Read Poirot infringe la ley Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (19 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
6.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Una especulación fantástica, madame.

Ella insistió.

—Pero no imposible.

—Totalmente imposible hoy por hoy,

—¿Quizás en lo futuro?

La llegada en aquel momento de Simone interrumpió el diálogo. Aunque lánguida y pálida, era evidente que había recuperado el control de sí misma. Estrechó la mano de Madame Exe, y Raoul advirtió su ligero estremecimiento al sentir el contacto.

—Lamento, madame, saber que se halla usted indispuesta —dijo madame Exe.

—No es nada —repuso Simone, no sin cierta brusquedad—. ¿Empezamos?

Se fue a la alcoba, y sentóse en el sillón. Entonces fue Raoul quien sintió los efectos de una onda de temor.

—No estás lo bastante fuerte, querida. Será mejor que cancelemos la sesión, Madame Exe lo comprenderá.

—¡Monsieur! —exclamó ésta levantándose indignada.

—Lo siento, madame. Debemos suspender la sesión.

—Madame Simone me prometió una última sesión para hoy.

—Así es —intervino Simone, quedamente—, y estoy dispuesta a cumplir mi promesa.

—Y yo lo celebro, madame.

—Nunca falto a mi palabra —añadió Simone—. No temas, Raoul, es la última vez a Dios gracias.

Raoul corrió las pesadas cortinas delante de la alcoba, y también las de la ventana, de modo que la estancia quedó en penumbra. Señaló una silla a madame Exe, y se dispuso a sentarse en la otra.

—Perdón, monsieur; yo creo en su integridad y en la de madame Simone. De todos modos, con el fin de que mi testimonio sea más valioso, me tomé la libertad de traer esto conmigo.

De su bolso extrajo un trozo de cuerda fina.

—¡Madame! —gritó Raoul—. ¡Esto es un insulto!

—Una precaución, diría yo.

—¡Repito que es un insulto!

—No comprendo su objeción, monsieur. Si no hay truco, no tiene nada que temer.

—Puedo asegurarle que no temo a nada, madame. Está bien, áteme las manos y los pies, si quiere.

Sus palabras no produjeron el efecto esperado, pues madame Exe se limitó a decir sin emoción alguna.

—Gracias, monsieur —y avanzó con la cuerda en la mano.

Simone, situada detrás de la cortina, gritó:

—¡No, Raoul! ¡No dejes que lo haga!

Madame Exe se rió despreciativa.

—Madame tiene miedo.

—Recuerda lo que ha dicho, Simone —intervino Raoul—. Madame Exe tiene la impresión de que somos unos charlatanes.

—Quiero asegurarme, eso es todo —repuso la aludida.

Luego procedió metódicamente a ligar a Raoul a su silla.

—La felicito por sus nudos, madame —dijo irónico, tan pronto quedó atado—. ¿Está satisfecha ahora?

Ella no contestó. Pero sí inspeccionó minuciosamente la sala. Después cerró la puerta, se guardó la llave y regresó a su puesto.

—Bien —exclamó decidida—. Ahora estoy dispuesta.

Pasaron varios minutos antes de que se oyera detrás de la cortina la respiración de Simone, más pesada y estentórea. Seguidamente se percibieron una serie de gemidos, seguidos de un corto silencio, roto por el repentino tamborileo de la pandereta. El cuerpo fue tirado de la mesa al suelo, al mismo tiempo que se producía una risa irónica. Las cortinas de la alcoba se entreabrieron un poco, y la figura de la médium se hizo visible, con la cabeza caída sobre el pecho.

De repente, madame Exe contuvo el aliento. Un arroyo de niebla, semejante a una cinta, salía de la boca de la médium. La niebla se condensó, y empezó gradualmente a tomar la forma de una niña de corta edad.

—¡Amelia! ¡Mi pequeña Amelia!

El susurro procedía de madame Exe. La nebulosa figura se materializó aún más. Raoul miraba casi incrédulo. Jamás había presenciado un éxito tan grande.

Allí, frente a él, una niña de carne y hueso se había hecho realidad.

De pronto, se oyó la suave voz infantil.


Maman!

Madame Exe medio se levantó de su asiento, al mismo tiempo que gritaba:

—¡Hijita mía! ¡Hijita mía!

Raoul intranquilo y temeroso, exclamó:

—¡Cuidado, madame!

La criatura se movió vacilante hacia las cortinas, y se quedó allí con los brazos extendidos.


Maman!
—repitió.

Madame Exe volvió a medio levantarse de su silla exclamando sordamente:

—¡Oh!

Raoul, asustado, gritó:

—¡Madame! ¡La médium!

Pero madame Exe pareció no enterarse.

—Quiero tocarla —dijo.

Tan pronto avanzó un paso, el joven suplicó:

—¡Por lo que más quiera, madame, contrólese!

Ella no le oía.

—¡Siéntese! —gritó aterrado.

—¡Mi querida! ¡Quiero tocarla!

—Madame, le ordeno que se siente. ¡Siéntese! —volvió a gritar, desesperado.

Raoul luchó denodadamente contra sus ligaduras. Fue inútil, ya que madame Exe había realizado bien su labor. La terrible sensación de inminente desastre, casi lo enloqueció.

—¡Madame! ¡Siéntese! —-vociferó, perdido el control de sus nervios—¡Tenga piedad de la médium!

Ella, indiferente a la angustia del hombre, y sumida en gozoso éxtasis, alargó un brazo y tocó la pequeña figura en pie junto a la cortina. La médium exhaló un sobrecogedor grito.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —imploró Raoul—. ¡Compadézcase de la médium!

Madame Exe se volvió hacia él.

—¿Qué me importa a mí la médium? ¡Quiero a mi hija!

—¿Está usted loca?

—¡Mi hija! ¡Es mía! ¡Mía! Mi propia carne y sangre. Es mi pequeña que vuelve a mí del mundo de los muertos.

Raoul abrió sus labios, pero no logró decir palabra. ¡Aquella mujer estaba loca! Era inútil suplicar piedad a un ser dominado por su propia pasión.

Los labios de la niña volvieron a entreabrirse, y, por tercera vez, se oyó su voz:


Maman!

—¡Ven, pequeñita mía! —gritó la madre.

Luego, sin más preámbulos, cogió a su hija en sus brazos. Detrás de las cortinas se produjo un prolongado gritó de extrema agonía.

—¡Simone! —llamó Raoul—. ¡Simone!

Madame Exe pasó precipitadamente por delante de él, abrió la puerta, y sus pasos se perdieron en las escaleras.

Detrás de la cortina aún sonaba el terrible y prolongado grito; un grito como Raoul jamás había oído. Luego se desvaneció en una especie de gorgoteo, roto por el golpe de un cuerpo al desplomarse.

El joven luchó como un loco, y sus ligaduras se partieron al fin. Mientras se ponía en pie, Elise apareció gritando:

—¡Madame!

—¡Simone! —dijo Raoul.

Juntos se precipitaron a la cortina, y la separaron.

Raoul retrocedió.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Roja... toda rojal

Elisa, temblorosa, exclamó:

—¡Madame está muerta! Monsieur, ¿qué ha sucedido?
¿Por qué madame ha quedado disminuida a la mitad de su tamaño? ¿Qué ha sucedido?

—Lo ignoro.

Durante breves segundos permanecieron callados, sobrecogidos de espanto. Al fin, Raoul gritó:

—¡No lo sé! ¡No lo sé! Creo que me vuelvo loco. ¡Simone! ¡Simone!

La muñeca de la modista

La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.

Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.

«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? —se preguntó—. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»

Salió al rellano y gritó:

—¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.

Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.

—Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah aquí!

Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.

—Vamos a tener aguacero —dijo la dama—. Y será un señor «aguacero».

Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.

Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacia cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.

Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.

—Bien —dijo Sybil—. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?

Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.

—Sí —exclamó—. Es bonito. Realmente es todo un éxito.

La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.

—Desde luego, sus vestidos
hacen
algo en la parte baja de mi espalda.

—Está usted mucho más delgada que tres meses atrás —aseguró Sybil.

—No —dijo ella—, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas —suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía—. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?

—Me gustaría que viese a otras clientes.

La señora Fellows seguía examinándose.

—El estómago es peor —dijo—. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo —Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente—: ¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?

Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.

—No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente
no puedo
recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?

—No lo sé.

—Es lo mismo; no se preocupen —intervino la señora Fellows—. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.

Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.

—No —dijo—.
No
me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.

—¿Qué quiso decir? —preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.

Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.

—¡Cielos! Me olvidé de
Fou-Ling
. ¿Dónde estás, príncipe?

Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.

—Ven aquí, tesoro de mamita.

El tesoro de mamita no hizo caso.

—Cada día se vuelve más desobediente —explicó su dueña como si alabase una virtud—. Vamos, tesorito. Cariñito.

Fou-Ling
volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.

—Mi pequeño
Fou-Ling
está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?

Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.

—Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?

—¿Cómo llegó aquí? —preguntó la señora Fellows—. ¿La compraron ustedes?

—Oh, no —Alicia pareció sorprenderse ante la idea—. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría —Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar—: Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.

—Anda, vamos; no seas estúpido,
Fou-Ling
. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.

Y en los brazos de su dueña,
Fou-Ling
emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.


—¡Esa muñeca rompe mis nervios! —exclamó la señora Groves.

La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.

—¡Qué cosa más extraña! —continuó—. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.

—¿No le gusta? —preguntó Sybil.

—¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.

—Nunca se ha quejado de ella —dijo Sybil, sorprendida.

—Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... —enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo—. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.

La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.

Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.

—Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?

—¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba donde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí —Se pasó la mano por la frente—. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el
Times
!

BOOK: Poirot infringe la ley
6.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Mourning Sexton by Michael Baron
The Last Chamber by Dempsey, Ernest
The Paleo Diet by Cordain, Loren
69 Barrow Street by Lawrence Block
Lord of the Shadows by Jennifer Fallon
Texas Tornado by Jon Sharpe
We All Fall Down: The True Story of the 9/11 Surfer by Buzzelli, Pasquale, Bittick, Joseph M., Buzzelli, Louise
The Company She Keeps by Mary McCarthy
Revived by Cat Patrick