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Authors: Agatha Christie

Poirot investiga (11 page)

BOOK: Poirot investiga
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Poirot vaciló un momento antes de contestar. Al parecer estaba reflexionando, y al fin dijo:

—Hablemos claro, lady Willard. No se trata de una pregunta en general, sino personal, ¿no? ¿Usted se refiere a la muerte de su difunto esposo?

—Eso es —confesó.

—¿Desea que investigue las circunstancias de su fallecimiento?

—Quiero que se descubra lo que es sólo palabrería de la Prensa y lo que tiene de base cierta. Tres muertes, monsieur Poirot.... explicables consideradas aisladamente, pero que juntas constituyen una coincidencia demasiado increíble, y todo en el plazo de un mes de haber abierto esa tumba. Puede ser mera superstición, o una maldición del pasado que obra por medios desconocidos para la ciencia moderna. Pero la realidad son esas tres muertes. Y estoy asustada. Puede que éste no sea todavía el fin.

—¿Por quién teme usted?

—Por mi hijo. Cuando recibimos la noticia de la muerte de mi esposo, yo estaba enferma, y mi hijo, que acababa de llegar de Oxford, fue allí. Trajo a casa... el... cadáver; pero ahora ha vuelto a marcharse a pesar de todas mis súplicas y ruegos. Está tan fascinado por el trabajo que intenta ocupar el lugar de su padre y llevar adelante las excavaciones. Tal vez usted me crea una mujer tonta y crédula, pero tengo miedo, monsieur Poirot. ¿Supongamos que el espíritu del difunto Rey no se haya aplacado todavía? Quizá piense usted que lo que digo son tonterías...—No, en absoluto, lady Willard —repuso Poirot apresuradamente—. También yo creo en la fuerza de la superstición, una de las mayores que el mundo ha conocido.

Le miré sorprendido. Nunca hubiera creído que Poirot fuese supersticioso. Pero el hombrecillo hablaba con vehemencia.

—¿Lo que usted me pide en realidad es que proteja a su hijo? Haré cuanto me sea posible para preservarle de todo mal.

—Pero, ¿también a la vez contra una oculta influencia?

—En los libros de la Edad Media, lady Willard, encontrará usted muchos medios de contrarrestar la magia negra. Quizá sabían más que nosotros con toda nuestra ciencia tan cacareada. Ahora pasemos a los hechos que puedan servirnos de guía. Su esposo fue siempre un devoto egiptólogo, ¿no es cierto?

—Sí, desde su juventud. Era una de las personas de más autoridad sobre la materia.

—¿Y el señor Bleibner, según tengo entendido, era poco más o menos un aficionado?

—Oh, desde luego. Era un hombre muy rico. Se metía en cualquier negocio o asunto que le llamara la atención. Mi esposo consiguió interesarle por la egiptología, y gracias a su dinero pudo financiarse la expedición.

—¿Y su sobrino? ¿Sabe usted cuáles son sus gustos? ¿Fue también de la partida?

—No lo creo. La verdad es que no conocía su existencia hasta que leí en los periódicos la noticia de su fallecimiento. No creo que él y el señor Bleibner tuvieran gran intimidad. Nunca dijo que tuviera parientes.

—¿Quiénes eran los otros miembros de la expedición?

—Pues el doctor Tosswill, un funcionario relacionado con el Museo Británico; el señor Schneider, del Museo Metropolitano de Nueva York; un joven secretario americano; el doctor Ames, que acompañaba a la expedición gracias a su capacidad profesional, y Hassan, el fiel criado de mi esposo.

—¿Recuerda usted el nombre del secretario americano?

—Creo que era Harper, pero no estoy segura. No llevaba mucho tiempo con el señor Bleibner y era un joven muy agradable.

—Gracias, lady Willard.

—Si hay alguna cosa más...

—De momento nada. Déjelo en mis manos, y le aseguro que haré todo lo humanamente posible para proteger a su hijo.

No eran sus palabras muy tranquilizadoras; yo observé que lady Willard parpadeaba al oírlas. No obstante, al mismo tiempo, el solo hecho de que no se hubiera burlado de sus temores parecía haberla aliviado.

Por mi parte nunca había sospechado que Poirot poseyera una vena supersticiosa tan profunda, y mientras regresábamos a casa le hablé de ello. Su actitud fue seria y formal.

—Pues sí, Hastings. Yo creo en esas cosas. No debe menospreciarse la fuerza de la superstición.—¿Qué vamos a hacer?


Toujours Practique
, mi buen Hastings.
Eh bien
, para empezar telegrafiaremos a Nueva York para pedir más detalles de la muerte de Bleibner.

Y fuimos a poner un cable. La respuesta fue completa y precisa. El joven Rupert Bleibner se encontraba apurado de dinero desde hacía varios días. Había sido colonista y gandul de profesión en diversas islas de los Mares del Sur, pero hace dos años que regresó a Nueva York, donde se fue hundiendo más y más. Lo más significativo, según mi parecer, era que recientemente se las había arreglado para que le prestasen el dinero suficiente para ir a Egipto. «Allí tengo un amigo que me prestará», había declarado. No obstante, sus planes fallaron y tuvo que regresar a Nueva York maldiciendo la avaricia de su tío, a quien importaban más los huesos de los reyes muertos y desaparecidos que su propia sangre. Fue durante su estancia en Egipto cuando se produjo la muerte de sir John Willard. Rupert volvió una vez más a su vida de disipación en Nueva York, y luego se suicidó, dejando una carta que contenía algunas frases curiosas. Parecía escrita en un momento de arrepentimiento. En ella decía que era un paria y un leproso y que los seres como él mejor estaban muertos.

Una teoría oscura fue tomando forma en mi cerebro. Yo nunca había creído realmente en la venganza de un antiguo rey egipcio. En todo ello yo veía un crimen moderno. Supongamos que aquel joven hubiera decidido deshacerse de su tío... utilizando un veneno, y por error fuese sir John Willard quien recibiera la dosis fatal. El joven regresa a Nueva York horrorizado de su crimen, y, una vez allí, recibe la noticia del fallecimiento de su tío, comprendiendo lo inútil que ha sido su crimen y, presa de remordimiento, decide suicidarse.

Exterioricé mis pensamientos a Poirot, que pareció interesado.

—Es muy ingenioso lo que usted ha pensado... muy ingenioso. Puede ser cierto, pero ha olvidado la fatal influencia de la tumba.

Me encogí de hombros.

—¿Sigue pensando que tiene algo que ver en todo esto?

—Tanto,
mon ami
, que mañana salimos para Egipto.

—¿Qué? —exclamé estupefacto.

—Lo que he dicho. —Una expresión de consciente heroísmo invadió el rostro de Poirot, que gimió—: ¡Pero oh, el mar! ¡El odioso mar!

Era una semana más tarde. Bajo nuestros, pies la arena dorada del desierto, y sobre nuestras cabezas el sol abrasador. Poirot, agotado y convertido en la imagen de la miseria, caminaba a mi lado. El menudo hombrecillo no era un buen viajero. Nuestros cuatro días de viaje desde Marsella fueron una larga agonía para él. Cuando desembarcó en Alejandría era la sombra de sí mismo, e incluso su habitual pulcritud le había abandonado. Llegamos a El Cairo y nos dirigimos inmediatamente al Hotel Mena, situado a la sombra de las Pirámides. El hechizo de Egipto se había apoderado de mí, pero no de Poirot. Vestido igual que en Londres, llevaba en su bolsillo un cepillo con el que libraba una batalla incesante con el polvo que se iba acumulando en sus ropas oscuras.

—Y mis zapatos —se lamentaba—. Mírelos, Hastings. Mis zapatos, del más fino charol, siempre tan elegantes y limpios. Observe, se llenan de arena, cosa muy dolorosa, y por fuera están hechos una desgracia. Y el calor hace que mi bigote se ponga lacio... ¡Lacio!

—Mire la Esfinge —le decía—. Incluso yo puedo percibir el misterio y encanto que exhala,

Poirot me contemplaba con disgusto.

—No tiene una expresión feliz —declaró—. ¿Cómo iba a tenerla estando semienterrada en la arena de forma tan incómoda? ¡Ah, esta maldita arena!

—Vamos, vamos, en Bélgica hay muchísima arena —le dije recordando unas vacaciones pasadas en Kno-che-sur-mer entre la niebla de «
les dunes impeccables
», como rezaba en la guía.

—En Bruselas, no —declaró Poirot, contemplando pensativo las Pirámides—. Es cierto que por lo menos son de hechura sólida y geométrica, pero su superficie es una desigualdad muy desagradable, y las palmeras no me gustan. ¡Ni siquiera cuando las plantan en hileras!

Corté sus lamentaciones insinuándole que debíamos salir para el campamento. Los camellos nos esperaban ya, arrodillados pacientemente, con una serie de muchachos pintorescos capitaneados por un dragomán.

Pasaré por alto el espectáculo de Poirot sobre su camello. Comenzó a gemir y a lamentarse y terminó invocando a la Virgen y a todos los santos del calendario. Al fin terminó su viaje sobre un borriquillo. Debo confesar que el trote del camello no es ninguna broma para los novatos. Las agujetas me duraron varios días.

Al fin nos aproximamos al escenario de las excavaciones. Un hombre de rostro atezado por el sol y barba gris, que vestía de blanco y se cubría con un salacot, salió a nuestro encuentro.

—¿Monsieur Poirot y el capitán Hastings? Hemos recibido su cable. Siento que no haya ido nadie a esperarles a El Cairo. Un acontecimiento imprevisto ha desbaratado por completo nuestros planes.

Poirot palideció. Su mano, que ya había asido el cepillo, cesó de moverse.

—¿Otra muerte? —pregunté sin aliento.

—Sí.

—¿Sir Guy Willard? —exclamé.

—No, capitán Hastings. Mi colega americano, el señor Schneider.

—¿Y la causa? —quiso saber Poirot.

—Tétanos.

Palidecí. Todo a mi alrededor pareció envuelto en una atmósfera de misterio y amenaza. Me asaltó un pensamiento terrible. ¿Y si yo fuera el siguiente?


Mon Dieu
—dijo Poirot en voz muy baja—. No lo entiendo. Es horrible. Dígame, monsieur, ¿no existe la menor duda de que fue el tétanos?

—Creo que no, pero el doctor Ames podrá decírselo con más seguridad.

—Ah, claro, usted no es el médico.

—Mi nombre es Tosswill.

Era, pues, el experto descrito por lady Willard, el funcionario del Museo Británico. Tenía un aire grave y resuelto que me encantó.

—Si quieren acompañarme —continuó el doctor Tosswill— les llevaré hasta sir Guy Willard. Dio orden de que se le avisase en cuanto ustedes llegaran.

Fuimos conducidos a una enorme tienda. El doctor Tosswill nos hizo pasar y en su interior vimos a tres hombres sentados.

—Monsieur Poirot y el capitán Hastings acaban de llegar, sir Guy —dijo Tosswill.

El más joven de los tres se puso en pie para saludarnos. En sus ademanes había cierta espontaneidad que me recordó a su madre. No estaba tan bronceado como los otros, y esto, unido al cansancio que reflejaban sus ojos, le hacía parecer mayor, pese a sus veintidós años. Evidentemente trataba de soportar una terrible opresión mental.

Nos presentó a sus dos acompañantes: el doctor Ames, un hombre de unos treinta y tantos años, de aspecto inteligente y sienes ligeramente plateadas, y el señor Harper, el secretario, un joven agradable que usaba lentes con montura de concha.

Al cabo de unos minutos de conversación intrascendente, este último salió seguido del doctor Tosswill. Quedamos solos con sir Guy y el doctor Ames.

—Por favor, háganos las preguntas que desee, monsieur Poirot —dijo Willard—. Estamos confundidos por esta extraña serie de desgracias, pero no pueden ser otra cosa que coincidencias.

El nerviosismo de sus ademanes desmentía sus palabras. Vi que Poirot le estudiaba atentamente.

—¿Ha puesto usted interés en ese trabajo, sir Guy?

—Ya lo creo. No importa lo que ocurra, el trabajo continuará. Puede estar seguro de ello.

Poirot volvióse al otro individuo.

—¿Y qué me dice usted,
monsieur le docteur
?

—Bien —repuso el médico—. Yo tampoco renuncio.

Poirot exhibió una de sus expresivas sonrisas.

—Entonces,
évidemment
, debemos averiguar a qué hemos de hacer frente. ¿Cuándo ocurrió el fallecimiento del señor Schneider?

—Hace tres días.

—¿Está usted seguro de que murió del tétanos?

—Por completo.

—¿No podría tratarse de un caso de envenenamiento... con estricnina, por ejemplo?

—No, monsieur Poirot. Sé adónde quiere ir a parar. Pero fue un caso claro de tétanos.

—¿No le inyectó el anti-suero?

—Claro que sí —repuso el médico con tono seco—. Se hizo cuanto era posible.

—¿Tenía usted ya el anti-suero?

—No. Lo trajimos de El Cairo.—¿Ha habido otros casos de tétanos en el campamento?

—No, ninguno.

—¿Está usted bien seguro de que el fallecimiento del señor Bleibner fue debido al tétanos?

—Completamente seguro. Se hizo un rasguño en el pulgar y se le infectó, produciéndole una septicemia. Para un profano tal vez parezca lo mismo, pero son dos cosas distintas por completo.

—Entonces tenemos cuatro muertes... todas distintas.... una por un ataque al corazón, otra por envenenamiento de la sangre, un suicidio, y otra por el tétanos.

—Exacto, monsieur Poirot.

—¿Está seguro de que no hay nada que las relacione?

—No lo comprendo...

—Lo diré con otras palabras. ¿Esos cuatro hombres cometieron alguna acción que pudiera parecer irrespetuosa al espíritu de Men-her-Ra?

El doctor miró a Poirot asombrado.

—¿Habla en serio, monsieur Poirot? No es posible que le hayan hecho creer esas tonterías...

—Completamente absurdas... —musitó Willard, irritado.

Poirot permaneció inmutable mientras le brillaban sus ojos verdes de gato.

—¿De modo que usted no lo cree,
monsieur le. docteur
?

—No, señor, no lo creo —declaró el médico con énfasis—. Soy científico y sólo creo lo que me enseña la ciencia.—¿Es que acaso no la había en el antiguo Egipto? —preguntó Poirot en tono bajo. No aguardaba su respuesta, y desde luego el doctor Ames parecía bastante desconcertado de momento—. No, no me responda, pero dígame una cosa. ¿Qué opinan los obreros nativos?

—Supongo que cuando los blancos pierden la cabeza los nativos no se quedan muy atrás —replicó el doctor Ames—. Admito que están algo asustados... pero no tienen motivo para ello.

—Eso es lo que me pregunto... —dijo Poirot.

Sir Guy inclinóse hacia delante.

—Seguramente no creerá usted... en... ¡Oh, pero eso es absurdo! —exclamó en tono incrédulo—. No sabe usted nada del antiguo Egipto sino eso.

Como respuesta, Poirot extrajo de su bolsillo... un libro viejo y muy gastado. Vi su título:
La Magia de los Egipcios y Caldeos
.

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