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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (15 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Son unos ojos imposibles de descifrar, unos ojos donde muchos pensarían que no hay nada.

—Eva…

Mónica hace una pausa, como si dudara de lo que va a decir.

—Me contaste que hablas francés, que lo aprendiste de una compañera del sanatorio donde estuviste.

—Sí.

—¿Podemos hablar en francés?

—¿Por qué?

—No quiero que tu madre nos entienda.

«Tu madre…». Es una expresión caritativa, sin duda, y que habría alegrado a la Patri, pero la Patri no la entiende porque ya ha sido pronunciada en francés. Mónica lo habla con soltura, como corresponde a una señora que va de la biblioteca del Ateneo a los salones del paseo de Gracia, y Eva Ostrova lo habla con frases cortas y palabras sencillas. Su mente despierta no solo es capaz de captar lo esencial de cada situación, también de cada idioma.

—Eva, necesito hablar contigo.

—Usted dirá.

—Necesito que me digas la verdad. Le he preguntado a tu madre cuando me ha abierto la puerta. Anteayer estuviste todo el día fuera.

—Sí.

Eva Ostrova no se mueve, no altera la dirección de su mirada, no deja que aparezca la menor expresión en la indiferencia de sus ojos tan quietos. Nada ha vibrado en ella después de decir «sí».

—¿Dónde estuviste?

Silencio.

—¿Dónde estuviste?

—Me moví un poco por la ciudad. Necesito conocer las calles.

—Eva…

—¿Qué?

—Eva, por favor, yo soy tu amiga. Lo era ya de la Patri antes de que tú llegaras a Barcelona, por la sencilla razón de que tu madre lo necesita, como lo necesitan tantas personas en este barrio. Sabes que ayudar a los demás es el objeto de mi vida.

—Sí. Estoy enterada de las obras de caridad que hace.

—Por favor, Eva, mírame a los ojos.

—Como quiera.

—Eva, soy tu amiga. Métete esto en la cabeza: soy tu amiga. He venido a verte, te he ayudado a aprender el idioma, te he dado dinero, he hecho lo que haría una persona que te quiere, y ahora solo te pido una cosa muy sencilla, solo te pido que me digas la verdad.

—Se la estoy diciendo.

—A ver… ¿tú has leído los periódicos?

—En casa no entran periódicos.

Mónica Arrabal se remueve en la silla y cruza las piernas. No se preocupa por su posición y se le insinúa el final de las medias, que además se reflejan en el espejo de un armario. Miles de fantasmas secretos se mueven en el aire, cualquier hombre los sentiría en la piel, pero ella no sabe que existen.

—Eva, no te voy a dar detalles porque, en todo caso, tú los conoces mejor que yo, pero al menos dime si te atreves con una serpiente venenosa.

—Yo me atrevo con todo. Yo me he encontrado sin padres en la Ucrania de hoy, que es uno de los países más crueles del mundo. En otra época se habrían ocupado de mí, pero ahora no. Yo he vagado por las calles y he estado en un orfelinato. Eso lo sabe usted bien, porque se lo conté. Sabe que en el orfelinato me violó un hombre.

Una gotita de sudor resbala por la cara inmaculada de Mónica. Ahora es ella la que solo sabe decir sencillamente:

—Sí.

—Odio a los hombres.

—Lo sé, también me lo explicaste.

—El que me violó está muerto.

Un momento de silencio, otra gotita de sudor, un trino del canario que se pierde inútilmente en la calle, que es como un animal dormido.

Eva Ostrova sigue en voz baja:

—Podría haber ido a la cárcel. Pero a mi edad a la gente como yo la envían a sanatorios mentales. Usted no sabe lo que eso significa en la Rusia y en la Ucrania de hoy. Allí tuve que crearme a mí misma y nacer otra vez.

Otro silencio, otro avance sinuoso del gato, otro trino del pájaro sobre la bestia dormida de la calle. Mónica descruza las piernas, y los fantasmas masculinos de las paredes piensan: «Lástima».

Eva prosigue con voz lenta:

—Si una cosa aprendí desde muy pequeña es que para sobrevivir hay que saber adaptarse al medio… y para vengarse hay que saber esperar el momento oportuno. Un día logré fugarme de aquel centro apestoso. Solo quería saldar mis cuentas y empezar una nueva vida. Fue entonces cuando conocí a aquel grupo de hombres y mujeres que me prometieron un futuro mejor.

—Sí…

La garganta de Mónica se ha encallado, ahora es a ella a quien le cuesta hablar.

—Pero todo eso se lo he contado ya. Usted me inspiró confianza en seguida porque sé que ha ayudado a muchas personas, entre ellas a la mujer que mejor se ha portado conmigo. Sin la Patri…

Eva hace una pausa. La luz de la estancia parece cambiar de color, como si los malos recuerdos fueran una sombra siniestra capaz de transformarlo todo.

—Eva, yo… yo siempre he querido ayudarte.

—Lo sé.

—Me contaste lo que te había pasado con aquella gente, lo que había ocurrido en aquella casa. El destino que te aguardaba y el hombre que te violó. Me contaste cómo… cómo habías acabado con él.

Eva Ostrova ni se inmuta. Parece que ese es un asunto que ya ha cruzado definitivamente la frontera del olvido.

Y la muchacha añade en un susurro:

—Nunca le habría contado eso a nadie, pero con usted todo es distinto porque me siento protegida y… supongo que al final todos necesitamos confiar en alguien, sobre todo cuando una no tiene más que la soledad.

Otro silencio agorero que las envuelve, que inmoviliza al gato, esfuma los fantasmas de las paredes y detiene sus pensamientos.

—Mónica…

—¿Qué?

—No quiero hablar más.

—Ni yo voy a preguntarte nada más… excepto dos cosas. Es lo último que quiero que me digas.

Un leve encogimiento de hombros, una mirada perdida al vacío.

—Bien.

—Dime si me equivoco al suponer que no quieres que le pase a nadie más lo que te ha pasado a ti y que por eso estás haciendo lo que haces.

—No se equivoca.

—Dios mío…

—Deje tranquilo a Dios.

—Pero Eva, tú eres… eres…

La palabra se atraganta en la boca de Mónica, sus dedos se entrecruzan, se arañan, parecen querer romper el aire. Mónica no se atreve con la palabra, no se atreve ni siquiera con el último rayo de sol que aún entra por el balcón.

Pero sigue mirando fijamente a Eva Ostrova, que también tiene las manos unidas sobre el regazo. Allí está aquella figura que parece de niña, allí está su soledad, su pobre vida, su pensamiento secreto para el que Mónica no encuentra palabras.

—Eva, yo creí que, después de todo, había llegado a conocerte un poco.

—A mí no me conoce nadie.

—Después de todo, soy la única persona con la que te has sincerado. Y había llegado a pensar que te conocía.

Eva Ostrova no contesta. Sus ojos están perdidos en la lejanía —aunque en la calle estrecha no hay lejanías.

Mónica no se resigna al silencio de la joven.

—Te di dinero, he intentado protegerte, que vivieras con decencia, dentro de lo posible. Quería que, al menos, no sufrieras más. Pero hay muchas cosas que sigo sin entender, y una de ellas especialmente.

—¿Cuál?

—Me he informado bien a través de todos los periódicos y la televisión y tengo la terrible sospecha de que fuiste tú quien estuvo en una especie de edificio de lujo que está en el Ampurdán, un club de carretera. No sé cómo lo hiciste —Mónica se detiene intentando poner en orden sus ideas—. Para una muchacha que no conoce el país es toda una aventura y no creo que cogieras un taxi, entre otras cosas porque eso deja muchas pistas y porque supongo que no se viaja en taxi con una serpiente venenosa metida en una bolsa.

Otra vez el silencio como respuesta.

—Alguien tuvo que ayudarte —sigue Mónica Arrabal—, alguien te explicó lo que iba a pasar y te facilitó la venganza.

La mirada de la muchacha sigue lejana y quieta, pero algo desconocido brilla en el fondo de sus ojos, y por eso Mónica Arrabal intuye que ha dado con la verdad.

—¿Quién te ayudó?

—No voy a comprometer a nadie.

—¿Quién te ayudó?

—Una mujer. Usted no la conoce ni la conocerá nunca.

—¿Qué mujer?

—Digamos que conoce a los miembros de la organización que me trajo aquí. Digamos que habla ucraniano y me puedo entender perfectamente con ella.

Mónica Arrabal cruza otra vez las piernas nerviosamente y otra vez se insinúan sus muslos blancos y opulentos, otra vez se movilizan los fantasmas que viven en las paredes y en los espejos.

—O sea, Eva —murmura asombrada—, que hay alguien más.

Otro silencio y otra mirada perdida en el lado opuesto de la calle. Mónica no necesita palabras y quizá mejor que no las haya, porque se ha quedado sin respiración.

—Eva, tú eres una… una… —no se atreve a pronunciar la palabra que ya no quería pronunciar antes, pero al fin la escupe, dice por entre sus labios apretados—: una asesina.

Y Mónica se pone en pie. No puede con eso, no puede, no puede… Ver a Eva allí, tan inocente y tan quieta, le produce asombro y horror. Va hacia la puerta del pequeño piso sabiendo lo que hará. Una persona creyente como ella no puede consentir que las cosas continúen así. Cualquier cosa que le ocurra a Eva es mejor que lo que le está ocurriendo. Hay que actuar.

Mónica Arrabal conoce a muchos policías.

Sin despedirse, con las piernas que todavía le tiemblan, sale a la escalera y a la calle en la que ya ha oscurecido, que de pronto ha quedado muerta.

24

Mónica Arrabal no quiso acudir inmediatamente a la policía. No quiso y no pudo. Su conflicto moral era tan angustioso que no se veía capaz de dar un paso, no se veía capaz de pensar, de hablar, de hacer una declaración que resultara coherente. En realidad no se veía capaz ni de pronunciar su nombre.

El que sí se veía con fuerzas para actuar era Méndez. Él también había tenido que hacer frente al mismo conflicto moral. Él también pudo haber vendido a Eva con una sola palabra, pero no lo hizo. En cambio, se puso en movimiento. Él, que tenía fama de no moverse de su silla, se hartaba de trabajar.

Lo primero que hizo fue telefonear al tío lunático que tenía una colección de reptiles debajo de la cama. Necesitaba saber si se relacionaba con los vecinos de la casa. Cuando el lunático le dijo que solo había hecho verdadera amistad con una muchacha ucraniana que estaba aprendiendo español y vivía en el mismo edificio, ya no tuvo la menor duda de que había sido Eva quien había robado la serpiente.

Y eso no hizo más que aumentar su conflicto moral, y al mismo tiempo eso no hizo más que aumentar su trabajo.

Su tarea inicial fue visitar el lujoso club de carretera que estaba cerca del lugar en que había aparecido el cadáver de Luthier. Fue una tarea de alto riesgo para Méndez, pues el local estaba situado en un paraje de aire limpio, de vegetación cuidada, de paisajes despejados y libres de humo, sin el menor efluvio de tabaco.

Eso podía acabar con la salud de Méndez, amorosamente cuidada en los portales del Raval, entre aroma de colillas, ventanas que daban a un patio interior, tubos de escape trucados y aromas de coñac de garrafa. Pero todos sabían que Méndez estaba dispuesto a jugarse la vida por el cumplimiento del deber.

Por supuesto, daba por descontadas dos cosas: que podía equivocarse de club, porque no tenía una referencia exacta, y que la policía habría revisado todos los establecimientos de la zona, o sea que no habría apenas nada por descubrir, pero él necesitaba comprobarlo.

En efecto, los tres centros que existían en la zona habían sido ya inspeccionados por las muy diversas policías que existen en el país y que garantizan la tranquilidad ciudadana. Los tres clubes continuaban su actividad, pero uno había cambiado por completo a todas sus chicas. No era fácil que los empleados dijesen una palabra de más —si realmente sabían algo sobre la verdad de lo ocurrido—, pero las chicas podían irse de la lengua. Por eso, pensó Méndez, todas estaban ya en otro sitio. O quizá encerradas por unos días. Lo que había detrás de todo aquello era un ignorado sufrimiento humano.

En cuanto a la propiedad de aquel club, Méndez no tuvo ninguna duda de que ya debía estar produciéndose un intenso movimiento legal. Los socios internacionales debían estar cambiando sus nombres mediante compraventas que a lo peor tenían lugar en Montecarlo o en Vaduz. Los testaferros españoles serían sustituidos o por el momento desaparecían discretamente.

Un tejido de escrituras notariales, transferencias y cambios de domicilio haría imposible que un juez aclarase algo, si el asunto llegaba a manos de un juez. Lo de la serpiente nadie había podido explicarlo aún de modo oficial, y en cuanto a los neumáticos que habían pasado por encima del cuerpo de Luthier, no debían de existir ya. Seguro que habían sido destruidos, y por allí la investigación no avanzaría nunca.

Quedaba otro punto a tener en cuenta, según los pensamientos de Méndez: Luthier, el muerto, olía peor que los otros muertos. No era alguien a quien la ley quisiera vengar o sobre el que valiera la pena saber alguna cosa más; toda su vida apestaba. Con un pasaporte croata sobre el que cabían todas las dudas, con un oficio de agente comercial absolutamente incomprobable y con continuos cambios de domicilio y país, cualquier cosa que se aproximase a él olía a basura. Ningún policía disfrutaba husmeando carroña de esa clase, ningún abogado movería un papel para convertirse en acusación particular. Luthier resumía perfectamente el pensamiento de Méndez —y en cierto modo el pensamiento de la ley— en esos casos: «Bien muerto está, que le den…». Algunos piadosos compañeros de Méndez habrían añadido: «A lo mejor le gusta».

O sea que tampoco aparecerían demasiadas evidencias por aquel lado, de modo que Méndez dirigió sus investigaciones hacia otro sector. Dejó de recorrer parajes de aire puro, dejó de recibir la luz y se hundió en la oscuridad de los ficheros. Los ficheros de Méndez no solo estaban en la policía, sino en miles de anotaciones y miles de recuerdos.

De entrada, una cosa le pareció evidente, y además favorable: el trabajo chapucero que habían hecho con el cadáver de Luthier indicaba que los de la organización estaban perdiendo los nervios y ya no actuaban con la fría precisión de otras veces. Eso se explicaba en parte porque habían recibido unos golpes imposibles de imaginar y porque tenían enfrente un enemigo que no habían tenido nunca. Aunque debía haber algo más… Los errores cometidos por la banda solo se explicaban plenamente si en su interior se estaba desatando una lucha de poder. Es decir, si un sector o un miembro de la banda intentada hacerse con el control de esta.

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