarlas aisladamente, sino en sus relaciones que no son necesariamente antagónicas.
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Por eso la verdadera autoridad no se afirma como tal en la mera transferencia, sino en la delegación o en la adhesión simpática. Si se genera, en un acto de transferencia o de imposición antipática sobre las mayorías, degenera en un autoritarismo que aplasta las libertades.
Sólo al existenciarse como libertad constituida en autoridad, puede evitar su antagonismo con las 1ibertades.
La hipertrofia de una de ellas provoca la atrofia de la otra. De este modo, dado que no existe la autoridad sin libertad y viceversa, no existe tampoco autoritarismo sin la negación de las libertades, y desenfrenos sin la negación de la autoridad.
Por lo tanto, en la teoría de la acción dialógica, la organización que implica la autoridad no puede ser autoritaria y la que implica la libertad no puede ser licenciosa.
Por el contrario, lo que ambos, como un solo cuerpo, buscan instaurar es el momento altamente pedagógico en que el liderazgo y el pueblo hacen juntos el aprendizaje de la autoridad y de la libertad verdadera, a través de la transformación de la realidad que media entre ellos.
Hemos afirmado a lo largo de este capítulo, ora implícita ora explícitamente, que toda acción cultural es siempre una forma sistematizada y deliberada de acción que incide sobre la estructura social, en el sentido de mantenerla tal como está, de verificar en ella pequeños cambios o transformarla.
De ahí que, como forma de acción deliberada y sistemática, toda acción cultural tiene su teoría, la que, determinando sus fines, delimita sus métodos.
La acción cultural —consciente o inconscientemente— o está al servicio de la dominación o lo está al servicio de la liberación de los hombres.
Ambas, dialécticamente antagónicas, se procesan, como lo afirmamos, en y sobre la estructura social, que se constituye en la dialecticidad permanencia-cambio.
Esto es lo que explica que la estructura social, para ser, deba estar siendo o, en otras palabras, estar siendo es el modo de «duración» que tiene la estructura social, en la acepción bergsoniana del término.
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Lo que pretende la acción cultural dialógica, cuyas características acabamos de analizar, no puede ser la desaparición de la dialecticidad permanencia-cambio (lo que sería imposible, puesto que dicha desaparición implicaría la desaparición de la estructura social y, por ende, la desaparición de los hombres), sino superar las contradicciones antagónicas para que de ahí resulte la liberación de los hombres.
Por otro lado, lo que pretende la acción cultural antidialógica es mitificar el mundo de estas contradicciones a fin de obstaculizar o evitar, de la mejor manera posible, la transformación radical de la realidad.
En el fondo, en la acción antidialógica, implícita o explícitamente, encontramos la intención de perpetuar en la «estructura» las situaciones que favorecen a sus agentes.
De ahí que éstos, al no aceptar jamás la transformación de la estructura que supera las contradicciones antagónicas, acepten las reformas que no afecten su poder de decisión, del que depende la fuerza de prescribir sus finalidades a las masas dominadas.
Éste es el motivo por el cual esta modalidad de acción implica la conquista de las masas populares, su división, su manipulación y la invasión cultural. También por esto es siempre, en su totalidad, una acción inducida, no pudiendo jamás superar el carácter que le es fundamental.
Por el contrario, lo que caracteriza esencialmente a la acción cultural dialógica, también como un todo, es la superación de cualquier aspecto inducido.
En el objetivo dominador de la acción cultural antidialógica radica la imposibilidad de superar su carácter de acción inducida, así como en el objetivo liberador de la acción cultural dialógica radica su condición para superar la inducción.
En tanto en la invasión cultural, como ya señalamos, los actores necesariamente retiran de su marco de valores e ideológico el contenido temático para su acción, iniciándola así desde su mundo a partir del cual penetran en el de los invadidos, en la síntesis cultural los actores no llegan al mundo popular como invasores.
Y no lo hacen porque, aunque vengan de «otro mundo», vienen para conocerlo con el pueblo y no para «enseñar», trasmitir o entregar algo a éstos.
En tanto en la invasión cultural los actores, que ni siquiera necesitan ir personalmente al mundo invadido, ven que su acción depende cada vez más de los instrumentos tecnológicos —son siempre actores que se superponen con su acción a los espectadores, que se convierten en sus objetos—, en la síntesis cultural los actores se integran con los hombres del pueblo, que también se transforman en actores de la acción que ambos ejercen sobre el mundo.
En la invasión cultural, los espectadores y la realidad, que debe mantenerse como está, son la incidencia de la acción de los actores. En la síntesis cultural, donde no existen espectadores, la realidad que debe transformarse para la liberación de los hombres es la incidencia de la acción de los actores.
Esto implica que la síntesis cultural es la modalidad de acción con que, culturalmente, se enfrenta la fuerza de la propia cultura, en tanto mantenedora de las estructuras en que se forma.
De este modo, esta forma de acción cultural, como acción histórica, se presenta como instrumento de superación de la propia cultura alienada y alienante.
Es en este sentido que toda revolución, si es auténtica, es necesariamente una revolución cultural.
La investigación de los «temas generadores» o de la temática significativa del pueblo, al tener como objetivo fundamental la captación de sus temas básicos a partir de cuyo conocimiento es posible la organización del contenido programático para el desarrollo de cualquier acción con él, se instaura como el punto de partida del proceso de acción, entendido como síntesis cultural.
De ahí que no sea posible dividir en dos los momentos de este proceso: el de la investigación temática y el de la acción como síntesis cultural.