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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (15 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
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El gato y la librería se esfumaron y me desperté para hallarme en una soleada mañana.

La vigilancia de Settle transcurrió también sin incidente alguno. Entonces le rogué que me llevase a la biblioteca. Esta coincidió en todos los detalles con mi visión, incluso señalé el sitio exacto donde el gato me había mirado tristemente por última vez.

Los dos permanecimos allí, silenciosos y perplejos. De repente se me ocurrió una idea y me agaché para leer los títulos de los libros. Así fue como observé que faltaba uno en la hilera.

—Han sacado un libro de aquí —dije a Settle.

El se agachó a mi lado.

—Mire —exclamó—. Hay un clavo en la parte de atrás que ha desprendido un fragmento del volumen que falta.

Separó cuidadosamente el trocito de papel. No tenía más que una pulgada cuadrada; pero en él había impresas dos palabras significativas: «El gato...»

—Esto me causa escalofríos —aseguró Settle—. Es algo horrible.

—Daría cualquier cosa por saber qué libro es el que falta —dije—. ¿Sabe usted si hay algún medio de averiguarlo?

—Quizá haya un catálogo. Puede ser que lady Carmichael...

Denegué con la cabeza.

—Lady Carmichael no dirá nada.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro de ello. Mientras nosotros navegamos por un mar de tinieblas, lady Carmichael
sabe
. Y por motivos que ella se sabrá, no quiere decir nada. Prefiere afrontar un riesgo cierto antes que romper su silencio.

El día pasó con esa tranquilidad que tanto se asemeja a la calma que antecede a la tormenta. No obstante, tuve la sensación de que el problema galopaba hacia su solución. Hasta entonces mi esfuerzo había resultado inútil, pero ya vislumbraba el rayo de luz que soldaría los hechos para ofrecernos el triunfo de aquella batalla entre tinieblas.

iSucedió del modo más inesperado!

Vino a nuestro encuentro cuando nos hallábamos reunidos en el saloncito verde, después de la cena. Era tal el silencio guardado allí que, incluso, un ratoncillo se atrevió a cruzar el salón, desencadenando la hecatombe.

Arthur Carmichael saltó de su silla y con el cuerpo tembloroso corrió velozmente detrás del roedor. Este halló refugio entre las tablas del friso y el joven se acuclilló, vigilante, con el cuerpo aún tembloroso por el ansia.

¡Algo horrible! Jamás he vivido un momento semejante. Allí se desvanecieron todas mis dudas en cuanto a lo que me recordaba Arthur Carmichael. Me lo revelaron sus pasos suaves y ojos al acecho. Como un rayo, la explicación ilógica, increíble, se abrió paso en mi mente. Quise rechazarla por imposible... por absurda y, no obstante, cada vez se afianzaba más y más en mi cerebro.

Apenas recuerdo lo que sucedió después. Todo parece borroso e irreal. Sé que subimos al piso superior nos deseamos buenas noches, casi temerosos de mirarnos a los ojos, seguros de hallar confirmación a nuestros pensamientos.

Settle se colocó fuera de la habitación de lady Carmichael para hacer la primera guardia, quedando en que me llamaría a las tres de la madrugada.

En realidad cualquier temor sustentado por lo que pudiera suceder a lady Carmichael se había borrado en mí debido a la sugestión de mi fantástica, inaudita teoría. Traté de convencerme de que era imposible y, pese a ello, la seguridad de haber descubierto la verdad, tomó carta de naturaleza en todos mis razonamientos.

De repente, la quietud de la noche fue alterada por Settle que gritó, llamándome. Al precipitarme al pasillo, lo vi golpear con todas sus fuerzas la puerta de lady Carmichael.

—¡El demonio se la lleve! —gritó—. ¡Se ha encerrado con llave!

—Pero...

—¡Esta ahí dentro, hombre! ¡Con ella! ¿No lo oye?

Al otro lado de la puerta se oyó un largo maullido de furor. Y, luego, a continuación, un horrible grito seguido de otro. Reconocí la voz de lady Carmichael.

—¡Derribemos la puerta! —grité—. ¡Otro minuto y será demasiado tarde!

Colocamos nuestros hombros contra ella y apretamos con toda nuestra fuerza. De pronto cedió con un gran crujido y casi nos caímos en el interior de la habitación.

Lady Carmichael se hallaba en el lecho bañada en sangre. Raras veces he visto un espectáculo más horrible. Su corazón aún latía, pero sus heridas eran terribles, puesto que la piel de su garganta aparecía destrozada.

Lleno de temor, susurré:

—¡Son zarpas!

Un escalofrío supersticioso recorrió todo mi ser.

Curé y vendé la herida y sugerí a Settle que mantuviésemos en secreto la naturaleza de las heridas, especialmente a la señorita Patterson. Luego puse un telegrama en solicitud de que enviasen una enfermera.

El amanecer clareaba por la ventana.

—Vístase y acompáñeme —pedí a Settle—. Lady Carmichael no corre peligro ahora.

Poco después sallamos juntos al jardín.

—¿Qué piensa hacer?

—Desenterrar el cuerpo del gato —contesté—. Quiero asegurarme.

Encontré un azadón en el cobertizo de las herramientas y nos pusimos a trabajar debajo del gran abedul. No resultó ser una tarea agradable. Hacía una semana que el animal estaba muerto. Pero vi lo que deseaba.

—Aquí lo tiene —dije—. Un gato idéntico al que vi el primer día.

Settle olió aquella peste de almendras amargas aún perceptible.

—Ácido prúsico —resumió.

Asentí.

—¿Qué le sugiere? —preguntó.

—Lo que a usted.

Sabía que mis conjeturas eran compartidas por él, pues evidentemente, habían pasado también por su cerebro.

—¡Imposible! —murmuró—. ¡Imposible! —su voz pareció morir estrangulada—. El ratón de anoche... pero... ¡no, no puede ser!

—Lady Carmichael es una mujer extraña —afirmé—. Tiene poderes ocultos, hipnóticos. Sus antepasados son asiáticos. ¿Qué uso ha hecho de esos poderes en la naturaleza débil y obediente de Arthur Carmichael? Recuérdelo, Settle, si Arthur Carmichael se convierte en un imbécil permanente, aficionado a su madrastra, todo su patrimonio será de ella y... de su hijo, a quien adora según me dijo usted. ¡Y Arthur iba a casarse!

—¿Qué podemos hacer, Carstairs?

—Nada concreto —repuse—, salvo interponernos entre lady Carmichael y la venganza.

Lady Carmichael mejoraba lentamente. Sus heridas cicatrizarían, si bien las señales de aquel terrible asalto perdurarían de por vida.

Jamás me he sentido tan impotente. El poder que nos había derrotado seguía incólume. Esto me indujo a pensar en la conveniencia de que lady Carmichael, una vez suficientemente restablecida, fuese enviada lejos de Wolden. Quizás así su poder maligno perdiese efectividad.

Pasados algunos días, decidimos que el dieciocho de septiembre lady Carmichael se trasladase a otro lugar, pero la mañana del catorce sobrevino el inesperado desenlace.

Me hallaba en la biblioteca discutiendo detalles sobre el viaje de lady Carmichael con Settle, cuando una alterada sirvienta se precipitó dentro de la estancia.

—¡Oh, señor! —gritó—. ¡Venga! El señor Arthur se ha caído en el estanque. Pisó el bote y salió despedido con él, perdiendo el equilibrio. Lo vi desde la ventana.

Sin pérdida de tiempo, corrí seguido de Settle. Phyllis, que oyó las explicaciones de la criada, hizo otro tanto.

—No teman —nos gritó—. Arthur es un nadador excelente.

Sin embargo, un secreto temor aceleró mi marcha. La superficie del estanque aparecía quieta, con el bote que se deslizaba perezosamente sobre ella. De Arthur no había rastro alguno.

Settle se quitó la americana y las botas.

—Buscaré desde aquel bote —gritó—. Hágalo usted desde éste y use el remo. El estanque no es muy profundo.

Sentimos la angustia de la eternidad en una búsqueda infructuosa. Los minutos se sucedían interminables. Al fin, cuando ya desesperábamos, lo encontramos. Entonces llevamos a la orilla el cuerpo, aparentemente sin vida, de Arthur Carmichael.

Mientras viva no podré olvidar la desesperada agonía del rostro de Phyllis.

—No... no... estará... —sus labios rechazaban la temida palabra.

—No, querida —dije—. Lo reanimaremos; no tema.

Sin embargo, yo sabía cuan débil era la esperanza. Había permanecido en el fondo del estanque demasiado tiempo. Settle se fue a la casa en busca de mantas y otras cosas necesarias, y yo empecé a aplicarle la respiración artificial.

Trabajé vigorosamente durante una hora sin percibir señales de vida. Pedí a Settle que me relevase y me reuní con Phyllis.

—Temo que sea inútil —le dije suavemente-—. Arthur está más allá de toda ayuda.

La joven se quedó inmóvil un momento y, luego, de repente, se abalanzó contra el cuerpo sin vida.

—¡Arthur! —gritó desesperada—. ¡Arthur! ¡Vuelve a mí! ¡Arthur... vuelve... vuelve...!

En el silencio del jardín, su voz resonó con ecos de angustia. Algo inaudito me hizo tocar el brazo de Settle.

—¡Mire! —exclamé.

Un leve tinte de color volvía al rostro del ahogado. Entonces puse una mano sobre su corazón y capté débiles latidos.

—¡Siga con la respiración! —grité—. ¡Se recupera!

Los minutos parecieron volar. Poco después, sus ojos se abrían.

Asombrado advertí que en sus ojos había inteligencia; que eran humanos.

Luego se posaron en Phyllis.

—Hola, Phil —dijo débilmente—. ¿Eres tú? Supuse que no vendrías hasta mañana.

Ella, incapaz de articular una sola palabra, le sonrió. Sir Arthur observó los alrededores con creciente aturdimiento.

—¿Dónde estoy? ¡Qué mal me siento! ¿Qué me ocurre? Hola, doctor Settle.

—Ha estado a punto de ahogarse, eso es todo —le informó Settle.

El joven hizo una mueca.

—¿Como sucedió? ¿Es que andaba durmiendo?

Settle denegó con la cabeza.

—Debemos llevarlo a la casa —intervine, adelantando un paso.

Él me miró sorprendido, y Phyllis me presentó

—El doctor Carstairs, que pasa una temporada aquí.

Lo alzamos entre los dos y nos dirigimos a la casa. Sir Arthur, como asaltado por una idea inquietante, miró a Settle.

—Doctor, ¿eso no me fastidiará para el doce, verdad?

—¿El doce? —intervine sorprendido—. ¿Se refiere usted al doce de agosto?

—Sí; el próximo viernes.

Pero fue Settle quien repuso.

—Estamos a catorce de septiembre.

El aturdimiento de sir Arthur era evidente.

—Pero... creí que nos hallábamos a ocho de agosto. ¿He estado enfermo?

Phyllis se adelantó a responderle suavemente:

—Sí, has estado enfermo.

Él frunció el ceño.

—No lo entiendo. Me sentía perfectamente cuando me acosté anoche... si bien parece que no fue anoche. He soñado. Recuerdo que he soñado mucho —su ceño se contrajo sin esforzarse—. ¿Qué he soñado? ¡Ah...sí! Fue algo espantoso. Alguien me dijo que era un gato. ¡Sí, un gato! ¡Qué raro! En realidad no se trataba de un sueño de tantos. ¡Era algo más... horrible! No puedo precisar bien. Todo se esfuma cuando pienso.

Puse mi mano sobre su hombro.

—No piense, sir Arthur. Conténtese con... olvidar.

Me miró intrigado y asintió. Capté un suspiro de alivio en Phyllis. Habíamos llegado a la casa.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó de repente el enfermo.

—No se encuentra muy bien, querido —repuso la joven tras una pausa momentánea.

—¡Pobre! —en su voz había auténtica pena—. ¿Dónde está? ¿En su cuarto?

—Sí. Pero es mejor que no la moleste ahora —intervine yo.

Sentí cómo mis palabras morían heladas en mis labios. La puerta del saloncito verde se abrió para dar paso a lady Carmichael, envuelta en una bata.

Sus ojos permanecieron fijos en Arthur, y si alguna vez he visto una mirada de culpabilidad y terror, fue entonces. De pronto se llevó la mano a la garganta.

Arthur avanzó hacia ella con infantil afecto.

—Hola, madre. ¿También te has caído? Lo siento.

Lady Carmichael retrocedió con los ojos dilatados. Luego, súbitamente, chilló como una alma condenada y se desplomó hacia atrás, en la puerta abierta.

Me acerqué a ella y la observé. Luego dije a Settle:

—De prisa; lleve a sir Arthur arriba y regrese de nuevo, ¡lady Carmichael está muerta!

Settle tardó muy poco en regresar.

—¿Qué fue? —preguntó.

—Shock —repuse fúnebremente—. ¡La impresión de ver a Arthur Carmichael, el
verdadero
Arthur Carmichael, vuelto a la vida! Diga si quiere, como yo prefiero llamarlo, castigo de Dios.

—¿Quiere usted decir...? —vaciló.

Le miré a los ojos y me comprendió.

—Una vida por otra —asentí.

—Pero...

—Un accidente extraño e imprevisto permitió que el espíritu de Arthur Carmichael volviese a su cuerpo —expliqué—. En realidad, había sido asesinado.

Settle me miró receloso.

—¿Con ácido prúsico? —me preguntó en voz baja.

—Sí; con ácido prúsico.

Settle y yo jamás hemos hablado de esto. No es probable que nadie lo creyera. Para todos, sir Arthur Carmichael sufrió de pérdida de memoria; lady Carmichael se laceró la garganta al parecer en un ataque de locura, y la aparición del gato gris fue pura imaginación.

Pero hay dos hechos injustificables. Uno es la silla desgarrada y el otro, aún más significativo, el catálogo de la biblioteca encontrado después de intensa búsqueda. El volumen que faltaba era un antiguo y curioso libro que versaba sobre metamorfosis de los seres humanos en animales.

Arthur nada sabe de lo sucedido. Phyllis ha cerrado con llave el secreto de aquellas semanas en su propio corazón, y jamás, estoy seguro, lo revelará al marido que tanto ama, y que regresó de la tumba al conjuro de su llamada.

La llamada de las alas
1

Silas Hamer se enteró de ello una ventosa noche de febrero. Él y Dick Borrow regresaban de una cena dada por Bernard Seldon, el especialista de nervios. Borrow había estado desacostumbradamente silencioso, y Silas le preguntó, no sin cierta curiosidad, en qué pensaba. La respuesta del otro fue inesperada.

—Pienso que sólo dos entre los reunidos esta noche eran felices. Y esos dos, extrañamente, somos usted y yo.

La palabra «extrañamente» se justificaba a sí misma, pues no había dos hombres más distintos entre sí que Richard Borrow, el dinámico pastor, y Silas Hamer, el complaciente hombre cuyos millones eran asunto de comidilla en todos los hogares.

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