Authors: Agatha Christie
Poirot pensó que el destino de Cornelia era o ser instruida a la fuerza o recibir gruñidos de la anciana prima.
La señorita Bowers, momentáneamente liberada por la llegada de Cornelia, estaba de pie en el centro del templo mirando a su alrededor despectivamente con sus ojos fríos y mortecinos.
—El guía dice que el nombre de uno de estos dioses era Mut. ¿Qué le parece?
Había un santuario interior en el que cuatro figuras sentadas lo presidían eternamente. Ante ellos hallábanse Linnet y su esposo. Simon dijo repentinamente:
—¡Vámonos de aquí! No me gustan estos cuatro individuos!
Linnet rió, pero cedió.
Salieron del templo y penetraron en la claridad ardiente del exterior.
No tenían el menor deseo de volver al barco y estaban cansados de mirar relieves. Tumbáronse de espaldas en la roca y dejaron que el sol ardiente les acariciara los rostros.
«¡Qué encantador es el sol! —pensó Linnet—. ¡Qué tibio, qué sano! ¡Qué hermoso es sentirse feliz!»
Sus ojos se cerraron. Estaba semidormida por el torbellino de sus pensamientos, que eran como el remolino de las arenas en el desierto. Los de Simon estaban bien abiertos. En su expresión se advertía su contento.
Oyóse un grito... Alguien corría hacia él con los brazos extendidos... gritando algo incomprensible.
Simon permaneció un segundo mirándolo intensamente. Luego, con un repentino impulso, se puso en pie y arrastró a Linnet consigo.
Se salvaron por un milagro. Un trozo de roca enorme se estrelló con hórrido estampido sobre la que ellos ocuparon dos segundos antes. Si Linnet se hubiese quedado donde estaba, habría sido reducida a átomos.
Con los rostros blancos por la emoción, los dos esposos se abrazaron. Hércules Poirot y Tim Allerton corrieron hacia ellos.
—Ma foi
, madame. Le ha pasado bien cerca.
Los cuatro miraron instintivamente hacia la ingente mole. No se veía a nadie. Pero una especie de senda conducía a la cúspide. Poirot recordó haber visto allí algunos nativos cuando desembarcaron por vez primera. Miró atentamente al marido y a la mujer. Linnet parecía paralizada de estupor. Simon emitió gritos inarticulados de rabia.
—¡Maldita sea...! ¡Que Dios la condene!
Lanzó una mirada rápida a Tim Allerton, que decía:
—¡Caramba, han escapado por bien poco! Lo que hay que averiguar es si esa masa de roca fue impulsada por algún loco o si se desprendió por sí misma.
Linnet, muy pálida, dijo con dificultad:
—Yo creo que ha sido obra de un loco.
—Pudo haberla aplastado como si usted hubiese sido un cascarón. ¿Está segura de no tener enemigos, Linnet?
Linnet intentó dos veces responder a la broma sin conseguirlo. Tenía la lengua adherida al paladar.
Poirot intervino rápidamente:
—Vamos al barco, madame. Debe tomar un antiespasmódico.
Emprendieron la marcha en silencio. Simon apretaba los puños de rabia. Tim intentó decir algunas tonterías para distraer la mente de Linnet del peligro que acababa de correr. Poirot les acompañaba con grave expresión. Y en el preciso instante en que alcanzaba la lancha para subir a bordo, Simon se detuvo paralizado por el asombro. Jacqueline de Bellefort se dirigía a la playa en aquel momento. Vestida de guinda azul, parecía una niña.
—¡Gracias, Dios mío! —murmuró Simon—. ¡Fue un accidente, después de todo!
La cólera huyó de su rostro. Lanzó un suspiro de alivio tan ruidoso que Jacqueline se dio cuenta de que le ocurría algo anormal.
—Buenos días —dijo—. Me temo que voy a llegar demasiado tarde.
Les hizo una inclinación de cabeza y se marchó en dirección al templo.
Simon asió nerviosamente el brazo de Poirot. Los otros dos se habían marchado.
—¡Dios mío! ¡Qué peso me ha quitado de encima! Yo creí que... que...
Poirot movió la cabeza afirmativamente.
—Sé perfectamente lo que usted pensaba.
Pero el detective mismo parecía estar preocupado. Volvió la cabeza y observó atentamente el resto de los pasajeros del barco. La señorita Van Schuyler regresaba con andar cansado y apoyada en el brazo de la señorita Bowers. Algo más allá, la señora Allerton reía con la señora Otterbourne. No se veía a ninguno de los otros.
Poirot movió la cabeza, mientras seguía lentamente a Simon hacia el barco.
—¿Quiere explicarme el significado de la palabra «fey», madame? —preguntó Poirot bruscamente.
La señora Allerton se mostró ligeramente sorprendida. Ella y el detective trepaban lentamente por la roca frente a la segunda catarata. Muchos de los otros habían subido en camellos, pero Poirot rehusó seguir su ejemplo, basándose en el movimiento de los contrahechos animales, que le recordaban el movimiento del barco. La señora Allerton lo había considerado desde el punto de vista de su dignidad personal.
Habían llegado a Wadi Halfa la noche anterior. Durante la mañana, dos lanchas transportaban a toda la partida a la segunda catarata, con excepción del señor Richetti, que insistió en hacer una excursión a un lugar remoto llamado Somma.
—«Fey»... —la señora Allerton inclinó la cabeza hacia un lado, mientras consideraba su respuesta—. Pues bien, es una palabra escocesa, en realidad. Significa una especie de felicidad exaltada, que precede al desastre. Como usted puede imaginar, es demasiado hermoso para ser verdad.
—Agradecidísimo, madame. Ahora lo comprendo. Es raro que dijese usted eso ayer precisamente... y pocos momentos después la señora Doyle escapaba por milagro a la muerte.
—Sí que estuvo cerca...
Poirot cambió el tópico y empezó a hablar de Mallorca, haciendo varias preguntas prácticas con vistas a una posible visita.
En aquel preciso instante, Tim y Rosalía Otterbourne estaban conversando. Tim había estado bromeando sobre su mala suerte. Decía que su condenada salud no era lo suficientemente mala para ser realmente interesante ni lo bastante buena para permitirle hacer la vida que hubiera deseado. Poco dinero... una ocupación por la cual no sentía vocación alguna...
—Una existencia oscura de gusano —terminó con profundo descontento.
Rosalía dijo bruscamente:
—Tiene usted algo que causa la envidia de muchísima gente.
—¿Y qué cosa es?
—Su madre.
A Tim le sorprendió agradablemente.
—¡Mi madre! Sí, en efecto, es única. Me complace que se haya dado cuenta de lo mucho que vale.
—La creo maravillosa. Parece tan amable..., con esa compostura..., esa calma, como si nada pudiera llegar hasta ella. Sin embargo, está siempre dispuesta a tomarlo a broma...
Tim experimentó una deliciosa sensación de calurosa atracción hacia la joven. Deseó poder devolverle el cumplimiento, mas, desgraciadamente, la señora Otterbourne constituía, en su opinión, una seria amenaza para el mundo. La imposibilidad de responder algo agradable le hizo confundirse.
La señorita Van Schuyler se quedó en la lancha. No se atrevió a arriesgarse a hacer la ascensión ni a pie ni en camello. Dijo con sequedad:
—Siento tener que rogarle que se quede conmigo, señorita Bowers. Tenía el propósito de hacer permanecer a la señorita Cornelia para que usted pudiera marcharse, pero ¡los jóvenes son tan egoístas...! Se escapó sin decirme una palabra. Y hace un momento la he visto hablando con ese grosero y mal educado de Ferguson.
La señorita Bowers dijo en tono confidencial:
—Perfectamente, señorita Van Schuyler.
Miró hacia la partida que ascendía la montaña y dijo:
—La señorita Robson no está ya con ese joven de que usted me habla. La acompaña el doctor Bessner.
La señorita Van Schuyler refunfuñó. Desde que descubriera que el doctor Bessner poseía una gran clínica en Checoslovaquia y reputación europea como médico de moda, estaba dispuesta a mostrarse condescendiente con él. Además, podía necesitar su asistencia profesional antes de terminar el viaje.
Cuando los pasajeros regresaron al
Karnaki/>, Linnet dio un grito de sorpresa.
—Un telegrama para mí —dijo.
Lo extendió sobre una mesa después de romper su envoltura.
—¡Caramba! —exclamó—. No comprendo una palabra de esto... Patatas... Acelgas. ¿Qué significa esto, Simon?
Su marido se aproximaba para descifrar el enigma, cuando una voz furiosa se dejó oír.
—Perdóneme, pero ese telegrama es para mí.
Y el señor Richetti se lo arrebató con dureza de la mano, mientras le lanzaba una mirada colérica.
Linnet se quedó sin habla un momento, a consecuencia de la sorpresa. Luego dio la vuelta al sobre.
—¡Oh, Simon, que tonta he sido! Aquí dice Richetti, no Ridgeway... Y ahora recuerdo que mi nombre no es ya Ridgeway tampoco.. Tengo que excusarme.
Siguió al arqueólogo hasta la cabina del timonel.
—Lo siento muy de veras, señor Richetti... Vea usted, mi nombre era Ridgeway antes de casarme y no hace mucho que lo hice... Por esta razón...
Se interrumpió. Una sonrisa acudió a sus labios invitando a sonreír al italiano por el
faux pas
de una recién casada. Pero Richetti no estaba para bromas.
Linnet volvió a donde estaba Simon y marcharon juntos a la playa. Poirot, que los observaba, oyó a su lado un profundo suspiro. Volvióse y se encontró con Jacqueline de Bellefort. Tenía las manos engarfiadas en la cuerda de la barandilla. La expresión del rostro de la muchacha le sobresaltó. Ya no era alegre ni maliciosa. Parecía devorada por algún fuego interior.
—Ya ni se recatan... —las palabras salían de sus labios tenues y rápidas—. Ya no puedo alcanzarlos... Ya no les importa si estoy aquí o no. Ya no puedo hacerles daño.
Las manos sobre la barandilla temblaron.
—Mademoiselle.
Ella le interrumpió.
—¡Oh, no, es demasiado tarde para los consejos! Tenía usted razón. No debí venir... Por lo menos en este viaje. ¿Cómo le llamaba usted? ¿Un viaje del espíritu? No puedo retroceder... He de seguir adelante... Y seguiré. No serán felices. Prefiero matarlo...
Se marchó bruscamente. Poirot miró con aire triste cuando se alelaba. De pronto, sintió apoyarse una mano sobre su hombro.
—Su amiga parece estar algo enfurruñada, monsieur Poirot.
El detective se volvió sorprendido al reconocer a un antiguo amigo.
—¡Coronel Race!
El hombre alto, bronceado, sonrió.
—No esperaba verme por aquí, ¿eh?
Hércules Poirot había conocido al coronel Race un año atrás en Londres. Ambos fueron comensales en un extraño banquete, que terminó con el asesinato de su anfitrión. Poirot sabía que Race era un hombre que jamás permanecía inactivo. Siempre podía encontrársele en cualquiera de los confines del imperio en que existiese el menor conato de sublevación contra Gran Bretaña.
—Así pues, está en Wadi Halfa...
—Estoy aquí, en este barco.
—¿Qué quiere usted decir...?
—Que pienso hacer con usted el viaje de regreso a Shellal.
—Eso es muy interesante. ¿Y si bebiéramos algo?
Penetraron en el salón observatorio, ahora casi desierto. Poirot ordenó un whisky para el coronel y una naranjada con mucho azúcar para él.
—De modo que hará usted el viaje de retorno con nosotros —replicó Poirot, mientras sorbía su bebida—. Iría usted mucho más rápido si tomase el correo del gobierno que hace el trayecto sin detenerse de noche.
—Tiene usted razón, como siempre, monsieur Poirot —dijo humorísticamente el coronel.
—¿Le interesan los pasajeros?
—Uno solo de los pasajeros.
—¿Cuál de ellos?
—Desgraciadamente, yo mismo no lo sé.
Poirot parecía estar interesado. Race prosiguió:
—No es posible guardar secretos con usted. Hemos tenido muchas molestias aquí en estos últimos tiempos, tanto en un sentido como en otro. Pero no es a los que capitanean a los insurrectos a los que nos interesa capturar, sino a los que han encendido la mecha de la revolución con su manejos y propagandas. Había tres: uno ha muerto, el otro está encerrado, pero nos falta el tercero. Un individuo con cinco o seis asesinatos cometidos a sangre fría sobre sus espaldas. Es uno de los agentes a sueldo más inteligentes que han existido jamás. Está en este barco. Lo sé por un párrafo de una carta que ha caído en nuestras manos... Después de descifrarla, decía: «X se encontrará a bordo del
Karnaki/> desde el 7 al 13 de febrero.» Pero no dice abajo con qué nombre se inscribió al tomar el pasaje.
—¿Posee alguna descripción de su hombre?
—No. Desciende de americanos, islandeses y franceses, es un conglomerado de razas. Lo cual no nos ayuda en nada... ¿Tiene usted alguna idea?
—¿Una idea? No..., todavía no.
La comprensión entre ellos era tan grande, que Race no insistió. Sabía que Poirot no hablaría una palabra a menos que estuviera seguro.
Poirot se frotó la nariz y habló con voz doliente:
—Ocurre algo a bordo de este barco que me inquieta más de lo que quisiera.
Race le miró, inquiriendo detalles.
—Figúrese —dijo Poirot— una persona a quien llamaremos A, que ha ofendido gravemente a otra, B. La persona B ansia vengarse y hace objeto a la otra de sus amenazas.
—¿Están A y B a bordo?
—Precisamente.
—Supongo que B es mujer.
—Exacto.
Race encendió un cigarrillo.
—Yo no me preocuparía. Las personas que dicen a todo el mundo lo que van a hacer, no lo hacen generalmente.
—Y en particular, éste es el caso con las mujeres.
—¿Algo más? —inquirió Race.
—Sí, algo más. Ayer la persona a quien designamos por A escapó de milagro a la muerte. Una muerte que presentaba todos los caracteres de un accidente casual.
—¿Maquinado por B?
—No; ése es el caso. B, probablemente, no ha intervenido para nada.
—Entonces fue un accidente.
—Así lo supongo yo también, pero no me gustan estos accidentes.
—¿Está seguro de que B no se ha mezclado para nada en eso?
—En absoluto.
—Bien. A veces hay coincidencias. ¿Quién es A? Una persona indeseable, sin duda, ¿verdad?
—Por el contrario, es una señora joven, encantadora y rica.
—Parece cosa de novela.
—
Peut-etre
. Pero le digo a usted que no estoy tranquilo, amigo mío. Si no me equivoco, y sería la primera vez que me sucediese...
Race sonrió ante la inmodestia típica del detective.