Authors: Agatha Christie
—Lo siento, prima María. La lana no estaba donde usted me dijo. La encontré en otra caja distinta.
—Hijita mía, no sirves para buscar nada. Sé que tienes buena voluntad, pero no basta. Tienes que procurar ser un poco más inteligente y hacer las cosas con más rapidez. Para esto sólo se necesita concentración.
—Lo siento, prima María. Temo que soy demasiado estúpida.
—Nadie es estúpida si se propone firmemente no serlo. Te he traído conmigo y espero un poco de atención a cambio de mi generosidad.
Cornelia se ruborizó:
—Lo siento mucho, prima María.
—¿Y dónde está la señorita Bowers? Hace diez minutos que debí tomar mis gotas. El doctor dijo que la puntualidad era importantísima.
En este momento entró la señorita Bowers, llevando un vasito con medicina.
—Sus gotas, señorita Van Schuyler.
—Debía haberlas tomado a las once en punto. Si hay algo que detesto en este mundo es la falta de puntualidad.
—Son exactamente las once menos medio minuto —dijo la señorita Bowers mirando su reloj de pulsera.
—En mi reloj son las once y diez.
—Tengo la seguridad de que mi reloj va perfectamente. Es un cronómetro de precisión. Jamás se adelanta ni se atrasa.
La señorita Bowers se mostraba imperturbable.
La señorita Van Schuyler ingirió el contenido del vaso medicinal.
—Me encuentro mucho peor —gruñó.
—Lamento enormemente oírle decir eso —dijo la señorita Bowers. Pero no parecía sentirlo en absoluto. Dio mecánicamente la respuesta correcta.
—Hace demasiado calor aquí —dijo la señorita Van Schuyler—. Prepáreme una silla en cubierta, señorita Bowers. Cornelia, tráeme mis labores. No seas descuidada y procura que no se te caiga nada. Luego quiero que me ayudes a desmadejar la lana.
La procesión salió.
El señor Ferguson suspiró, estiró las piernas y apostrofó al espacio:
—¡Dios mío, cómo me gustaría estrangular a esa vieja!
Poirot le preguntó con interés:
—Le disgusta esa dama, ¿verdad?
—¿Que si me disgusta...? Eso es poco... No hace más que molestar al prójimo. Es un parásito... un parásito desagradable, por cierto. Hay un gran número de personas en este barco sin las cuales podía pasar el mundo perfectamente.
—¿De veras?
—Sí, por ejemplo: esa muchacha que estuvo aquí hace poco firmando transferencias de acciones. Cientos y miles de desgraciados trabajadores matándose por una asquerosa pitanza, sólo para que ella lleve medias de seda y despliegue un lujo inútil. Una de las mujeres más ricas de Inglaterra, según me han dicho... y jamás se habrá ensuciado las manos en toda su vida.
—¿Quién le dijo a usted que era la muchacha más rica de Inglaterra?
El señor Ferguson le dirigió una mirada amenazadora.
—Un hombre a quien usted no ha visto nunca. Un hombre que trabaja con sus propias manos y no se avergüenza de confesarlo. No uno de esos
dandies
que acompañan a usted y que no sirven, ni han servido, ni servirán en su vida para nada.
Su mirada se detuvo desfavorablemente sobre la corbata arqueada y la camisa color rosa de su interlocutor.
—Yo trabajo con mi cerebro y no me avergüenzo de decirlo —replicó Poirot.
El señor Ferguson chascó la lengua.
—Debían fusilarlos a todos —dijo.
—Mi joven amigo —repuso Poirot—, ¡qué pasión tiene usted por la violencia!
—¿Puede usted decirme algo que se pueda hacer sin ella? Debíamos romperlo todo, destruirlo todo, antes de que pudieran comenzar de nuevo.
—Sí, eso es mucho más fácil, mucho más ruidoso y mucho más espectacular.
—¿Qué hace usted para ganar su sustento? Nada. Apostaría cualquier cosa. Sin embargo, tengo la seguridad de que se considerará usted un hombre de la clase media.
—No soy de la clase media. Pertenezco a la clase superior —repuso el detective con leve arrogancia.
—¿Qué es usted?
—Soy detective —dijo Hércules Poirot con el aire de inmodestia del que asegura: soy el rey.
—¡Dios mío! —exclamó el joven completamente desconcertado—. ¿Quiere decir que esa joven cuida su preciosa piel hasta ese extremo?
—No me une relación alguna a los señores Doyle —declaró Poirot orgullosamente—. Soy libre como el aire.
—¿Disfrutando de vacaciones?
—¿Y usted ..? ¿No está de vacaciones también?
—¡Vacaciones! —el señor Ferguson emitió un gruñido. Añadió ambiguamente—: Me dedico al estudio de ciertas condiciones.
—Muy interesante —repuso Poirot y se fue a cubierta.
La señorita Van Schuyler se había establecido en el mejor rincón Cornelia estaba arrodillada ante ella con una madeja de lana entre las manos extendidas. La señorita Bowers, erguida en su silla, leía el
Saturday Evening Post.
Poirot se dirigió lentamente a la cubierta inferior. Al dar la vuelta por la cabina del timonel, casi tropezó con una mujer que volvió su rostro en el que se pintaba la sorpresa del encuentro... Un rostro moreno, de latina. Iba elegantemente vestida de negro y acababa de hablar con un hombre de elevada estatura y anchos hombros... Uno de los maquinistas, según todas las apariencias. Observó una expresión extraña en la cara de ambos... culpabilidad y alarma... Poirot se preguntó qué habrían estado hablando. Dio la vuelta alrededor del timón y continuó su paseo hacia la popa. Abrióse la puerta de un camarote y la señora Otterbourne emergió de él y casi cayó en sus brazos. Llevaba un traje de raso color escarlata.
—Lo siento —se excusó—. Mi querido señor Poirot..., lo siento mucho. Las oscilaciones del barco. Nunca he tenido buenas piernas para sobreponerme a este movimiento continuo. Si el barco estuviese quieto alguna vez... —se agarró con todas sus fuerzas al brazo del detective—. No puedo soportar esto... No puedo disfrutar de los viajes por mar como hacen muchos... Y siempre estoy sola... Esta hija mía no me quiere mucho; no comprende lo que su pobre madre está haciendo por ella... —la señora Otterbourne empezó a llorar—. Por ella me he esclavizado... Podría haber sido una
grande amoureuse ..
y lo he sacrificado todo... todo... ya sin embargo, nadie se interesa por mí... Pero se lo diré a todo el mundo... Publicaré a los cuatro vientos el olvido en que me tiene... la dureza con que me trata... haciéndome venir en este barco... Se lo diré a todos.
Quiso desprenderse del brazo de Poirot para correr hacia el resto de los pasajeros. El detective se lo impidió.
—Ya le dije a su hija que venga con usted, madame. Vuelva a su camarote. Por allí llegará mejor.
—No, quiero decírselo a todo el mundo... a todos los que hay en el barco...
—Es peligroso, madame. El mar está picado. Las olas podrían arrastrarla.
La señora Otterbourne le miró con aire de duda.
—¿Lo cree usted así? ¿De veras?
—Desde luego.
La señora Otterbourne dio un suspiro prolongado, se tambaleó y volvió a entrar en su camarote.
Las narices de Poirot se dilataron de satisfacción. Hizo un movimiento de cabeza y se dirigió al punto en que Rosalía Otterbourne se sentaba entre la señora Allerton y Tim. Les escudriñó con la mirada y dirigiéndose a la joven, dijo:
—Su mamá la necesita, mademoiselle.
Estaba riendo casi felizmente en aquel momento. Al oír a Poirot, su rostro se veló con una sombra. Lanzó una mirada suspicaz al detective y se apresuró a unirse a su madre.
—No puedo comprender a esa chica —dijo la señora Allerton—. Es así de voluble. Un día se siente comunicativa, amigable; al día siguiente se muestra casi grosera.
—La han mimado demasiado y además tiene mal genio —dijo Tim.
La señora Allerton denegó con un gesto.
—No, yo no creo eso. A mí me parece que es desgraciada.
Tim se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que todos tenemos nuestros disgustos familiares.
Su voz sonó dura y cortante.
Oyóse el ruido de pasos apresurados.
—El almuerzo —gritó la señora Allerton alegremente—. Me estoy muriendo de hambre.
Aquella tarde, Poirot observó que la señora Allerton había entablado animada conversación con la señorita Van Schuyler. Cuando pasó frente a ellas, la señora Allerton le guiñó un ojo.
Decía en aquel momento:
—Naturalmente, en el castillo de Calfries, mi amado sobrino, el duque de...
Cornelia, gozando de un corto permiso, había salido a cubierta. Escuchaba al doctor Bessner que la estaba instruyendo, algo pomposamente, sobre Egiptología, leyéndole páginas de Baedecker. Cornelia escuchaba con atención profunda.
Inclinado sobre la barandilla, Tim Allerton decía:
—De todas formas, éste es un mundo infame...
Rosalía Otterbourne respondió:
—Es injusto... Hay personas que lo tienen todo.
Poirot suspiró. Se alegró de no ser joven ya.
El lunes por la mañana, expresiones variadas de alegría y apreciaciones de toda índole, se oyeron sobre la cubierta del
Karnak
. El barco estaba anclado junto a la orilla y a cincuenta metros de distancia, iluminado por los ardientes rayos del sol, se alzaba un gran templo que sobresalía de la superficie de una roca enorme.
Cornelia Robson habló en tono incoherente:
—¡Oh, señor Poirot...! ¡Eso es maravilloso!
El señor Fanthorp, que se hallaba a su lado, murmuró:
—Muy impresionante... en verdad.
—Es grandioso, ¿eh? —dijo Simon Doyle, desembarcando. Se dirigió confidencialmente a Poirot—: ¿Sabe usted? Yo no entiendo gran cosa de templos y panoramas, pero un sitio como éste debe fascinar a todos los que lo comprenden. Esos viejos faraones deben de haber sido individuos maravillosos.
Los otros se habían alejado. Simon bajó la voz.
—Cada día me alegro más de haber venido a esta excursión. Esto está... bien... está aclarando las cosas. Es extraordinario... pero así es. Linnet ha recobrado el dominio sobre sus nervios. Dice que esto es debido a que al fin se ha dedicado a afrontar la situación.
—Es muy probable —dijo Poirot.
—Dice que cuando vio a Jacqueline a bordo, experimentó primero una sensación de miedo; pero al poco tiempo y casi repentinamente, había cesado esa impresión. Ya no le importa su presencia. Hemos acordado no huir de ella más en lo sucesivo. La encontraremos en su propio terreno y demostraremos que esta persecución no nos molesta ni pizca. Hasta ahora nos ha tenido con el alma en un hilo. Pero en adelante, ya se dará cuenta de que no conseguirá más que se rían de ella.
—Sí, sí... —dijo Poirot, pensativo.
Linnet avanzó sobre cubierta Iba vestida con un traje de color albaricoque oscuro. Sonreía. Saludó a Poirot sin gran entusiasmo. Le hizo una fría inclinación de cabeza y condujo a su marido a otra parte.
La señora Allerton se acercó a Poirot, diciéndole:
—¡Que cambio se ha operado en esa chica! Parecía disgustada, casi desgraciada en Assuán. Hoy parece tan feliz que me nace temer que está «fey».
Antes de que Poirot pudiese responder lo que pensaba, todos los pasajeros fueron llamados al orden. El intérprete oficial se encargó de ellos y la asamblea se dirigió a la playa para visitar Abu Simbel.
Poirot se encontró junto a Andrés Pennington.
—Ésta es su primera visita a Egipto, ¿verdad? —preguntó.
—¿Por qué? No. Estuve aquí en el año 1923. Es decir, estuve en El Cairo. Nunca había remontado el curso del Nilo hasta ahora.
—¿Vino usted a bordo del
Germanic
, según creo? Por lo menos así me lo dijo la señora Doyle.
—En efecto, así es.
—Entonces supongo que habrá conocido a unos amigos míos que venían en el mismo barco... los Fushington Smit.
—No me acuerdo de nadie de ese nombre. La nave venía atestada y tuvimos un tiempo detestable. La mayoría de los pasajeros ni siquiera aparecieron sobre cubierta y la travesía es tan corta, que es difícil saber quién se encontraba a bordo.
—Sí, es verdad. ¡Qué sorpresa tan agradable para usted encontrarse cuando menos se lo esperaba a Linnet y su esposo! Usted no tenía la menor idea de que estaban casados, ¿verdad?
—No. La señora Doyle me había escrito a este respecto, pero la carta llegó a Nueva York después de mi salida y la recibí unos días más tarde de nuestro inesperado encuentro.
—Conoce a Linnet desde hace muchos años, ¿verdad?
—En efecto, monsieur. La conozco desde que era así... —hizo un ademán demostrativo—. Su padre y yo fuimos amigos toda la vida. Melhuish Ridgeway era un hombre notable... y afortunado.
—Su hija entrará en posesión de una fortuna considerable, tengo entendido... ¡Ah, perdón! Tal vez no es muy delicado hablar con usted de estas cuestiones...
Andrés Pennington sonrió.
—Ah, esto lo sabe todo el mundo. Sí, Linnet es una mujer riquísima.
—Supongo que el descenso de los valores de ciertas compañías ha perjudicado también a Linnet en cierto modo, ¿verdad?
Pennington tardó algunos segundos en responder. Dijo finalmente:
—Desde luego. Tiene usted razón en parte. Se atraviesa una situación algo difícil en estos días.
Poirot murmuró:
—Sin embargo, tengo entendido que la señora Doyle está dotada de una gran capacidad para los negocios de toda índole.
—En efecto. Linnet es una muchacha inteligente y práctica.
Se detuvieron. El guía comenzó su disertación sobre el templo construido por el gran Ramsés.
El señor Richetti, desdeñando las observaciones del guía, estaba atareadísimo contemplando atentamente los relieves de los cautivos negros y asirios sobre las bases de los colosos y a ambos lados de la entrada.
Entraron en el templo, donde la partida se dividió en varios grupos.
El doctor Bessner leía con voz profunda en su Baedecker, interrumpiéndose de vez en cuando para traducir lo leído a Cornelia, que trotaba dócilmente a su lado. Esto no duró mucho tiempo. La señora Van Schuyler, entrando asida al brazo de la flemática señorita Bowers, gruñó una orden:
—¡Cornelia, ven aquí!
Y el curso de egiptología bilingüe cesó bajo el peso de las circunstancias.
El doctor Bessner miró a través de sus gruesas gafas a la muchacha que se alejaba.
—Es una muchacha simpatiquísima —observó dirigiéndose a Poirot—. No parece una muerta de hambre como las otras, no... ésta tiene curvas delicadas... Además, le gusta escuchar más que hablar... Es muy inteligente... Da gusto instruirla.