Yo sabía que no iba a salir a cenar en cualquier caso. Mi madre tendría incluso que cancelar sus clases durante algunos días.
—Tú le obligaste a ir. Le convenciste. Te piensas que conseguir las cosas gratis es tan fácil.
Casi todo el mundo descubre la ausencia por sí solo; se arrancan los árboles y la tristeza inunda el claro. Entonces sabemos que hemos amado.
Pero yo nací a la ausencia. La historia había dejado un espacio que ya apestaba con la maleza, los gusanos masticaban la tierra abandonada por las raíces. Las lluvias habían creado ciénagas en las zonas más bajas, la melancolía verde del pantano con su moqueta oscilante de polen.
Yo vivía allí con mis padres. Un escondite, podrido por la pena. Desde el principio Naomi pareció conocernos. Entregó su corazón, con tanta naturalidad como si respirase. Pero para mí, el amor era como contener la respiración.
Naomi pisaba tierra firme y alargó el brazo. Yo tomé su mano, pero no me moví más allá.
Naomi no era consciente de su propia belleza. Sus rasgos eran fuertes, finos, la piel se le ruborizaba al hablar, el color era un indicador fiable de sus emociones. No era delgada o extravagante, sino exquisita como el terciopelo. Se desacreditaba a sí misma, ignorando la evidencia de sus piernas atléticas y su pelo rubio y espeso, deseando ser más alta, más delgada, de formas más elegantes; concentrándose en cualquier pedazo de carne odiada por encima de la cintura. Como con sus atributos físicos, Naomi no reconocía el poder de su mente, ignorando todo lo que había leído para concentrarse en todo lo que no había leído. Naomi era capaz de escuchar atentamente y luego, con una exactitud dolorosa, salir con una afirmación que penetraba hasta el corazón de las cosas —un espadachín haciendo cortes transversales en la fruta con un solo giro exacto de la muñeca. Por ejemplo, en el coche de vuelta de casa de Maurice Salman aquella noche. Con un solo golpe diestro, Naomi dijo: «Jakob Beer parece ser un hombre que por fin ha encontrado la pregunta correcta».
Poco después de obtener la fijeza en mi puesto de profesor en la universidad, empecé con la investigación de mi segundo libro, sobre el clima y la guerra. Naomi de nuevo amenazó con acompañarme culinariamente, con diversos
bombes
y platos flambeados. Pero afortunadamente decidió que aquello no tenía ninguna gracia. El libro adoptó el título,
Enemigo Inmortal
, de una frase de Trevelyan. Se refería al huracán que destruyó la flota británica en la guerra contra Francia. Trevelyan tenía razón cuando identificó al verdadero enemigo: un huracán en el mar significa espuma atravesando la cubierta a cien millas por hora, un viento que aúlla y que te impide respirar, ver o mantenerte en pie.
Durante la Primera Guerra Mundial, en las montañas del Tirol, provocaban avalanchas intencionadamente para sepultar a las tropas enemigas. Más o menos por aquella época, los estrategas empezaron a pensar en crear tornados para fines bélicos, idea que nunca se llevó a cabo por la sola razón de que no había forma de garantizar que el tornado no se volviera contra las propias filas.
Yendo de París a Chartres, Eduardo III casi pierde la vida en una tormenta de granizo. Le juró a la Virgen que si le liberaba de las piedras gigantes declararía la paz, promesa que mantuvo y que tomó forma en el Tratado de Bretigny. Inglaterra se salvó por la tormenta que destruyó la Armada Española. Tormentas de granizo barrieron quinientas millas de Francia, arrasando la cosecha, originando la escasez de alimentos que contribuiría a la Revolución Francesa. El viejo aliado de Rusia, el invierno, se adelantó al gran ejército de Napoleón. El bombardeo de Hamburgo generó tornados. El término militar «frente» es un préstamo del hombre del tiempo que data de la Primera Guerra Mundial…
Cuando los alemanes invadieron Grecia, la RAF y el Servicio de Previsiones Griego suspendieron intencionadamente todos los partes meteorológicos desde Atenas. Tenían que hacer un agujero en el mapa meteorológico del Mediterráneo para que los alemanes no dispusieran de la ventaja de que las previsiones de los griegos informaran de sus tácticas aéreas.
Himmler estaba convencido de que Alemania tenía poder incluso para alterar el clima de las zonas ocupadas. Desmenuzando tierra polaca —«ahora tierra alemana»— entre los dedos, especulaba sobre cómo los colonos arios plantarían árboles e «incrementarían el rocío y (crearían) nubes, provocarían la lluvia y así harían avanzar hacia el este un clima económicamente más viable…».
Naomi asistió de oyente a una de mis clases, Tipos de biografía. Cuando la conocí me hizo pensar en una especie de hermana excéntrica de alguien. En aquellos días tenía preferencia por la ropa holgada y parecía que se la había cogido prestada a algún hermano mayor. Yo esto lo encontraba extremadamente atractivo. Me daba ganas de llegar a ella metiéndome en sus grandes bolsillos y subiendo por sus amplias mangas.
El apartamento de Naomi era tan diminuto que resultaba como vivir en el armarito del botiquín. Por necesidad, todo estaba escondido detrás de alguna otra cosa, a punto de derrumbarse. Guardaba el alcohol en una estantería detrás de la B de bebida, detrás de Bachelard, Balzac, Benjamín, Berger, Bogan. El whisky escocés estaba detrás de Sir Walter. Adoraba estos chistes fáciles suyos, cuanto más fáciles mejor, se provocaba a sí misma paroxismos de risa. Estas payasadas continuaron durante nuestra vida de casados. En un cumpleaños organizó una elaborada gincana y la última pista conducía, evidentemente, a la tarta.
Naomi era muy aficionada a las películas de ciencia ficción de los años cincuenta, y a menudo nos quedábamos levantados hasta tarde para verlas. Siempre se ponía de parte del monstruo solitario, normalmente una criatura normal que había adquirido proporciones gigantescas como consecuencia de una radiación. Le gritaba a la pantalla de la televisión, animando al pulpo inmenso a que aplastara el puente con sus expresivos tentáculos. Naomi defendía la idea de que la joven científica invariablemente convocada al lugar de los hechos para destruir al calamar atómico (o al gorila, la araña o la abeja) constituía su modelo secreto a seguir; la física nuclear, la bióloga marina que hacía que una bata de laboratorio resultara más sexy que un vestido de fiesta.
Le encantaba la música y lo escuchaba todo, gamelan de Java, coros gregorianos, organillos medievales. Pero de lo que más se enorgullecía era de su colección de nanas, de todos los puntos de la tierra. Nanas para recién nacidos, para el niño que quiere seguir despierto con su hermano, para el niño que está demasiado excitado o demasiado asustado para dormir. Nanas de tiempos de guerra, nanas para niños abandonados.
Naomi me cantó por primera vez desde un extremo de su sofá. La ventana estaba abierta, una noche cálida y ventosa de septiembre. Su voz era tan baja como el susurro de la hierba. Me hizo imaginarme la luz de la luna sobre el tejado. Me cantó una nana de gueto, una tristeza que me resultaba confusa y dulce. En la oscuridad me llegaba el olor de la loción bronceadora que cubría sus brazos y piernas, y también el algodón fino de su vestido de flores. «Aprieta el alfabeto contra tu corazón, aunque haya lágrimas en cada letra». «Te canto al oído pequeño, deja que llegue el sueño, un pomo pequeño cerrando una pequeña verja».
Algo titiló dentro de mí, en lo más profundo. Me convoqué a mí mismo: la acción más grande de mi vida, alzar la cabeza lo suficiente como para colocarla en su regazo. Besé su falda vaporosa con el calor de mi aliento. Su cara estaba suspendida sobre mí, media luna, con el pelo como una cortina.
Ahora, ocho años después, Naomi sigue coleccionando nanas pero las escucha a solas en el coche. Canciones viejas que, imagino, la hacen sollozar en medio del tráfico. Hace mucho tiempo que Naomi me cantó por última vez. Hace mucho tiempo que no escucho una canción de adivinanza o una canción gitana o una canción rusa, ni una canción de guerrilleros ni una canción de la Legión Exterior Francesa, ni un solo
Ay-li-ruh
o
Ay-liu-liu-lui
para calmar a los peces en el mar, o un
Bayushk-bayu
para hacer que los pájaros sueñen en las copas de los árboles.
Ya no le queda humor en la nostalgia.
A pesar de los años las incongruencias de Naomi seguían cogiéndome desprevenido, como una tormenta de verano. En la sección de hortalizas del supermercado cosechaba los beneficios de estar casado con una editora de no-ficción. Eligiendo la lechuga me enteraba de que cuando murió Chopin le tocaron su propia
Marcha Fúnebre
. Mientras organizaba nuestra declaración de la renta me informaba de que «Baa baa black sheep» y «Twinkle Twinkle Little Star» comparten la misma melodía. Aprendí muchas cosas mientras me afeitaba o hacía paquetes de periódicos atrasados. «Después de la Primera Guerra Mundial, un químico alemán intentó extraer oro del agua del mar para ayudar a Alemania a pagar su deuda de guerra. Ya había extraído nitrógeno del aire para fabricar explosivos. Hablando de la guerra, ¿sabías que Amelia Earhart estuvo ejerciendo de enfermera con los veteranos en Toronto en 1918? Y hablando de enfermeras, a Escher tuvieron que operarle de urgencia cuando estuvo en Toronto dando una conferencia».
Durante varios meses Naomi estuvo trabajando en una serie sobre asuntos municipales.
—Cuéntame qué está pasando en la ciudad.
En la cama, con su camiseta gris preferida, informe como una ameba, me seducía con detalles. Abogados, arquitectos, burócratas; los conocía a todos por las descripciones que ella me hacía. Desde sus gustos literarios y musicales hasta incidentes incómodos en lugares públicos y privados —todas las minucias de las vidas importantes— llegué a tener un conocimiento irregular e íntimo de la ciudad. Las ciudades se construyen sobre encuentros comprometidos, sobre determinadas aficiones culinarias compartidas, tropiezos casuales en piscinas cubiertas. Al llegar la tercera semana ya podía contarme, con una mirada significativa, del encaprichamiento de algún político con el cristal antiguo y yo era capaz de entender la nueva regulación de aparcamiento. Naomi contaba estas historias como una cortesana. No como si fueran cotilleos fofos de bocazas, sino con el sobrio reconocimiento de que estaba desvelando los mecanismos internos del poder civil. Y a veces, cuando dejaba de hablar, me levantaba hacia ella con una bofetada de expectación como un sabor que me estallaba en la boca.
Yo le correspondía alimentándola con historias para dormir: informes meteorológicos. Cuando la nieve está a punto de avalancha, la disrupción más mínima provoca el desastre: el salto de un conejo, un estornudo, un grito. Un perro fiel esperó durante tres días junto a un montículo de nieve hasta que alguien investigó; excavaron al perplejo cartero de Zurs que sobrevivió porque la mayor parte de la nieve recién caída es aire.
En Rusia, un tornado desenterró un tesoro e hizo que mil kopecks de plata llovieran sobre las calles de un pueblo.
Un tren de mercancías se levantó de la vía y volvió a colocarse en su sitio, de cara al lado contrario.
De vez en cuando admito que me inventaba cosas. Naomi siempre se daba cuenta. ¡Revela tus fuentes, revela tus fuentes!, decía, golpeándome con una almohada, sujetando mis gafas por una patilla.
Solíamos jugar a una cosa en el coche. Naomi conocía tantas canciones que sostenía que podía aplicarle una nana o una balada a cualquiera. Un día de invierno le pregunté a Naomi que qué canciones se le venían a la cabeza cuando pensaba en mis padres. Me contestó casi inmediatamente.
—Tanto con uno como con otro, «Noche». Sí, «Noche».
La miré. Estaba aturdida porque yo no lo entendiese; recelosa.
—Bueno… porque escucharon a Liuba Levitska cantándola en el gueto.
La miré con odio. Ella suspiró.
—Ben, no apartes los ojos de la carretera… Liuba Levitska. Tu madre dice que tenía una
coloratura
preciosa, que era una cantante de verdad. Había cantado la Violeta de
La Traviata
a los veintiún años. ¡En yiddish! Les daba clases de canto a los niños del gueto. Les enseñó «Tsvey Taybelech» —«Dos palomitas»—, y pronto la estaba cantando todo el mundo. Alguien se ofreció a esconderla al otro lado de los muros, pero ella se negaba a abandonar a su madre. Las mataron a las dos allí… Mediada la guerra cantó en un concierto dedicado a la memoria de los que ya habían muerto. Hubo una discusión muy fuerte porque un hombre se quejó de que estaba mal dar un concierto en un cementerio. Pero tu madre dice que tu padre le dijo que no había nada más sagrado que escuchar la «Noche» de Liuba Levitska.
—¿Y qué canción elegirías para Jakob Beer?
De nuevo Naomi contestó con demasiada rapidez, como si lo hubiera tenido decidido desde mucho antes de que yo le preguntase.
—Ah, «Moorsoldaten», sin duda, «Soldados del Pantano». No sólo porque trata de un pantano… sino también porque fue la primera canción que se compuso en un campo de concentración", en Borgermoor. Se la mencioné cuando nos conocimos en casa de Maurice. Y claro que había oído hablar de ella. Los nazis no les permitían a los prisioneros que cantaran nada excepto marchas nazis mientras extraían el carbón, así que supuso una verdadera rebelión inventarse una canción propia. Se extendió por todos los campos. «Dondequiera que miramos, el pantano y el páramo nos devuelven la mirada… pero no siempre reinará el invierno».
Seguimos conduciendo unos minutos en un silencio lóbrego. Ese día de febrero era especialmente húmedo, y las carreteras estaban hechas un desastre. Me acordaba de cómo mis compañeros de colegio y yo solíamos aplastar la nieve sucia entre las botas, exprimiéndole el agua, dejando montoncitos de topo de hielo blanco. Trabajábamos con dedicación hasta que el patio de recreo era una cordillera de montañas en miniatura.
—Es lo único que se puede hacer por ellos —dijo Naomi.
—¿Qué cosa? ¿Para quiénes?
—Da igual.
—Naomi.
Mi mujer se estiró los dedos de los guantes de lana y se los volvió a poner. Abrió la ventana un poco, dejó entrar un soplo de nieve, la cerró de nuevo.
—Lo único que se puede hacer por los muertos es cantarles. El himno, el
miroloy
, el
kaddish
. En los guetos, cuando se moría un niño, la madre le cantaba una nana. Porque no tenía otra cosa que ofrecer de su ser, de su cuerpo. Se la inventaba, una canción de consuelo, mencionando todos los juguetes preferidos del niño. Y la gente las oía y se las pasaban los unos a los otros y, al pasar de las generaciones, esa cancioncilla es lo único que queda que pueda decirnos algo de ese niño…