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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (20 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Pensamos que los cambios ocurren repentinamente, pero incluso yo he aprendido la verdad. La felicidad es salvaje y arbitraria, pero no es repentina.

Maurice está más que encantado, está atónito. «Amigo mío —por fin, después de un millón de años. Irena, ven aquí.
Es como el descubrimiento de la agricultura
».

En el restaurante preferido de Michaela, levanto el vaso y los cubiertos se caen al suelo de baldosas caras. El sonido estalla tan alto como la luz del cielo. Mirándome, Michaela tira su propio servicio de plata por el borde de la mesa.

Me enamoré en medio de un estrépito de cucharas

Cruzo la frontera de piel hacia los recuerdos de Michaela, hacia su infancia. En el muelle a los diez años, las puntas de sus trenzas húmedas como pinceles. Su espalda fresca y morena bajo una blusa gastada de franela, lavada tantas veces que es tan suave como la piel de los lóbulos de las orejas. El olor de la dársena de cedro tostándose al sol. Su tripa infantil, escurridiza, sus piernas de pajarito. Qué distinto es nadar después, de mujer, tocada por los dedos de frío del lago; y cómo, incluso ahora, no es capaz de nadar en un lago sin que el romanticismo dé forma a sus energías, como si todavía fuera una niña nadando hacia el futuro. Por la tarde, el ocaso alumbra el cielo, por encima del friso oscuro de los árboles. Rema, cantando estrofas de baladas. Se imagina las estrellas como caramelos de menta, y las guarda en la boca hasta que se disuelven.

Durante las primeras semanas que pasamos juntos, Michaela y yo viajamos en coche por muchos pueblos norteños a las orillas de los lagos, el cielo bordado de humo de madera, lámparas encendidas en casas pequeñas, o pasamos por delante de casitas de chilla cubiertas de tablones para protegerse de la nieve. Pueblos que no comparten sus recuerdos.

Los álamos blancos crean sombras negras, un negativo fotográfico. El cielo vacila entre la nieve y la lluvia. La luz es una campanada sorda, vieja, un eco de la luz. Michaela al volante, mi mano en su muslo. La alegría de volver a su apartamento en la oscuridad de la tarde del domingo.

En primavera, fuimos más hacia el norte, pasadas las minas de cobre y los molinos de papel, los pueblos abandonados que surgieron a causa de la industria y luego fueron rechazados por ella. Me interno en el paisaje de su adolescencia, a la que recibo con una ternura corpórea, cuando Michaela se relaja e imperceptiblemente se abre a ella: las decrépitas casas de Cobalt, con las entradas de cara a todas partes menos a la carretera, que se construyó más tarde. La elegante estación de ferrocarril de piedra. Las bocas abiertas de las minas. El Hotel Albion, marchito y desamparado. Vi que amaba todo esto. Supe entonces que le enseñaría la tierra de mi pasado, de la misma manera que ella me estaba enseñando la suya. Entraríamos en el Egeo a bordo de un barco blanco, la tripa de una nube. Aunque la extranjera será entonces ella, y aunque habrá de quedarse boquiabierta frente al paisaje desconocido, su cuerpo se amoldará a él como una promesa. Se pondrá morena, sus ángulos brillarán aceitosos.
Un vestido blanco reluce contra sus muslos como la lluvia
.

«Mis padres se escapaban autopista arriba a la menor oportunidad. No sólo en verano; también en invierno, hiciera el tiempo que hiciera. Íbamos al norte de Montreal, al oeste hacia Rouyn-Noranda y más allá, a un bosque de ésker, y a una isla… Cuanto más al norte vayas, más te convoca el poder del metal en el suelo…».

De niña, surcando la noche en un automóvil veloz, con la cara contra la fría ventana trasera, se creía capaz de percibir la atracción entre las estrellas y las minas, una dependencia metálica de conceptos que ella no entendía: magnetismo, órbitas. Se imaginaba las estrellas perdiéndose y acercándose demasiado a la tierra, atraídas con fuerza al suelo. Con las ventanas abiertas, aire de autopista contra piel veraniega, el traje de baño aún húmedo bajo los pantalones cortos, a veces sentada sobre una toalla. Adoraba aquellas noches. Las sombras oscuras de sus padres en el asiento delantero.

«En las islas las tiendas del puerto olían a lana y a bolas de naftalina, a chocolate y a goma. Mi madre y yo comprábamos ahí gorritas de algodón para el sol. Comprábamos viejos juegos de mesa y puzzles de puentes y de puestas de sol; las piezas de cartón siempre daban la impresión de estar algo húmedas… El museo de los pioneros me hizo tenerles miedo a los fantasmas de los indios y de los colonos y de los espíritus de los animales cazados. Vi la ropa de hombres y de mujeres que no habían sido más altos que yo cuando no pasaba de los diez u once años. Jakob, ¡esa ropa tan pequeña me aterrorizaba! Existe la leyenda de que los indios manitú quemaron la isla una vez y que quedó arrasada, destruyeron el bosque y sus propios asentamientos para echar de allí a un espíritu. Incendiaron sus hogares para salvarse. Tuve pesadillas con hombres corriendo por el bosque, un reguero de linternas. Se supone que la isla había quedado purificada, pero a mí me preocupaba la posibilidad de que el espíritu estuviera planeando su venganza. Creo que un niño sabe de manera intuitiva que los lugares más sagrados son los que más asustan… Pero había también una felicidad en la isla que nunca he sido capaz de recrear. Comer al aire libre, linternas, vasos de zumo enfriado en el lago. Aprendí cosas sobre los diferentes tipos de raíces y sobre los distintos tipos de musgo, leí
El Poni Rojo
de Steinbeck en el porche acristalado. Remábamos. Mi padre me enseñaba palabras nuevas que yo imaginaba entre signos de exclamación que para mí representaban su dedo señalando: ¡Cirro! ¡Cúmulo! ¡Estrato! Cuando estábamos en el norte mi padre llevaba zapatillas de tela. Mi madre llevaba un pañuelo anudado en la cabeza…»

Igual que el que lleva Michaela mientras me cuenta estas historias. La tela le enmarca el perfil, le destaca los pómulos.

«Más tarde, cuando volví a esos lugares, especialmente a las playas del Canal del Norte —de mayor, conduciendo sola— sentí que había alguien conmigo en el coche. Era muy raro, Jakob, como si tuviera conmigo un ser de repuesto. Un ser muy joven o muy viejo».

Mientras habla, atravesamos pueblos desiertos a la orilla de los lagos, la arena de la orilla del arroyo va tapando la carretera. El patetismo de los pueblos de vacaciones del norte en el silencio de la temporada baja. Troncos para la chimenea apilados en los porches, muebles viejos; vidas vislumbradas. Pueblos que se desperezan brevemente sólo en las semanas de calor, como el florecimiento del quisco. Y no puedo respirar por miedo a perderla. Pero el momento pasa. Desde Española hasta Sudbury, las colinas de cuarcita absorben la luz rosada de la tarde como papel secante, luego empalidecen bajo la luna.

Finalmente, Michaela me lleva a una de las mecas de su infancia, un bosque de abedules que surge de la arena blanca.

Aquí es donde por fin largo el ancla irremediablemente. El río se desborda. Me escapo del nudo y floto, suspendido en el presente.

Dormimos entre los abedules mojados, nada entre nosotros y la tormenta excepto la frágil piel de nailon de la tienda de campaña, una cúpula que refulge en la oscuridad. El viento llega retumbando desde lejos, se enreda en las altas antenas de las ramas y luego rueda por encima de nosotros hacia la lluvia, lleno de electricidad. Tapo a Michaela, dentro del saco de dormir, consciente de la tienda como si fuera una camisa mojada contra mi espalda. Relámpagos. Pero nosotros hemos tomado tierra.

Se alza hacia mí sin vacilación. ¿Qué es lo que el cuerpo nos hace creer? Que nunca somos nosotros mismos hasta que contenemos dos almas. Durante años la corporeidad me hizo creer en la muerte. Ahora, dentro de Michaela, y mirándola, la muerte por primera vez me hace creer en el cuerpo.

Mientras el viento se acumula en los árboles y luego se aleja, rizando el bosque, desaparezco dentro de ella. Semillas titilantes se esparcen por su sangre oscura. Hojas luminosas en el viento de la noche; estrellas en una noche sin luz. Somos los únicos tontos que duermen a la intemperie bajo una tormenta de abril. En la tienda temblorosa Michaela me cuenta cuentos, mi oreja apoyada en su corazón hasta que, con la lluvia golpeando contra el nailon quebradizo, nos dormimos.

Cuando nos despertamos, tenemos un charco de agua a los pies. No es ni en Idhra ni en Zakynthos sino entre los abedules de Michaela donde me siento por primera vez seguro sobre la tierra, acollado en una tormenta.

Idhra es accesible sólo desde un puerto, desde un ángulo, y tiene la espina torcida, la cabeza mirando en sentido contrario. Nos apoyamos en la barandilla, mis brazos alrededor de la cintura de Michaela. La bandera del barco intenta atrapar el crepúsculo. El calor se desvanece bajo la precipitación de una fuente de estrellas.

En Idhra la primavera se despereza como una joven tras su primera noche de amor, a la deriva entre una vida antigua y otra nueva. Niña durante dieciséis años y mujer en dos horas, así es como Grecia se despierta del invierno. Llega una tarde en la que cuaja el color de la luz, un barniz endureciéndose sobre la cerámica.

Hojas de olivo acumulan implacablemente el sol, el poderoso sol griego, hasta que su color se vuelve tan denso que el verde se torna púrpura, las hojas se amoratan por su propia avaricia. Hasta que se vuelven tan oscuras que ya no pueden absorber más y, relucientes, reflejan la luz como espejos ahumados.

En lo alto del aire azul, la luz salpica como aceite perfumado sobre piel. Estamos pegajosos por el almizcle de las uvas y del agua salada. Michaela, vestida con el calor del verano, muele café, sirve higos y miel.

Michaela se olvida de su cuerpo durante horas. Me encanta mirarla cuando está leyendo, o pensando, con la cabeza apoyada en la mano. En el suelo o sentada en una silla, con las piernas y los brazos abandonados a la gravedad. Cuanto más intensa es su concentración, cuanto más abstracto el problema que contempla, más lejos vaga su cuerpo. Va por largos caminos, balanceando las piernas, o atravesando el agua, con el pelo paseándosele por la espalda. Estos son los novillos de su cuerpo, sus travesuras. Libre de la mente disciplinada de Michaela, se escapa corriendo al exterior. Cuando alza la mirada y me sorprende observándola, o simplemente deja de leer —«Jakob, Hawthorne llegó a fingir que estaba enfermo para poder quedarse en casa leyendo los ensayos de Carlyle sobre los héroes»— su cuerpo vuelve a estar ahí, reaparece de pronto en la silla. Y siento un agradecimiento profundo por esos miembros pesados y huidizos que le han plantado cara a la autoridad de su mente sin que ella se diera cuenta. Me mira, y es toda presencia. Mientras su cuerpo y yo compartimos nuestro delicioso secreto.

Oyendo leer a Michaela, recuerdo cómo Bella leía poesía; cómo me llegaba de niño el anhelo de su voz, aunque no entendiese el sentimiento. Me doy cuenta, medio siglo después de su muerte, de que aunque mi hermana nunca se sintiera a sí misma entre las manos de un hombre, debía amar ya tan profundamente, tan en secreto, que sabía algo sobre la otra mitad de su alma. Esta es una de las bendiciones de Michaela. Michaela, que hace una pausa porque algo se le acaba de ocurrir: «¿Te das cuenta de que Beethoven compuso toda su música sin haber mirado el mar ni una sola vez?».

Cada mañana escribo estas palabras para todos vosotros. Para Bella y Athos, para Alex, para Maurice e Irena, para Michaela. Aquí en Idhra, en este verano de 1992, intento dejar registrado el pasado en el abarrotado espacio de un rezo.

Por las tardes busco en Michaela perfumes fugitivos. Albahaca en los dedos, ajo trasladado de los dedos a un mechón suelto; sudor de la frente al antebrazo. Siguiendo un camino de estragón como si una larga división me llevara de una columna a otra, rastreo su jornada, aceite de coco en los hombros, hierba alta que se le pega a los pies húmedos de mar.

Encendemos las lámparas de tormenta, acompañados por el sonido de las cigarras, y ella me cuenta tramas de novelas, me habla de historia, de anécdotas de la infancia. Nos leemos el uno al otro, comemos y bebemos. Pescado fresco traído del pueblo con
domates
asados con aceite de oliva y tomillo; berenjena y
anginares
a la parrilla empapadas en limón.
Sobre una mesa agraciada con la quietud y los aromas, el orden silvestre de las ciruelas
.

A veces el hijo de la señora Karouzos sube del pueblo a traernos regalos de parte de su madre «para el viejo Jakob y su joven esposa»: pan, aceitunas, vino. Manos se sienta con nosotros por las tardes, y el leve decoro que trae a nuestra mesa agudiza mi deseo. Observo sus rostros al otro lado de la mesa. La amable intimidad de nuestro invitado, su afecto contenido, y Michaela, estallando de salud e irradiando placer, tiene el aspecto —¿será posible?— de una mujer bien amada.

Observo a Michaela cocinar un pastel. Me sonríe y me dice que su madre solía preparar así la masa. Sin saberlo, sus manos llevan mis recuerdos.

Recuerdo a mi madre enseñando a Bella en la cocina. Michaela dice: «Mi madre solía cortar así la pasta, y lo aprendió de su tía, ya sabes, la que se casó con aquel hombre que tenía un hermano en Nueva York…». Siguen y siguen, de manera despreocupada, como si no fueran con ella, las historias de la madre de Michaela acerca de sus familiares del pueblo de al lado, del otro lado del océano, se desenrollan como la corteza del pastel. El vestido descocado que llevó la prima Pashka a la boda de su sobrina. El primo que conoció a una chica y se casó con ella en América pero resultó que era del mismo pueblo que él, te lo puedes creer, tuvo que viajar desde la otra mitad del mundo sólo para conocer a la hija del vecino… Recuerdo a mi madre insistiéndole a Bella que no revelara los ingredientes secretos de su pastel de miel —la envidia de la señora Alperstein— nunca, excepto a su propia hija, Dios mediante. Unas pocas cucharadas de papilla para que esté suave y húmedo como la crema, y miel de acacias para que el pastel salga dorado… Acordándome de esto, recuerdo la antigua espada japonesa —fabricantes que recitaban historias mientras forjaban el acero, curvándolo miles de veces para que tuviera más fuerza y flexibilidad—, historias cronometradas para acompañar el proceso de temple. Así que cuando se quedaban callados, era que el acero estaba listo; las historias eran una receta precisa. Me estoy perdiendo lo que Michaela me cuenta, una historia familiar sobre una esposa que acabó arrojándole una tetera a su marido, porque me estoy acordando de que mi madre a veces castigaba a Bella por tener mal carácter: «Las gallinas viejas sólo sirven para hacer caldo», «si tienes malos pensamientos el pastel no subirá» —y aquí tengo a Michaela seduciendo a la masa mientras la mete en el horno, susurrándole al pastel para que salga perfecto.

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