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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (28 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Mientras se ponía en movimiento, Méndez pensó que había dos problemas. El primero y más importante era que Lorena Suárez le odiaba con toda su alma, y además Méndez se sentía responsable ante ella. Cualquier gestión directa —que era lo aconsejable— estaba condenada al fracaso. Por lo tanto, era necesario buscar alguna salida urgente.

Porque el otro problema era que los miembros de la organización también podían saber que Lorena Suárez había tenido un papel en todo aquello, en cuyo caso la buscarían y la interrogarían. El castigo por no hablar sería la muerte.

Por lo tanto —siguió pensando Méndez— quizá lo más sensato sería llevar a Lorena Suárez a comisaría e interrogarla oficialmente. Eva Ostrova era lo suficientemente buscada como para obligar a Lorena a confesar su paradero. Pero si esa comparecencia de Lorena no se conseguía pronto, ¿qué sería de ella?

Méndez decidió ante todo ver en qué lugar trabajaba aquella mujer, para hacerse una idea de la situación física. Quería saber si su vivienda y su despacho eran muy vulnerables o no, por si los matones de la organización decidían acorralarla.

El domicilio particular de Lorena Suárez estaba cerca del parque Cervantes, donde termina la Diagonal para enlazar con las autopistas, y por lo tanto en uno de los mejores lugares de Barcelona, aunque no uno de los más cómodos. Además, tratándose de una finca aislada y con aceras solitarias, era peligrosa. Se podía llegar con cierta facilidad hasta la propia cama de Lorena.

El despacho profesional estaba en un lugar mucho más céntrico, en la calle Balmes, cerca de plaza Molina. En el edificio vivían solo dos familias de una manera fija, y el resto de los pisos estaban ocupados por oficinas que por la noche eran lugares desiertos. Nada tan fácil como penetrar en el edificio, llegar al piso donde estaba el despacho de Lorena Suárez y esperarla allí.

Méndez se sitió desalentado. No había motivo tampoco para solicitar una vigilancia permanente de los edificios, y la verdad era que, si se lo pedía a sus superiores, estos le dirían que no. Por lo tanto, decidió seguir la investigación según sus propios métodos, para lo cual necesitaba establecer más o menos un cuartel general, y para establecer más o menos un cuartel general necesitaba más o menos un café.

No los hay cerca de los edificios aislados y ricos donde las damas se dedican a bautizar los árboles de los parques y pasear un perrito pequinés, y donde los hombres se relacionan con sus amantes solo a través del móvil. El núcleo más próximo de cafés estaba cerca de El Corte Inglés y eran cafeterías donde, como máximo, se podía tomar un desayuno de urgencia, las camareras no conocían a nadie y, si fumabas un cigarrillo, se disparaba una alarma situada en el techo.

Méndez comprendió que, si seguía en aquel sector de la ciudad, las consecuencias para su salud serían irreparables, pero tenía que aguantarse.

Decidió vigilar personalmente —o sea, lo mismo que no vigilar nada— la casa donde vivía Lorena Suárez. Era más fácil que la acorralasen allí que en su oficina, donde además iba poco. Lo comprobó haciendo que dos compañeros telefoneasen a distintas horas preguntando por ella.

—Dígame de qué se trata y le concertaré una cita previa —era siempre la respuesta—. Si se trata del cobro de alquileres, le pasaré con contabilidad.

Era evidente que pocas personas trataban con Lorena de forma personal, y era evidente que ella pasaba muchas horas en casa, quizá controlando todo desde su ordenador. Tenía que ser a la fuerza una chica lista y astuta, que no solo había sabido ocultar la fortuna robada por su padre —cosa que no todo el mundo lograría hacer—, sino que además trabajaba en una actividad que hasta pocos años antes había sido la más rentable del mundo. Ya no lo era, porque el sector inmobiliario estaba en crisis, pero todo dependía del sector en que Lorena hubiese logrado especializarse.

La primera mañana, Méndez eligió ser un jubilado de los que leían el periódico en los alrededores del parque. Y ya desde el principio se dio cuenta de que Lorena Suárez no pasaba todo el tiempo en casa, sino que aprovechaba la zona verde para hacer
footing
. Vestida con un chándal, se perdía por la parte alta de la Diagonal y regresaba sudorosa hora y media después. Méndez no supo si se preparaba para la maratón, pero desde luego lucía una magnífica figura.

No pareció que nadie viniese a visitarla. En aquel edificio aislado había poquísimo movimiento, que parecía limitarse al de unos cuantos propietarios y unas cuantas mujeres de la limpieza, que respiraban la paz del país. Nadie llamó la atención del jubilado que devoraba los periódicos.

Méndez, por supuesto, era consciente de que recibiría una bronca por no cumplir con los pocos servicios que le señalaban y que su presencia allí no podía llenar más que una parte de la jornada. Por la noche, cualquiera podía llegar hasta Lorena Suárez sin que él lo supiese. Y así sucedió en efecto, porque no se pueden hacer milagros.

El hombre que había de encontrarse con Lorena Suárez llegó pasada la media noche. Méndez lo habría reconocido en seguida.

Usó el procedimiento que habría usado Méndez: una ganzúa para la puerta de la calle y una gorra de gran visera sobre la cara para evitar que le captase la cámara de vigilancia de la entrada. Fingió sonarse un par de veces y subió por la escalera, evitando el ascensor. La puerta blindada del piso de Lorena no le planteó demasiados problemas, por razones que él sabía.

Pasó al interior. Todo tenía un aspecto lujoso y estaba envuelto en oscuridad y silencio. Un vestíbulo, un corto pasillo, un salón con grandes ventanales que daban al parque, otro corto pasillo que daba a la cocina y un cuarto de baño abierto. Allí seguía imperando el silencio, pero el fino oído del que acababa de entrar percibió un leve jadeo a su izquierda.

Se detuvo, ladeó la cabeza y escuchó con todos los nervios tensos. Habría jurado que aquellos jadeos venían de una pareja que estaba haciendo el amor. Sonrió al pensar que no podía haber elegido mejor momento para entrar en la casa.

Méndez habría reconocido al hombre que estaba allí porque era un asesino profesional. Según Méndez había cometido dos asesinatos, pero según los tribunales solo había cometido uno. Doce años de cárcel, buen trato, buena paga de sus patronos mientras estuvo entre rejas y fuga con el primer permiso penitenciario. Busca y captura, pero ¿y qué? La organización lo había trasladado a Portugal, donde no cometía ningún delito. Si le encargaban algún trabajo era siempre en Tánger o Casablanca, donde ayudaba a reclutar mujeres. De hecho, llevaba años sin trabajar en Barcelona, y solo debería estar en la ciudad veinticuatro horas. En ese tiempo y haciendo un solo viaje en coche, nadie repararía en él.

Sonrió al pensar por qué le habían elegido.

—Tú eres el único capaz de abrir cualquier puerta blindada, Porcel, y sobre todo la que tiene la mujer a la que vas a visitar.

—¿Por qué?

—Porque es un modelo que le instalamos nosotros mismos. Fue un regalo que le hicimos.

—¿Y ella no pensó nunca que así la teníamos a nuestra disposición?

—Se cree demasiado lista.

Porcel sonrió mientras sacaba su Smith Wesson, modelo 386 Magnum, aunque de cañón muy corto, y por lo tanto, fácilmente transportable. No quería sorpresas, ya que era evidente que junto a la mujer encontraría a un hombre.

Se plantó en la puerta del dormitorio. Un armario tallado a mano, con más detalles que un altar barroco. Una ventana enfrente, pero con la persiana bajada. Una mesita más rococó que el armario. Una pantalla que despide una luz tamizada y dulce. Una cama más ancha que una piscina y en la que caben al menos dos parejas.

Y en ella una sola pareja.

Pero en ella no hay una mujer y un hombre, sino dos mujeres.

El primer rostro que vio, el de la muchacha que se encontraba más cercana a la puerta, no fue el de Lorena Suárez, sino el de una desconocida que no era su objetivo. Pero le bastó desplazar un poco la miraba para ver la cara, aún desencajada por el deseo, de la mujer a la que había venido a buscar. La expresión de la joven pasó del éxtasis a la sorpresa más absoluta en un décima de segundo.

Porcel se quedó quieto en el umbral, guardó el revólver y trató de sonreír.

En realidad estaba encantado con la sorpresa que se había encontrado. Nunca había visto a dos mujeres jóvenes y bonitas moverse así. Ni pensaba que Lorena Suárez fuese tan hermosa. Le habían enseñado varias fotografías pero ninguna le había hecho verdadera justicia. Era más bonita de lo que había imaginado.

Sintió en su bajo vientre una vibración que en aquel momento estaba de más, y la dominó por puro instinto profesional. En cambio, vaciló como un novato ante una testigo que no esperaba. No había recibido instrucciones para un caso así.

Convenía, ante todo, evitar que una de las dos mujeres gritase.

Con voz calmada, dijo mientras movía las manos suavemente:

—Lorena, he venido a hablar contigo.

A ella, ya sentada en la cama, le tembló la voz un par de veces antes de poder hablar.

—¿De qué me conoces?

—Trabajamos para la misma empresa.

Lorena captó en seguida la realidad, aunque no por ello disminuyó su sorpresa. Porcel comprendió que aquella mujer era lista y capaz de dominar cualquier situación. Por eso clavó fijamente sus ojos en la otra.

Lorena la protegió con un brazo.

—Ella es una amiga. No tiene nada que ver con esto.

—¿Una buena amiga?

—Sí. Y de las de verdad.

—Ya lo veo.

—Si le haces algún daño, serás tú el que lo pague. Ya sabes a quién puedo acudir.

—No pienso hacerle ningún daño, pero es un problema. Quiero hablar solo contigo.

—¿Y para eso te han enviado… de esta manera? Podría haber ido a donde me llamasen para tener una conversación. Trabajo desde hace tiempo con vosotros y soy de confianza. ¡Esto es ridículo! —dijo con un tono autoritario que mostraba que había recuperado algo de su aplomo habitual.

—Comprendo que estés irritada, pero era necesario. Me das la información y me marcho.

—¿Y mi amiga?

—No le pasará nada. Dentro de cinco minutos podéis continuar si os da la gana.

Y Porcel avanzó un paso más, guardando su pistola. Trataba de sonreír amistosamente mientras se deleitaba mirando a las dos mujeres desnudas.

Los ojos de Porcel eran un taladro.

Y entonces fue cuando Lorena Suárez lo comprendió, entonces fue cuando supo por qué las cosas ocurrían precisamente de esta manera. Le habían regalado la puerta blindada para que se sintiese bien segura, y había sido tan estúpida como para no comprender entonces que así podrían entrar cuando quisieran, tan estúpida como para no darse cuenta de que estaba en sus manos.

Y acababa de ser tan estúpida como para preguntar por qué no concertaban una cita o hablaban por teléfono, cuando tendría que haber comprendido mucho antes que lo que querían era intimidarla, demostrarle que no podía negarse a nada. Si aquel tipo estaba allí, en su propio dormitorio, era para demostrar a Lorena que no tenía escapatoria si no colaboraba.

Lo que aquel tipo tenía que preguntarle debía ser muy urgente y muy especial para la organización, porque de lo contrario no hubiesen quemado tantos cartuchos a la vez. Lo que Lorena sabía lo necesitaban por encima de todo y además ahora.

Farfulló:

—Habla.

—No puedo hacerlo delante de esa otra mujer.

—Es… es de toda confianza.

Porcel vaciló un momento, pero terminó encogiéndose de hombros.

—Está bien. Puede oírlo.

Y el sicario se encogió de hombros otra vez, mientras nacían, casi estallaban, dos gotitas de sudor en la frente de Lorena. «Está bien, puede oírlo…». Eso significaba que la otra mujer quizá no seguiría viva para contárselo a nadie. Todo su cuerpo se estremeció mientras le decía en un susurro a la otra:

—Márchate.

—Eso lo decido yo… —dijo Porcel suavemente—. Vamos a hablar claro, Lorena Suárez.

—¿Qué necesitas de mí?

—Has demostrado ser una competente mujer de negocios. Tienes una agencia inmobiliaria.

—Una pequeña agencia.

—Con un cliente principal que te da mucho dinero. Ese cliente principal somos nosotros mismos.

—Sí, claro, ¿y qué?

Otras gotas de sudor estaban estallando en la frente de Lorena. Si aquel tipo hablaba con tanta claridad era porque no le importaba que la otra lo oyese. Era porque la otra no podría contárselo a nadie.

Todo su hermoso cuerpo se puso tenso, formó de repente en la cama una especie de arco.

—A ella… no le vas a hacer nada.

—No le haré nada.

—Entonces dime de una jodida vez lo que buscas y lárgate.

—Lo que busco es muy sencillo, pero no puedes permitirte el lujo de dar largas o de mentir. Tienes que decirme la verdad… ahora.

—Sé que lo que queréis demostrarme es que estoy en vuestras manos. Pero ojo con lo que haces porque lo vas a pagar caro. Dime qué quieres.

—Como agente inmobiliario tú siempre nos has vendido y comprado casas… muy especiales. Sitios donde nadie molestara a nadie. Y a veces nos las has alquilado. Todo rápido. Bien hecho.

—Yo todo lo hago bien hecho.

La expresión de Lorena era ahora dura. De pronto no tenía miedo, de pronto parecía dispuesta a saltar. Porcel, a pesar suyo, casi sintió admiración. Claro, él no tenía ningún motivo para saber que Lorena era hija de un atracador de bancos baleado por un policía.

—Lo que te pedimos es sencillo —dijo él—. Tenemos entendido que proporcionaste hace muy poco una casa a una muchacha ucraniana porque te lo pidió una mujer llamada Mónica Arrabal.

—Pues entonces pregúntaselo a ella.

—Yo obedezco órdenes, el que manda me ha dicho que a Mónica Arrabal no debo molestarla.

—Y en cambio a mí sí…

—Tú eres la que haces negocios con nosotros. Y ahora dime de una maldita vez dónde está esa casa.

La cara de Lorena, de repente, estaba bañada en sudor. Se daba cuenta de que buscaban a alguien… y quizá ese alguien no estaría vivo una hora después. Pasara lo que pasase, ella sería al menos la cómplice. Era la forma más segura del mundo para obligarla a obedecer a la organización. Hasta ese momento había ganado mucho dinero con ellos, pero a partir de ahora no sería más que su esclava.

Balbució:

—Necesito ir al baño.

—No intentes ganar tiempo porque no te va a servir de nada. Habla de una jodida vez.

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