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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (13 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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El viejo policía, que seguía buscando entre las sombras de las calles, no podía sospechar que las dos mujeres a las que buscaba estaban tan cerca…

De modo que Eva Ostrova se movía con cierta naturalidad, conocía ya algunos rincones y comprendía las suficientes palabras del castellano y el catalán para poder hablar con las personas más inmediatas.

Hay que decir que tuvo dos sensaciones al mismo tiempo: la sensación de que podía huir y de que nadie la buscaba. La huida clandestina del país habría sido fácil pidiendo ayuda económica a Mónica Arrabal, que sin duda no se la hubiese negado. Pero Eva había resuelto seguir en Barcelona; a nadie le explicó por qué, y menos a Mónica. Era algo que estaba encerrado en sí misma, en el fondo de sus ojos quietos.

La segunda sensación, la de que nadie la buscaba, era falsa. Eva salía poco de casa y apenas se exhibía porque sabía que Barcelona podía ser una ratonera para ella. Los hombres que la habían traído a España la estarían buscando, los hombres de la red estarían decididos a vengar como fuese la horrible muerte de Igor.

Y era verdad, la estaban buscando. Pese a haber tenido que abandonar las casas alquiladas, pese a sentir en la nuca el aliento de la policía, la extensa red de Muller seguía actuando con toda su potencia. Sus hombres estaban libres, el negocio continuaba y los informadores de la propia policía los tenían al corriente de todo lo que sucedía o podía suceder.

Estrecharon el cerco sobre Eva Ostrova siguiendo unos criterios absolutamente lógicos. Una muchacha que no conocía ni la ciudad ni el idioma, ¿adónde podía ir? Por eso investigaron entre la gente que vivía en la calle (al fin y al cabo ya la habían encontrado una vez así, durmiendo junto a un perro), que frecuentaba los asilos y las comidas gratuitas de las parroquias. La búsqueda seguía, pues, un criterio perfectamente razonable, pero nadie buscó en un piso pobre normal de un barrio pobre normal. Nadie imaginó dónde podía estar Eva, y por lo tanto nadie la encontró.

Bueno, eso no es exacto. La encontró una mujer que conocía muy bien a Eva Ostrova.

Y Eva la conocía a ella.

Se tropezó con aquellos ojos en la esquina. Fue como un choque, como un impacto. Los ojos helados de Eva toparon con la inescrutable mirada de aquella mujer que parecía haberla estado esperando.

Naturalmente que las dos se conocían bien, naturalmente que habían estado juntas.

—Chris…

Era el único nombre que Eva conocía. Chris era la mujer que la vigiló cuando estuvo prisionera en la casa. Chris la ató a la cabecera de la cama antes de la primera y salvaje embestida de Igor. Chris era la que le daba alimentos, la que la llevaba al baño. Después de la primera y brutal violación, Chris fue la que se ocupó de lavarla.

Y ahora estaba allí.

Chris, la mujer más especial de la banda, la única mujer tal vez. La que tenía en sus ojos un pedacito de muerte.

Se toparon en el cruce de San Pablo con Junta de Comercio, uno de los lugares que Eva Ostrova empezaba a conocer. Fue como un encuentro casual, de los que cada día ocurren en la ciudad, pero Eva supo desde el primer momento que de casual no tenía nada. Por lo visto Chris era más lista que todos los hombres de la banda juntos, o poseía contactos que solo ella manejaba.

Nadie habría podido decir qué pasaba en aquel momento por la mente de Eva Ostrova. Nadie habría podido decir si iba a tratar de huir, de correr hacia una comisaría o de frenar a Chris de una patada en el bajo vientre. Eva Ostrova conocía golpes que probablemente solo se podían aprender cuando se había pasado por determinados centros de Rusia, Ucrania o la maltratada Chechenia, golpes de los que seguramente no tenía idea ni la propia Chris.

Pero nada de eso sucedió.

Fue su vieja carcelera la que dio el primer paso:

—No temas nada de mí, Eva. Al fin y al cabo, fui yo la que te salvó la vida.

Méndez no podía tener idea de aquel encuentro, como no podía tener idea (ni sus jefes tampoco) de lo que sucedió solo un par de días después. Un automóvil hacía un traslado a un elegante club de carretera. En aquel traslado —que era de lo más normal dentro de la organización— ocurrían dos cosas que en cierto modo resultaban excepcionales. Una, que en el coche iba una sola mujer, cuando habitualmente las trasladadas solían ser dos o más, y otra, que aquella mujer, de unos treinta y pocos años, se parecía enormemente a una alta dama barcelonesa.

Cualquiera que conociese a la dama y hubiera visto llegar el coche al elegante club habría pensado con asombro que aquella mujer era Mónica Arrabal.

La pobre muchacha no lo sabía. En realidad no sabía muchas cosas, y desde que llegó a España solo una había aprendido bien: la habían engañado, no trabajaría nunca en un grupo de baile y no volvería a ser libre nunca más. La habían traído para venderla al mejor postor.

Todo lo demás lo ignoraba. No sabía que Muller la había elegido ya la primera noche por su parecido con Mónica. No sabía quién era Mónica. No sabía que el ansia de Muller en la primera violación era debida a que Muller pensaba estar poseyendo a la propia Mónica.

No, no podía saber nada de eso, pero ahora empezaba a conocer de verdad su destino. Y no podía rebelarse contra él. Muller había colocado en el coche, para el traslado, a uno de los sicarios más eficaces y crueles de que podía disponer, una auténtica máquina de matar que no se distinguía por su inteligencia, pero sí por su rapidez. La máquina de matar era Luthier.

Aquella pobre chica, que era ucraniana y se llamaba Ula, había estudiado baile clásico, hablaba idiomas, era elegante y era virgen. Le habían dicho que podía triunfar en Europa.

Y allí estaba Europa.

El coche, un Mercedes negro. El hombre alto, fuerte y de ojos metálicos que había de acompañarla. La carretera que conducía hacia el norte, hacia los parajes más elegantes del Ampurdán. Su destino desconocido en un lugar donde sin duda la esperaban otros hombres.

Eso era lo único claro, que iban a venderla.

Por lo demás, no sabía que el hombre que la había violado ávidamente se llamaba Muller. No entendía por qué aquel hombre, en un momento de arrebato, la llamó Mónica. No sabía que existía Mónica Arrabal. No sabía que existía otra muchacha que había sufrido casi lo mismo que ella, y cuyo nombre era Eva Ostrova. Una sola idea vibraba en su cerebro castigado y sumido en una especie de penumbra: «En la primera ocasión, escaparé». No debía ser imposible lograrlo, después de todo, en un país occidental, al parecer bien organizado y donde la policía no debía ser corrupta.

Esa idea la obsesionaba, esa idea era en aquel momento lo único que justificaba su vida.

El hombre que la conducía lo había adivinado desde el principio. El hombre que la conducía tenía una orden especial de Muller: «A esta vigílala como no has vigilado a nadie en tu vida».

Y por eso la puso en antecedentes desde el principio. Apenas habían enfilado la carretera, dijo en el ucraniano más seco que ella había oído nunca:

—Somos compatriotas, y me llamo Luthier.

Ella, con los ojos perdidos en el horizonte, no había contestado. Sabía que aquel gigante de tez blanca y ojos implacables seguiría con su lección.

Y, en efecto, así fue. Luthier dijo:

—El cinturón de seguridad que llevas puesto solo lo puedo soltar yo. Es un modelo especial, como todo el coche. Tú sola no puedes bajar el cristal ni puedes abrir la puerta. Puedes hacer señas pidiendo socorro en un cruce, pero antes de que alguien reaccione, yo sabré estar lejos. Y entonces lo pagarás más caro de lo que piensas.

Ula seguía con los ojos perdidos en el horizonte. Esperaba encontrar un policía de tráfico, pero por el momento no había aparecido ninguno. Por otra parte, estaba alucinada ante la rudeza casi apasionada del hombre. A aquel hombre, lo estaba adivinando, le gustaba matar.

Con Muller había sido distinto. Muller, mientras la poseía, mientras la llamaba con un nombre que ella no había oído nunca, le había dicho que al cabo del tiempo sería libre. Era mentira, sin duda, pero sonaba como una palabra de consuelo. Con Luthier era distinto, con Luthier todo era salvajismo y rudeza.

Las siguientes palabras del gigante acabaron de convencerla:

—Te advierto, por si piensas intentar algo, que soy el hombre más duro de todos los que vas a conocer. Había otro que me ganaba, un amigo llamado Igor, pero tuvo un accidente. Y justamente eso me ha enseñado a no fiarme de ninguna zorra. Jamás se me ha escapado una. Si intentas algo, lo comprobarás.

Ula no sabía que Luthier había perseguido a una fugitiva por las calles de Barcelona. No sabía que la fugitiva había muerto en un piso de una casa semitapiada. No sabía que la había acompañado en el camino de sangre otra muchacha cuyo único error había consistido en abrir la puerta.

Pero lo adivinaba, adivinaba todo en los ojos de Luthier. Y se horrorizó ante el pensamiento de algo que le hizo contraer todos los músculos del cuerpo. No pudo ni imaginar a aquella bestia encima suyo, violándola como la había violado el propio Muller.

Mientras su corazón se contraía de miedo, supo que nada podía hacer, pero su cerebro seguía funcionando. Si no aparecía un agente de tráfico, tendrían que parar en alguna parte, tendrían que bajar del coche aunque fuera solo un momento. Entonces llegaría la ocasión de su vida.

Pero no paraban. De hecho, el propio Luthier se lo había advertido:

—Está cerca.

Pero Ula lo intentó. Había que hacer algo antes de que llegaran. Con voz firme dijo:

—Necesito orinar.

—Dentro de poco podrás hacerlo. Casi estamos llegando.

—No puedo aguantar más. Si no paramos, me lo haré encima.

La terrible brutalidad de las palabras de Luthier la dejó sin respiración:

—Háztelo encima y yo disfrutaré más. Sin lavarte, te follaré en cuanto lleguemos a la casa. A mí me gustan las mujeres sucias porque son más naturales. Una vez le di por el culo a una chica que acababa de cagar.

Eran las palabras más salvajes que Ula —acostumbrada al ambiente de la música y las salas de danza— había oído nunca, y además supo instintivamente que aquellas palabras eran ciertas. Sintió que no podía respirar, que los músculos del vientre se le contraían a causa del miedo, que ni siquiera se sentía capaz de gritar.

Y entonces vio el camino de salida de la carretera, vio el club donde iba a ser sometida, vio la casa.

Era discreto —porque solo lo veías al tomar la curva— y era elegante. Ula no tenía idea de que existieran edificios así. Contuvo la respiración mientras pensaba en su infancia, en su madre, en sus primeras clases y en su casa.

Una choza en el campo, pero no importaba. Era libre. Las lecciones en el conservatorio junto a una ventana donde crecía un tilo. El viejo y venerable piano que había sido regalado por el Partido. Las manos dulces y suaves de la maestra que le enseñó a amar la música.

De eso no iba a quedar nada.

Sintió deseos de llorar, de aullar su propia miseria.

El coche se había detenido en una amplia explanada donde no vio aparcado ningún coche más. Un tipo alto, rudo, con todo el aspecto de ser un doble de Luthier, vino a recibirlos. En la puerta del club no se veía a nadie.

Luthier y el otro hablaron en ucraniano, y ella pudo entenderlos perfectamente.

—Esta es la nueva. Se llama Ula y hay orden especial de tratarla bien. Debe empezar a trabajar mañana, pero antes habrá que enseñarle un par de cosas.

El otro sonrió.

—¿Sí? ¿Y quién se las va a enseñar?

—Yo mismo.

Ula sintió que le temblaban hasta los huesos. Todos sus temores y presagios se habían cumplido. Aquella bestia humana iba a violarla.

Vio que era imposible pedir ayuda allí. No había nadie. Notó que la sacaban del coche y la sujetaba férreamente una mano que era como el brazo de una grúa.

Se tragó su propio grito, se comió su propia desesperación.

El otro la sujetó aún mejor. Preguntó, mientras se apartaba del coche:

—¿La llevo directamente a una habitación?

—Sí. Éntrala por la puerta de atrás, para que no la vea nadie. Que descanse un poco y haga sus necesidades. Dentro de media hora subiré a verla.

—¿Vas a tomar una copa?

—Naturalmente. Me la he ganado —dijo Luthier mientras se llevaban a Ula.

Quitó las llaves del contacto, las guardó en un bolsillo y encendió un cigarrillo en la comodidad del coche. Con los ojos cerrados, aspiró placenteramente el humo perfumado. Pensaba en la copa y en la mujer, por ese mismo orden. Una mujer como Ula bien merecía primero un buen trago del mejor whisky escocés, un Lagavulin. Disfrutaría mejor de ella con aquel calorcito en el estómago.

Se apoyó en el respaldo, siempre con los ojos cerrados. Lo invadía una sensación de bienestar.

Buena época. Buen ambiente. Buena tía.

De pronto un ruido inesperado le hizo abrir los ojos. Todos sus sentidos se pusieron en alerta, pero descubrió complacido que no había peligro.

Una chica se había acercado al coche. Una chica muy joven.

20

No resultaba demasiado alta, pero era elástica y fuerte. Vestía unas ropas un poco anticuadas, más o menos como todas las chicas encerradas en el club. Esta debía ser de las más jóvenes, pero no llamaba la atención. Luthier no recordaba haberla visto nunca, y además la chica llevaba unas gafas negras.

A Luthier le acabó de tranquilizar su ucraniano perfecto y su sonrisa dulce, de niña que dice a todo que sí.

—Estoy en el club —dijo ella—, y me acaban de decir que tú puedes llevarme a Barcelona.

Luthier sonrió también, pero haciendo al mismo tiempo un leve gesto de fastidio.

—No volveré a salir hasta dentro de una hora bien larga —dijo—. Me queda trabajo.

—¿Pero vas a volver?

—Sí, claro.

Luthier estaba más confiado cada vez. Sin duda se trataba de una chica de la organización que ya estaba integrada en aquella vida. Había muchas así. Apagó el cigarrillo mientras decía:

—Podemos tomar una copa juntos.

Y entonces ocurrió.

Luthier no entendía por qué estaban pasando las cosas, no entendía nada. Como en una alucinación, el espacio que antes ocupaba el cigarrillo en su boca fue sustituido por una cosa mucho más dura. Cuando quiso darse cuenta, ya tenía el cañón de un 38 metido entre los dientes.

Los reflejos profesionales de Luthier no desaparecieron. Un Astra del 38 es el revólver que suelen usar los guardias de seguridad, y no resulta demasiado temible a distancia. Pero disparado entre los dientes, convierte en gelatina tu cabeza.

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