Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va ya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza, como el año pasado, a parecer divina…
Vengo triste, Platero… Mira; pasando por la calle de las Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban, silenciosas.
Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya sabes que la pobre era tan vieja como don Julián y tan torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar… A eso del mediodía, la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. El, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos… Al fin, cayó al suelo y allí la remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella: «¡Dejadla morir en paz!», como si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero; pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.
Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo, que, ciego en su vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre la que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba todo de levísimas nubecillas de rosa…
Verdaderamente, Platero, que estaban bien. Doña Camila iba vestida de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y el puntero, a un cochinito. El, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto en una mano y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y Concha la Mandadera, que se llevó no sé qué ropas viejas de mi casa. Delante iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de la calle de Enmedio, de la calle de la Fuente, de la Carretería, de la plazoleta de los Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello, tocando latas, cencerros, peroles, almireces, gangarros, calderos, en rítmica armonía, en la luna llena de las calles.
Ya sabes que doña Camila es tres veces viuda y que tiene sesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una sola vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias. ¡Habrá que oírlo esta noche detrás de los cristales de la casa cerrada, viendo y oyendo su historia y la de su nueva esposa, en efigie y en romance!
Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina se irá llevando del altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá unas noches más el ruido de los chiquillos. Al fin, sólo quedarán la luna llena y el romance…
Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre, derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie… ¡Qué bien lleva su pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas y sus burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.
¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la Friseta, sintiendo a los gitanos desde, los corrales bajos! (Yo estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuadra tendrían los gitanos que saltar medio pueblo, y, además, porque Rengel, el guarda, me quiere y lo quiere a él.) Pero, por amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la voz:
—¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!
Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa, trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo —¡brutote!—, en su corta fuga, la enredadera azul.
Acércate más, Platero. Ven… Aquí no hay que guardar etiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque es de los tuyos. Allí, su perro, ya sabes que te quiere. Y yo, ¡no te digo nada, Platero…! ¡Qué frío hará en el naranjal! Ya oyes a Raposo: «¡Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja!».
¿No te gusta el fuego, Platero? No creo que mujer desnuda alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿Qué cabellera suelta, que brazos, qué piernas resistirían la comparación con estas desnudeces ígneas? Tal vez no tenga la Naturaleza muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y la noche fuera y sola; y, sin embargo, ¡cuánto más cerca que el campo mismo estamos, Platero, de la Naturaleza, en esta ventana abierta al antro plutónico! El fuego es el universo dentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre de una herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas las memorias de la sangre.
Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira cómo Alí, casi quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡Qué alegría! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas de sombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta en juego fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, en infinito encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la rosa. Mira: nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared, en el suelo, en el techo.
¡Qué locura, qué embriaguez, qué gloria! El mismo amor parece muerte aquí, Platero.
Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto de convaleciente, blando de alfombras y tapices, oigo pasar por la calle nocturna, como en un sueño con relente de estrellas, ligeros burros que retornan del campo, niños que juegan y gritan.
Se adivinan cabezotas oscuras de asnos, y cabecitas finas de niños que, entre los rebuznos, cantan, con cristal y plata, coplas de Navidad. El pueblo se siente envuelto en una humareda de castañas tostadas, en un vaho de establos, en un aliento de hogares en paz…
Y mi alma se derrama, purificadora, como si un raudal de aguas celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡Anochecer de redenciones! ¡Hora íntima, fría y tibia a un tiempo, llena de claridades infinitas!
Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las estrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que, en este instante de cielo cercano, parece que está muy lejos… Yo lloro, débil, conmovido y solo, igual que Fausto…
…En fin, anda tan cansado que a
cada passo se pierde…
(El potro rucio del Alcayde
de los Vélez.)
Romancero general.
No sé cómo irme de aquí, Platero. ¿Quién lo deja ahí al pobre, sin guía y sin amparo?
Ha debido de salirse del moridero. Yo creo que no nos oye ni nos ve. Ya lo viste esta mañana en ese mismo vallado, bajo las nubes blancas, alumbrada su seca miseria mohina, que llenaban de islas vivas las moscas, por el sol radiante, ajeno a la belleza prodigiosa del día de invierno. Daba una lenta vuelta, como sin oriente, cojo de todas las patas, y se volvía otra vez al mismo sitio. No ha hecho más que mudar de lado. Esta mañana miraba al Poniente y ahora mira al Naciente.
¡Qué traba la de la vejez, Platero! Ahí tienes a ese pobre amigo, libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿O es que está muerto, como Bécquer, y sigue en pie, sin embargo? Un niño podría dibujar su contorno fijo, sobre el cielo del anochecer.
Ya lo ves… Lo he querido empujar y no arranca… Ni atiende a las llamadas… Parece que la agonía lo ha sembrado en el suelo…
Platero, se va a morir de frío en ese vallado alto, esta noche, pasado por el Norte… No sé cómo irme de aquí; no sé qué hacer. Platero…
En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos alertas ven las primeras rosas del alba y las saludan galantes, Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce su lejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas de la alcoba! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero si en vez de caer en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos carboneros que van, todavía de noche, por la dura escarcha de los caminos solitarios, a robar los pinos de los montes, o en las de uno de esos gitanos astrosos que pintan los burros y les dan arsénico y les ponen alfileres en las orejas para que no se les caigan.
Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me importa? En la ternura del amanecer, su recuerdo me es grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento.
A mi madre.
Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizó con un delirio de flores. Por no sé qué asociación, Platero, con las estrellitas de colores de mi sueño de entonces, niño pequeñito, pienso, siempre que lo recuerdo, que las flores de su delirio fueron las verbenas, rosas, azules, moradas.
No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristales de colores de la cancela del patio, por los que yo miraba azul o grana la luna y el Sol, inclinada tercamente sobre las macetas celestes o sobre los arriates blancos. Y la imagen permanece sin volver la cara —porque yo no me acuerdo cómo era—, bajo el sol de la siesta de agosto o bajo las lluviosas tormentas de septiembre.
En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé qué jardinero invisible, Platero. El que fuera, debió de llevársela por una vereda de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino torna ella, en mi memoria, a mí, que la conservo a su gusto en mi sentir amable, aunque fuera del todo de mi corazón, como entre aquellas sedas finas que ella usaba, sembradas todas de flores pequeñitas, hermanas también de los heliotropos caídos del huerto y de las lucecillas fugaces de mis noches de niño.
¡La candela en el campo!… Es tarde de Nochebuena, y un sol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez de todo azul, con un indefinible amarillor en el horizonte de Poniente… De pronto, salta un estridente crujido de ramas verdes que empiezan a arder; luego, el humo apretado, blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla el aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.
¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules, se pierden no sé donde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de los felices!
Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche va enrojeciendo, y cantan:
… Camina, María,
camina José…
Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.
Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil, nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus estrellas de cristales de colores! Mira por la cancela, Platero; todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules engalanan, colgando la verja de madera, negras por el tiempo, del fondo del patio, delicia de mi edad primera.
Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios azules, en hazas, como el campo de octubre. Me acuerdo que me parecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por la costumbre del mar, veía yo, allí abajo, el río, con sus listas paralelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y amarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río; con las violentas manchas coloradas en el cielo del Poniente… Después, mi padre se fue a la calle Nueva, porque los marineros andaban siempre navaja en mano, porque los chiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y porque en la esquina hacía siempre mucho viento…
Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi memoria aquella noche en que nos subieron a los niños todos, temblorosos y ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba ardiendo en la Barra…
Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía.
El agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál corren, felices, los niños bajo ella, recios v colorados, al aire las piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice Darbón, tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo corren las canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la hierba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.
La gente va más deprisa y tose en el silencio de la mañana de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del pueblo. Pasa vacío el coche de las siete… Me despierta otra vez un vibrador ruido de los hierros de la ventana… ¿Es que el cielo ha atado a ella otra vez, como todos los años, su burra?
Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.