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Authors: Agatha Christie

Poirot investiga (13 page)

BOOK: Poirot investiga
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—Es mi afición predilecta, señor Poirot. Adoro las joyas. Ed conoce mi debilidad, y cada vez que las cosas van bien me trae algo nuevo. ¿Le interesan a usted las piedras preciosas?

—He tenido que tratar con ellas de vez en cuando, madame. Mi profesión me ha puesto en contacto con las joyas más famosas del mundo.

Y empezó a referirle, empleando discretos seudónimos, la historia de las joyas de una Casa reinante, mientras la señora Opalsen le escuchaba conteniendo el aliento.

—Vaya —exclamó al terminar—. ¡Es como una comedia! Sabe, poseo unas perlas que tienen historia. Creo que es uno de los collares más finos del mundo... sus perlas son tan hermosas, tan iguales y tan perfectas de color... ¡Iré a buscarlo para que lo vea!

—Oh, madame —protestó Poirot—, es usted demasiado amable. ¡No se moleste!

La obesa señora se dirigió hacia el ascensor con bastante ligereza. Su esposo, que había estado hablando conmigo, miró a Poirot interrogadoramente.

—Su esposa es tan amable que ha insistido en enseñarme su collar de perlas —explicó este último.

—¡Oh, las perlas! —Opalsen sonrió con aire satisfecho—. Bien, vale la pena verlas. ¡Y también costaron lo suyo! No obstante, es una buena inversión: podría obtener lo que me costaron en cualquier momento dado.... y quizá más. Tal vez tenga que hacerlo si las cosas continúan como ahora. El dinero está tan limitado en la ciudad... —y siguió hablando de tecnicismos que no estaban al alcance de mi comprensión.

Fue interrumpido por un botones que acercándose a él murmuró unas palabras en su oído.

—¿Eh... qué? Iré en seguida. No se habrá puesto enferma, ¿verdad? Discúlpenme, caballeros.

Y nos dejó bruscamente. Poirot reclinóse en su butaca y encendió uno de sus diminutos cigarrillos rusos. Luego, con sumo cuidado y meticulosidad, fue colocando las tazas de café vacías de modo que formasen una hilera perfecta y sonrió feliz del resultado.

Los minutos iban transcurriendo y los Opalsen no regresaban.

—Es extraño —comenté al fin—. Me preguntó cuándo volverán.

—No volverán.

—¿Por qué?

—Porque, amigo mío, algo ha sucedido.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté con curiosidad.

Poirot sonreía.

—Hace pocos minutos el gerente salió apresuradamente de su despacho y corrió hacia arriba muy agitado. El botones del ascensor está enfrascado en una conversación muy interesante con otro botones. El timbre ha sonado tres veces, pero él no atiende. Y por último, incluso los camareros están
distraits
; y para que un camarero se distraiga —Poirot meneó la cabeza significativamente— el asunto debe ser de primera magnitud. ¡Ah, lo que imaginaba! Aquí llega la policía.

Dos hombres acababan de penetrar en el hotel... uno de uniforme y el otro vestido de paisano. Hablaron con un botones, e inmediatamente fueron acompañados arriba. Pocos minutos más tarde el mismo botones se acercaba al lugar donde estábamos sentados.

—El señor Opalsen, con todos sus respetos, les ruega que suban.

Poirot se puso en pie de un salto, como si hubiera estado esperando la invitación, y yo le seguí con no menos ímpetu.

Las habitaciones de los Opalsen hallábanse en el primer piso. Después de llamar a la puerta, el botones se retiró y nosotros obedecimos al «¡Adelante!” Una extraña escena apareció ante nuestros ojos. Nos encontrábamos en el dormitorio de la señora Opalsen, y en el centro de la habitación, reclinada en un sillón, hallábase la propia dama sollozando violentamente. Era todo un espectáculo, pues las lágrimas iban trazando surcos en su maquillaje. El señor Opalsen paseaba furioso de un lado a otro y los dos policías permanecían en pie con sendas libretas en la mano. Una camarera del hotel, asustadísima, permanecía junto a la chimenea; al otro lado de ésta había una francesa, sin duda la doncella de la señora Opalsen, que sollozaba y se retorcía las manos con unos extremos que rivalizaban con los de su señora.

En medio de aquel infierno apareció Poirot pulcro y sonriente, y con una energía insospechada en una mujer de peso, la señora Opalsen se levantó para dirigirse hacia él.

—Escuche: Ed puede decir lo que quiera, pero yo creo en la suerte. Estaba escrito que yo le conociera esta noche, y tengo el presentimiento que si usted no logra recuperar mis perlas nadie podrá conseguirlo nunca.

—Cálmese, se lo ruego, madame —Poirot le acarició una mano para tranquilizarla—. No se preocupe. Todo saldrá bien. ¡Hércules Poirot le ayudará!

El señor Opalsen volvióse hacia el inspector de policía.

—¿Supongo que no tendrán inconveniente en que... recurra a este caballero?

—En absoluto, señor —replicó el que vestía de paisano—. Quizás ahora su esposa se encuentre mejor y quiera darnos a conocer lo ocurrido...

La señora Opalsen miró a Poirot, y éste la acompañó de nuevo a su butaca.

—Siéntese, madame, y cuéntenos toda la historia, sin alterarse.

La señora Opalsen, tras secarse los ojos, comenzó:

—Después de cenar subí a buscar mis perlas para que las viera el señor Poirot. La doncella del hotel y Célestine estaban en mi habitación, como de costumbre...

—Perdóneme, madame, pero, ¿qué quiere decir «como de costumbre»?

El señor Opalsen lo explicó.

—Tengo ordenado que nadie entre en la habitación a menos qué Célestine, la doncella, esté aquí también. La camarera del hotel asea la habitación por la mañana en presencia de Célestine, y después de cenar viene a abrir las camas en las mismas condiciones: de otro modo nadie en absoluto entra en esta habitación.

—Bien, como iba diciendo —continuó la señora Opalsen—. Subí y me acerqué a ese cajón de ahí... —señaló el último cajón de la derecha del tocador—. Saqué mi joyero y lo abrí. Al parecer, estaba como de costumbre... lo vi en seguida, ¡pero las perlas habían desaparecido!

El inspector, que había estado escribiendo afanosamente, preguntó:

—¿Cuándo las vio por última vez?

—Estaban aquí cuando bajé a cenar.

—¿Está usted segura?

—Segurísima. No sabía si ponérmelas o no, y al fin me decidí por las esmeraldas, y volví a guardarlas en el joyero.

—¿Quién lo cerró?

—Yo. Llevo la llave colgada del cuello con una cadenita —y al decirlo nos la enseñó.

El inspector la examinó minuciosamente, encogiéndose de hombros.

—El ladrón debe de tener un duplicado de la llave. No es cosa difícil. La cerradura es bien sencilla. ¿Qué hizo usted una vez hubo cerrado el joyero?

—Volví a colocarlo en el último cajón, que es donde siempre lo guardo.

—¿No cerró el cajón con llave?

—No, nunca lo hago. Mi doncella permanece en la habitación hasta que yo subo, de modo que no es necesario.

El rostro del inspector se ensombreció.

—¿Debo entender, que las joyas estaban ahí cuando usted bajó a cenar, y que desde entonces la
doncella no hubo abandonado la habitación
?

De pronto, como si por primera vez comprendiera su situación, Célestine exhaló un grito agudo y abalanzándose sobre Poirot le lanzó un torrente de frases incoherentes en francés.

—¡Aquella sugerencia era infame! ¿Cómo era posible que sospecharan que ella robó a madame? ¡La policía es de una estupidez increíble! Pero monsieur que era francés...

—Belga —le corrigió Poirot, más Célestine no hizo caso de la interrupción.

Monsieur no permitiría que se le acusase falsamente mientras la infame camarera se marchaba libremente. Nunca le había agradado... era una muchacha muy osada... una ladrona innata. Desde el principio había dicho que no era de fiar. ¡Y no había cesado de vigilarla cuando arreglaba la habitación de madame! Que esos estúpidos policías la registren, ¡y si no le encuentran encima las perlas de madame será una verdadera sorpresa!

A pesar de que esta arenga había sido pronunciada en rápido y pintoresco francés. Célestine había intercalado tal cantidad de ademanes que la camarera comprendió por lo menos parte de su significado y enrojeció vivamente.

—¡Si esa extranjera dice que yo he cogido las perlas, es mentira! —declaró con calor—. Ni siquiera las vi nunca.

—¡Regístrenla! —gritó la otra—. Las encontrarán como les he dicho.

—Eres una mentirosa... ¿has oído? —dijo la camarera avanzando hacia ella—. Las has robado tú y quieres echarme las culpas a mí. Sólo estuve tres minutos en la habitación antes de que subiera la señora, y tú estuviste todo el tiempo ahí, sentada, vigilándome como un gato a un ratón.

El inspector miró interrogadoramente a Célestine.

—¿Es eso cierto? ¿No ha abandonado usted la habitación para nada?

—La verdad es que no la dejé sola —admitió Célestine—, pero fui a mi cuarto, que está ahí al lado, dos veces.... una para buscar un carrete de hilo y la otra fui a por mis tijeras. Debió cogerlas entonces.

—No tardaste ni un minuto —replicó la camarera irritada—. Sólo saliste y entraste. Me alegraré de que me registre la policía. No tengo nada que temer.

En aquel momento llamaron a la puerta y el inspector fue a abrir. Su rostro se iluminó al ver de quién se trataba.

—¡Ah! —exclamó—. Esto sí que es una suerte. Envié a buscar a una de esas matronas y acaba de llegar. Tal vez no les importe pasar a la otra habitación para que las registre.

Miró a la camarera, que pasó a la habitación contigua seguida de la matrona. La francesita se había dejado caer sobre una silla sollozando. Poirot contemplaba la habitación cuyas características principales se expresan en este boceto.

—¿A dónde conduce esta puerta? —preguntó indicando con un movimiento de cabeza la que estaba junto a la ventana.

—Creo que al departamento contiguo —repuso el inspector—. De todas formas tiene pestillo por aquí.

Poirot, acercándose a ella, lo descorrió para tratar de abrirla.

—Y por el otro lado también —observó—. Bien, parece que queda descartado.

Se fue acercando a cada ventana, por turno, para examinarlas.

—Y por aquí... tampoco. Ni siquiera hay balcón.

—Aunque lo hubiera —dijo el inspector—. No veo de qué iba a servirnos si la doncella no salió de la habitación.


Evidemment
—replicó Poirot sin desconcertarse—. Puesto que mademoiselle está segura de no haber salido de aquí...

Fue interrumpido por la reaparición de la camarera y la matrona.

—Nada —fue la lacónica respuesta de esta última.

—Desde luego —replicó la camarera muy digna—. Y esa francesa debiera avergonzarse de haber difamado a una chica honrada.

—Bueno, bueno; ya está bien —dijo el inspector abriendo la puerta—. Nadie sospecha de usted. Puede marcharse y continuar su trabajo.

La joven obedeció de mala gana.

—¿Van a registrarla? —preguntó señalando a Célestine.

—¡Sí, sí! —cerrando la puerta tras ella, hizo girar la llave de la cerradura.

Célestine acompañó a la matrona a la habitación contigua, regresando pocos minutos más tarde. Tampoco le había encontrado nada.

El inspector se puso serio.

—Me temo que de todas formas tendré que pedirle que me acompañe, señorita —volvióse a la señora Opalsen—. Lo siento, señora, pero la evidencia la condena. Si no las lleva encima deben de estar escondidas en esta habitación.

Célestine lanzó otro grito y se asió del brazo de Poirot, que, inclinándose susurró unas palabras al oído de la joven que le miró dudosa.—Sí, sí
mon enfant...
. le aseguro que es mejor no resistirse —luego volvióse al inspector—. ¿Me permite un pequeño experimento, monsieur? Puramente para mi propia satisfacción y sólo por eso.

—Depende de lo que sea —replicó el policía sin comprometerse.

Poirot se dirigió a Célestine para insistir sobre el caso una vez más.

—Nos ha dicho usted que fue a su habitación a buscar un carrete de hilo y alguna cosa más. ¿Dónde estaba?

—Encima de la cómoda, monsieur.

—¿Y las tijeras?

—También.

—¿Le sería mucha molestia repetir esas dos acciones? ¿Dice usted que estaba aquí sentada cosiendo, mademoiselle?

Célestine sentóse, y luego, a una señal de Poirot, se levantó yendo hasta la habitación contigua, donde cogió un objeto de encima de la cómoda y regresó.

Poirot dividió su atención entre sus movimientos y un enorme reloj que tenía en la palma de la mano.

—Hágalo otra vez, si no le importa, mademoiselle.

Al finalizar la segunda representación, anotó unas palabras en su libreta y volvió a guardar su reloj en su bolsillo.

—Gracias, mademoiselle. Y a usted, monsieur —se dirigió al inspector inclinándose graciosamente—, por su amabilidad. El inspector pareció un tanto divertido por su excesiva cortesía. Célestine se marchó deshecha en lágrimas, acompañada de la matrona y el policía de paisano.

Luego, tras dirigir unas palabras de disculpa a la señora Opalsen, el inspector se dispuso a registrar la habitación. Sacó los cajones, abrió los armarios, deshizo la cama y golpeó el suelo. El señor Opalsen le contemplaba escéptico.

—¿De verdad cree usted que las encontrará en esta habitación?

—Sí, señor. No ha tenido tiempo de sacarlas de aquí. La señora, al descubrir tan pronto el robo, desbarató sus planes. Sí, tiene que estar aquí. Una de las dos debe haberlas escondido... y es improbable que la camarera pudiera hacerlo.

—¡Más que improbable... imposible! —dijo Poirot tranquilamente.

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