Peligro Inminente (22 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: Peligro Inminente
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Todos tenían los ojos fijos en él.

De un gran sobre que tenía en la mano, el abogado sacó un pliego. Era, podíamos verlo muy bien, un papel con membrete de La Escollera y manuscrito.

—Es muy corto —advirtió Vyse, que, después de otra breve pausa, leyó con voz clara:

—«Éste es el testamento de
Magdalena Buckleys
. Quiero que se paguen todos los gastos mortuorios ocasionados por mi fallecimiento. Y nombro albacea de mis últimas voluntades a mi primo Charles Vyse; dejo todo cuanto poseo a Milly Croft, como grato recuerdo de los servicios que nunca podría pagar con nada. Firmado: Magdalena Buckleys. Testimonios:
Helen Wilson, William Wilson

Yo estaba completamente estupefacto. Y creía que todos los demás oyentes debían de experimentar el mismo sentimiento. Pero un momento después, mistress Croft empezó a decir con voz serena:

—Es verdad. Yo no hubiera hablado nunca de ello, desde luego. Pero... si no hubiera sido por mí..., cuando Philip Buckleys estaba en Australia... En fin, no hablemos de eso; ha sido hasta ahora un secreto y un secreto ha de seguir siendo. Pero ella, Esa, lo sabía... Se lo había contado todo su padre... Nosotros vinimos aquí porque queríamos ver esta Escollera de que tanto hablaba Philip. Y esta querida niña, precisamente porque sabía, nunca creía hacer lo bastante por nosotros. Nos había ofrecido que fuésemos a vivir con ella. Pero eso no podía yo aceptarlo... Entonces insistió para que nos alojásemos en la casita, y no nos cobraba ni un céntimo de alquiler. Nosotros, claro esta, hacíamos como si pagásemos para no dar lugar a murmuraciones, pero ella nos devolvía el dinero. Y ahora... ha hecho esto... Si alguien me dice que no hay gratitud, yo podré decir que no es verdad. El hecho de hoy lo demuestra.

Prodújose de nuevo un silencio de estupefacción. Poirot alzó los ojos hacia Vyse.

—¿Se esperaba usted semejante sorpresa?

El abogado movió la cabeza.

—Sabía que Philip Buckleys había vivido en Australia... Pero no tenía ni la más remota idea de que hubiese estado metido en un escándalo.

Dirigió una mirada significativa a mistress Croft, la cual a su vez movió la cabeza y dijo:

—No, no diré nada. No he hablado nunca de ello, ni hablaré. El secreto bajará conmigo a la tumba.

Vyse no insistió de ningún modo. Se había sentado y daba golpecitos en la mesa con un lápiz.

Inclinándose hacia él, Hércules Poirot le preguntó:

—¿No querrá usted impugnar la legitimidad del documento? Podría usted hacerlo como pariente más cercano de la testadora, y desde el momento que deja su fortuna enorme cuya posesión no preveía siquiera en la época en que redactó el testamento...

Vyse hizo un mohín desdeñoso, glacial, y dijo:

—El documento es perfectamente válido. No pienso ni siquiera discutir la forma en que mi prima ha querido disponer de su propia fortuna.

—Es usted un hombre honrado de veras —dijo al momento mistress Croft— y nada perderá con su honradez. Yo se lo aseguro.

El abogado pareció un poco ofendido por la observación bien intencionada, pero no por eso menos turbadora.

—Milly —exclamó míster Croft, sin conseguir disimular del todo su alegría—, ¡qué agradable sorpresa! No me había dicho Esa lo que escribía...

—Dulcísima criatura querida —murmuró mistress Croft, llevándose el pañuelo a los ojos—. Quisiera que pudiese ver... Tal vez, quién sabe...

—Tal vez —repitió Poirot, haciendo casi eco a sus palabras.

Luego, como si de pronto le viniese una inspiración, miró en torno suyo.

—¡Una idea! —exclamó—. Aquí estamos todos alrededor de una mesa. ¿Y si tuviéramos una sesión espiritista?

—¿Una sesión? —preguntó escandalizada mistress Croft—. Pues haría falta...

—Sí, sí; será un experimento interesantísimo. El amigo Hastings tiene muy buenas condiciones de médium (¡demontres!, ¿por qué me meterá a mí en este lío?...); es una oportunidad única para tener un mensaje del otro mundo. Siento que las condiciones son propicias. ¿No lo siente usted también, Hastings?

—Muy propicias —respondí, pronto, como siempre, a secundarle en todo.

—Bien. Estaba seguro. ¡Pronto, las luces!

Se puso en pie y apagó la luz en un momento. Había obrado con tal rapidez, que ninguno hubiera tenido tiempo de protestar, aunque hubiese querido hacerlo. Además, creo que todos estaban atontados por el estupor que les había producido el testamento.

La habitación quedó a oscuras. Como la noche era calurosa estaban abiertas las ventanas. Venía del jardín una ligera claridad, por la cual, al cabo de unos minutos, empecé a distinguir los contornos de los muebles. Me esforzaba por imaginar lo que hubiera podido hacer o decir, y mandaba al demonio a Poirot por haberme metido en semejante fregado.

Sin embargo, cerré los ojos y me puse a soplar como un fuelle o como lo hacen los médiums en el ejercicio de sus funciones.

Pasados unos minutos, Poirot caminaba de puntillas, se acercó a mi silla, luego volvió a la suya y dijo:

—¡Ya está!... Pronto sucederá algo...

Cuando se espera, sentado en la oscuridad, siempre se siente un gran temor. Noté que me ponía nervioso, y aún peor que yo debían de estar los demás; porque yo, al menos, tenía alguna idea de lo que iba a acontecer; conocía el hecho esencial, construido por Poirot y desconocido de todos ellos.

No obstante, a pesar de mi certeza, me palpitó rápidamente el corazón al ver que se abría despacito la puerta de la estancia.

No se oía el menor rumor (debían de estar recién engrasadas las puertas) y el efecto de aquel movimiento silencioso era desconcertante. Poco a poco se abrió del todo la puerta y durante otro minuto no ocurrió nada. Entró en el aposento una corriente fría, debida probablemente a que estaba también abierta la ventana, pero que me dejó helado, como si viniera de veras de los espacios etéreos.

¡Y luego todos vimos! En el umbral se alzaba una figurita blanca, esbelta: Esa Buckleys...

Se movió lenta y silenciosamente, con el andar vaporoso y dulce de una cosa incorpórea, sobrehumana...

En aquel momento me percaté de que el mundo había desconocido a una actriz admirable. Se realizaba su sueño de representar una función en La Escollera, pues en aquel momento desempeñaba un papel dramático, y no podía dudarse de que la joven disfrutaba inmensamente.

Mientras avanzaba con aquel paso de diosa sobre las nubes, se rompió de varios modos el silencio.

Del sillón de inválido que había a mi lado partió un grito agudo.

Un murmullo salió del lugar donde estaba sentado Croft. Del sitio de Challenger, una blasfemia. Y me parece que Charles Vyse echó atrás su silla. Lazarus se inclinó hacia delante. Únicamente la Rice permaneció muda, sin pestañear.

Helen, dando un grito, se puso en pie.

—¡Es ella! ¡Es ella!...

Entonces se encendieron de pronto las luces y vi a Poirot, en pie, que tenía en los ojos y en el rostro la expresión de púgil victorioso. Esa estaba en medio de la habitación envuelta en amplia vestimenta blanca.

La primera en hablar fue mistress Rice. Extendió la mano hacia su amiga y, tocándola, murmuró:

—¿Eres tú, Esa, en carne y hueso?

Esa respondió riendo:

—Yo soy, sí, muy viva... Mil gracias por todo lo que hizo usted por mi padre, mistress Croft; pero aún no ha llegado el momento de disfrutar el premio de sus buenos actos.

—¡Dios mío! —exclamó la Croft—. ¡Dios mío! ¡Llévame pronto, Berto, llévame! ¡Sácame de aquí!... Ha sido una broma, una simple broma y nada más...

—¡Extraña broma! —replicó Esa, desdeñosa.

Entre tanto, alguien había entrado a escondidas en el salón. Yo no había advertido su entrada. Con gran sorpresa mía reconocí en el recién llegado al amigo Japp. Cambió éste una rápida seña de inteligencia con Poirot, y luego, de pronto, se le vio un resplandor en los ojos, mientras se acercaba a la mujer, que forcejeaba en su cochecito de inválida.

—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Al fin nos volvemos a ver! Una antigua conocida. Milly Merton en persona. ¿Ha vuelto usted a sus martingalas de antes y de siempre?

Se volvió a los demás, y sin hacer caso de las protestas de mistress Croft, añadió:

—Milly Merton es una falsificadora de gran mérito; la más valiente de todas cuantas han pasado por nuestras manos. Sabíamos del vuelco del automóvil, del que apenas tuvo tiempo de escaparse... Pero ni siquiera una lesión en la espina dorsal ha podido apartarla de su arte; porque es una verdadera artista, la Milly, en su especialidad.

—¿Cómo? ¿El testamento era falso?

El tono de aquella voz descubría el profundo estupor de Vyse.

—¡Naturalmente! —exclamó su prima—. ¿Has creído tú auténtico ese testamento tan imbécil? En realidad, yo te dejaba a ti La Escollera, y todo lo demás a Frica.

A todo esto se había acercado a la Rice y estaba a su lado cuando... ocurrió el hecho.

Vinieron de la ventana el fogonazo y el silbido de un disparo, seguidos al punto de otro disparo. Oyóse luego un gemido y la pesada caída de un cuerpo...

Frica Rice se levantó de un salto. Un ligero chorrito de sangre le bajaba a lo largo del brazo.

Capítulo XX
-
J.

La escena había sido fulminante. Ninguno se percató de pronto de lo que era. Poirot fue el primero en reponerse y salió a todo correr, gritando. Detrás de él fue el comandante; un momento después reaparecieron trayendo entre los dos el cuerpo inerte de un hombre. Mientras le tendían con grandes cuidados en una ancha butaca de cuero, vi el rostro que me arrancó de la boca estas palabras:

—¡El hombre asomado a la ventana!

En verdad, era el que había visto el día anterior a través de los cristales de nuestro saloncito. Le reconocí en el acto; pero comprendí también en el acto que Poirot había tenido razón en tacharme de exagerado al definirlo yo como un ser apenas humano.

No es que fuese del todo injustificada mi primera impresión, pues era el rostro de un extraviado, de un ser distinto de la humanidad normal. Aquella faz blanca y depravada parecía una careta, un despojo abandonado del espíritu animador. En aquel momento lo regaba un chorro de sangre.

Frica se había levantado y estaba ya junto a la butaca, y Poirot se interpuso y dijo suavemente:

—¿Está usted herida, señora?

—Un rasguño de bala, no será nada...

Y dicho esto, la Rice apartó gentilmente a Poirot y se inclinó mirando. El hombre abrió los ojos y balbució con una mueca feroz:

—Esta vez te he alcanzado.

Luego, mudando de acento y con voz gimiente, temblorosa, añadió:

—Frica, ¡oh Frica!... No quería matarte... No sé... Frica, Frica... ¡Siempre has sido tan buena!...

—No te preocupes...

Se inclinó junto al moribundo.

—No sé por qué. No quería...

La lamentación quedó interrumpida y el hombre inclinó la cabeza contra el pecho.

Frica miró a Poirot.

—Sí, señora —dijo éste con una caricia en la voz—; está muerto.

La Rice se levantó y le contempló largo rato. Le puso una mano sobre la frente, con un movimiento que me pareció de piedad. Luego, con un suspiro, se volvió a todos nosotros, diciendo quedamente:

—Era mi marido.

Yo murmuré:

—J.

Y Poirot, que cogió al vuelo ese sonido, aprobó de pronto, añadiendo:

—Siempre presentí que debía de haber un J. ¿No se lo dije desde un principio?

—Era mi marido —replicó la Rice con voz terriblemente fatigada.

Cayó en la silla que le había acercado Lazarus.

—Y ahora mismo... voy detalladamente a contárselo a ustedes todo... Era un hombre totalmente depravado: un morfinómano. Me había arrastrado al vicio. Luego intenté curarme cuando lo dejé. Y supongo que hoy... estoy ya casi curada... Pero ha sido difícil... Muy difícil. Nadie puede comprender lo difícil que es... Nunca había conseguido librarme de él... De cuando en cuando se presentaba a pedirme dinero..., intentando atemorizarme; si le hubiese negado yo cuanto me pedía, se hubiera matado. Ésa era su continua amenaza. Era un irresponsable. Estaba loco. Supongo que habrá sido él el asesino de Maggie Buckleys... No porque lo desease, desde luego, sino porque la haya confundido conmigo. Tal vez hubiera debido yo decirlo; pero en medio de todo, no estaba segura. Además, todos los casos extraños ocurridos a Esa me inducían a pensar que tal vez fuese otro el asesino. Puede haber sido otro... Hace dos días vi unas palabras escritas sobre una mesa en el saloncito de monsieur Poirot. Formaban parte de una carta que yo había roto. Entonces comprendí que monsieur Poirot estaba sobre la pista..., que en adelante era cuestión de días o de horas. Pero lo de los bombones envenenados, aquello no; no acierto a comprenderlo. Mi marido no pudo haber querido envenenar a Esa, no comprendo cómo pudo intervenir él en tan feo asunto. Lo he estudiado de mil modos, y no consigo hallar la relación.

Se tapó el rostro con las manos... Poco después las retiró, y añadió con patética sencillez:

—Ya lo he dicho todo.

Capítulo XXI
-
K.

Lazarus, que había estado constantemente a su lado, murmuró:

—Querida..., querida...

Poirot se llegó hasta el aparador y llenó de vino un vaso. Se lo entregó a Frica y estuvo a su lado hasta que lo hubo vaciado. Después de darle las gracias con una sonrisa, le dijo la Rice:

—Ya me he recobrado... ¿Qué es lo mejor que puedo hacer ahora?

Miró a Japp, pero el inspector movió la cabeza:

—Yo estoy de vacaciones, mistress Rice. Me encuentro aquí por complacer a un amigo de mucho tiempo. No por otra cosa. La Policía de Saint Loo es la que se cuida de las indagaciones.

Entonces levantó Frica los ojos hacia Poirot.

—¿Colabora usted con la Policía local?

—Nunca. Soy un humilde consejero.

—Monsieur Poirot —dijo vivamente Esa—, ¿no se podría guardar todo esto en silencio?

—¿Es esto lo que usted quisiera?

—Sí. Después de todo, yo soy la más interesada en estos sucesos. Ya no habrá más atentados contra mi persona.

—No, es verdad. No habrá más atentados contra su persona... ahora.

—Usted piensa en Maggie, monsieur Poirot. Pero nada podría devolverle la vida. Además, al descubrir las escenas de esta noche, se haría recaer un cúmulo de desdichas sobre Frica, que no se lo merece.

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