¿Por qué leer los clásicos? (21 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Los comienzos de las novelas de Dickens suelen ser memorables, pero ninguno supera el primer capítulo de
Our mutual friend [Nuestro común amigo]
, penúltima novela que escribió, última que terminó. Llevados por la barca del pescador de cadáveres, nos parece entrar en el reverso del mundo.

En el segundo capítulo todo cambia, estamos en plena comedia de costumbres y de caracteres: una cena en casa de un nuevo rico donde todos fingen ser viejos amigos cuando en realidad apenas se conocen. Pero antes de que el capítulo concluya, evocado por las palabras de los comensales, el misterio de un hombre ahogado en el momento de heredar una gran fortuna vuelve a conectar el circuito de la tensión novelesca.

La gran herencia es la del difunto rey de las basuras, un viejo muy avaro de quien queda en los suburbios de Londres una casa a la orilla de un campo sembrado de montones de desperdicios. Seguimos moviéndonos en ese siniestro mundo de deyecciones en el que nos había introducido por vía fluvial el primer capítulo. Todos los otros escenarios de la novela, mesas servidas donde centellea la plata, ambiciones bien peinadas, marañas de intereses y de especulaciones, no son sino finas pantallas que velan la sustancia desolada de este mundo de fin del mundo.

Depositario de los tesoros del «Basurero de Oro» es su ex peón, Boffin, uno de los grandes personajes cómicos de Dickens por el gesto pomposo con que consigue que todo se desmorone, a pesar de no tener otra experiencia que la de una ínfima miseria y de una ilimitada ignorancia. (Personaje simpático, sin embargo, por el calor humano y las benévolas intenciones, tanto de él como de su mujer; después, a medida que la novela avanza, se vuelve avaro y egoísta, para revelar nuevamente al final su corazón de oro.) Al descubrirse de pronto rico, el analfabeto Boffin puede dar libre curso a su contenido amor por la cultura: compra los ocho volúmenes de la
Decadencia y caída del Imperio romano
, de Gibbon (título que apenas consigue deletrear, en lugar de
Roman
lee
Rossian
y cree que se trata del Imperio ruso). Entonces emplea a un vagabundo con una pierna de palo, Silas Wegg, como «hombre de letras», para que le lea por las noches. Después de Gibbon, Boffin, que ahora tiene la obsesión de no perder sus riquezas, busca en las librerías la vida de avaros famosos, para que se las lea su «literato» de confianza.

El exuberante Boffin y el turbio Silas Wegg forman un dúo extraordinario, al cual se añade Mister Venus, de profesión embalsamador y montador de esqueletos humanos con huesos que encuentra dispersos, a quien Wegg le ha pedido que le haga una pierna de huesos verdaderos para sustituir la suya de palo. En ese horizonte de basuras, habitado por personajes clownescos y un poco espectrales, el mundo de Dickens se transforma a nuestros ojos en el de Samuel Beckett; en el humor negro del último Dickens podemos percibir más de un preanuncio beckettiano.

Naturalmente, en Dickens —aunque hoy sean los aspectos negros los que cobran más relieve en nuestra lectura— la oscuridad siempre contrasta con la luz que irradian por lo común figuras de muchachas tanto más virtuosas y de buen corazón cuanto más bajo han caído en un infierno de tinieblas. Esto de la virtud es lo más difícil de «tragar» para nosotros los lectores modernos de Dickens. Desde luego, él como persona no tenía con la virtud relaciones más estrechas que las que tenemos nosotros, pero la mentalidad victoriana encontró en sus novelas no sólo una fiel aplicación, sino las imágenes fundamentales de la propia mitología. Y una vez establecido que para nosotros el verdadero Dickens es sólo el de la personificación de la maldad y de las caricaturas grotescas, sería imposible poner entre paréntesis las víctimas angelicales y las presencias consoladoras: sin éstas no habría tampoco aquéllas; debemos considerar las unas y las otras como elementos estructurales relacionados entre sí, vigas y muros portantes del mismo sólido edificio.

Así, en el frente de los «buenos», Dickens puede inventar figuras inesperadas, nada convencionales, como en esta novela el heterogéneo terceto formado por una niña enana, sarcástica y avisada, un ángel por el rostro y el corazón como Lizzie, y un judío de barba y gabán. La pequeña y sabia Jenny Wren, modista para muñecas, que sólo puede andar con muletas y traduce todo lo negativo de su vida en una transfiguración fantástica que nunca es edulcorada, más aún, que es capaz de asumir de frente y en cada momento los rigores de la existencia, es uno de los personajes dickensianos más ricos de encanto y de humor. Y el judío Riah, empleado de un sórdido especulador, Lammle, que lo aterroriza e insulta y al mismo tiempo lo usa como testaferro para practicar la usura mientras sigue fingiéndose persona respetable y desinteresada, trata de contrabalancear el mal cuyo instrumento lo obligan a ser, prodigando secretamente sus dones de genio benéfico. El resultado es un perfecto apólogo sobre el antisemitismo, ese mecanismo mediante el cual la sociedad hipócrita siente la necesidad de crearse una imagen del judío para atribuirle sus propios vicios. Este Riah es de una dulzura tan inerme que parecería asustado, si no fuera por que en el abismo de su desamparo encuentra la manera de crear un espacio de libertad y desquite, junto con las otras dos desamparadas y sobre todo con el activo consejo de la modista para muñecas (también angelical, pero capaz de infligir al odioso Lammle un suplicio diabólico).

Este espacio del bien está representado materialmente por un terrazo en el techo de la tétrica oficina del banco de empeños, en medio de la sordidez de la City, donde Riah pone a disposición de las dos muchachas retazos de tela para los vestidos de las muñecas, perlitas, libros, flores y frutas, mientras «por todo alrededor una selva de viejos tejados decorosos trenzaban sus volutas de humo y hacían girar sus veletas, con todo el aire de viejas solteronas vanidosas que se abanican, arrogantes, y miran alrededor fingiendo una gran sorpresa».

En
Our mutual friend
hay lugar para el romance metropolitano y para la comedia de costumbres, pero también para personajes de interioridad compleja y trágica, como Bradley Headstone, ex proletario que una vez llegado a maestro es presa de un delirio de ascenso social y de prestigio que se convierte en una especie de posesión diabólica. Lo seguimos en su enamoramiento de Lizzie, en sus celos que se convierten en obsesión fanática, en la proyección meticulosa y en la ejecución de un delito, y lo vemos después quedarse clavado repitiendo mentalmente las etapas de su crimen, incluso mientras enseña a sus alumnos. «De vez en cuando, delante de la pizarra, antes de empezar a escribir se detenía con el trozo de tiza en la mano y volvía a pensar en el lugar de la agresión, y si un poco más arriba o un poco más abajo el agua no sería más profunda y el declive más acentuado. Estaba casi tentado de hacer un dibujo en la pizarra para verlo más claro.»

Our mutual friend
fue escrito en 1864-1865,
Crimen y castigo
en 1865-1866. Dostoyevski era un admirador de Dickens, pero no podía haber leído esta novela. «La extraña providencia que gobierna la literatura», escribe Pietro Citati en su bello ensayo sobre Dickens, «ha querido que, justo en los mismos años en que Dostoyevski componía
Crimen y castigo
, Dickens tratara de rivalizar con su propio alumno lejano, escribiendo las páginas del delito de Bradley Headstone... Si hubiera leído esa página, qué sublime habría encontrado Dostoyevski ese último rasgo, el dibujo en la pizarra.»

Citati tomó el título
El mejor de los mundos imposibles
del escritor de nuestro siglo que más ha amado a Dickens, G. K. Chesterton. Sobre Dickens, Chesterton ha escrito un libro y las introducciones a muchas novelas para las ediciones de la Everyman’s Library. En la de
Our mutual friend
, empieza tomándoselas con el título.
Our mutual friend [Nuestro común amigo]
tiene un sentido en inglés como en italiano (y en español); pero «nuestro mutuo amigo», «nuestro amigo recíproco», ¿qué puede querer decir? Cabría objetar a Chesterton que la expresión aparece en la novela por primera vez dicha por Boffin, cuyo lenguaje, es siempre disparatado; y que, si bien el vínculo del título con el contenido de la novela no es de los más evidentes, el tema de la amistad verdadera o falsa, proclamada u oculta, torcida o sometida a prueba, circula por toda ella. Pero Chesterton, después de haber denunciado la impropiedad lingüística del título, declara que justamente por eso el título le gusta. Dickens no había hecho estudios regulares y nunca había sido un fino literato; por eso Chesterton lo ama, o sea, lo ama cuando se muestra como es, no cuando pretende ser otra cosa; y la predilección de Chesterton por
Our mutual friend
va hacia un Dickens que vuelve a los orígenes después de haber hecho diversos esfuerzos por afinarse y mostrar gustos aristocráticos.

Aunque Chesterton fue quien mejor reivindicó la grandeza literaria de Dickens en la crítica de nuestro siglo, me parece que su ensayo sobre
Our mutual friend
revela un fondo de condescendencia paternalista del literato refinado hacia el novelista popular.

Para nosotros
Our mutual friend
es una obra maestra absoluta, tanto de invención como de escritura. Como ejemplos de escritura recordaré no sólo las metáforas fulmíneas que definen un personaje o una situación («—Qué honor —dijo la madre ofreciendo para que la besaran una mejilla sensible y afectuosa como la parte convexa de una cuchara»), sino también los fragmentos descriptivos, dignos de entrar en una antología del paisaje urbano: «Un atardecer gris, seco y polvoriento en la City de Londres tiene un aspecto poco prometedor. Las tiendas y las oficinas cerradas parecen muertas, y el terror nacional por los colores les da un aire de luto. Las torres y los campanarios de las numerosas iglesias asediadas por las casas, oscuras y ahumadas como el cielo que parece caerles encima, no disminuyen la desolación general; un reloj de sol en la pared de una iglesia, con su sombra negra ahora inútil, parece una empresa que hubiera quebrado y suspendido los pagos para siempre. Melancólicos desechos de guardianes y porteros barren melancólicos desechos de papeles en las cunetas donde otros melancólicos desechos se agachan a hurgar, buscar y revolver esperando descubrir algo para vender».

En la primera cita se trataba de expresar la distancia entre las humildes alegrías del terrado y las chimeneas de la City, vistas como nobles damas
(dowager)
altaneras; en Dickens, cada detalle descriptivo tiene siempre una función, entra en la dinámica del relato.

Otro motivo por el que esta novela es considerada una obra maestra es la representación de un cuadro social muy complejo de clases en conflicto; sobre este punto concuerdan la ágil e inteligente introducción de Piergiorgio Bellocchio para la edición de Garzanti y la de Arnold Kettle, totalmente concentrada en este aspecto, para la edición Einaudi. Kettle polemiza con George Orwell, quien en un famoso análisis «clasista» de las novelas dickensianas demostraba cómo el blanco a que apuntaba Dickens no eran los males de la sociedad, sino los de la naturaleza humana.

[1982]

Gustave Flaubert,
Tres cuentos

Los
Tres cuentos (Trois contes)
se llaman en italiano
Tre racconti
y no podría ser de otra manera, pero el término
conte
(en lugar de
récit
o
nouvelle)
subraya el parentesco con la narrativa oral, con lo maravilloso y lo ingenuo, con la fábula. Esta connotación vale para los tres relatos: no sólo para
La leyenda de san Julián
, que es uno de los primeros documentos de la adhesión moderna al gusto «primitivo» por el arte medieval y popular, y para
Herodías
, reconstrucción histórica erudita, visionaria y estetizante, sino también para
Un corazón simple
, donde la realidad cotidiana contemporánea es vivida desde la simplicidad de espíritu de una pobre criada.

Los
Tres cuentos
son un poco la esencia de todo Flaubert y, como es posible leerlos en una noche, los aconsejo vivamente a todos los que con motivo del centenario quieran tributar un homenaje, aunque sea rápido, al sabio de Croisset. Más aún, quien tenga menos tiempo, puede dejar de lado
Herodías
(cuya presencia en el libro siempre me ha parecido un poco dispersiva y redundante) y concentrar toda la atención en
Un corazón simple
y
San Julián
, partiendo del dato fundamental que es el visual.

Hay una historia de la visualidad novelesca —de la novela como arte de hacer ver personas y cosas— que coincide con algunos momentos de la historia de la novela, pero no con todos. De Madame de Lafayette hasta Constant, la novela explora el alma humana con una acuidad prodigiosa, pero las páginas son como persianas cerradas que no dejan ver nada. La visualidad novelesca comienza con Stendhal y Balzac y llega con Flaubert a la relación perfecta entre palabra e imagen (el máximo de economía con el máximo de rendimiento). La crisis de la visualidad novelesca empezará medio siglo después, contemporáneamente al advenimiento del cine.

Un corazón simple
es un relato enteramente hecho de cosas que se ven, de frases sencillas y ligeras en las que siempre sucede algo: la luna sobre los prados de Normandía iluminando unos bueyes echados, dos mujeres y dos niños que pasan, un toro que sale de la niebla y carga con el hocico bajo, Félicité que le arroja tierra a los ojos para que los otros puedan saltar un seto; o bien el puerto de Honfleur con sus grúas que alzan a los caballos para depositarlos en los barcos, el sobrino joven que Félicité consigue ver un instante y que en seguida desaparece oculto por una vela; y sobre todo el pequeño cuarto de Félicité atestado de objetos, recuerdos de su vida y de la vida de sus amos, donde hay una pila de agua bendita hecha con un coco junto a una pastilla de jabón azul, el conjunto dominado por el famoso loro embalsamado, casi un emblema de lo que la vida no dio a la pobre criada. A través de los propios ojos de Félicité vemos nosotros todas estas cosas; la transparencia de las frases del relato es el único medio posible para representar la pureza y la nobleza natural en la aceptación de lo malo y lo bueno de la vida.

En
La leyenda de san Julián
, el mundo visual es el de un tapiz o una miniatura de un códice o una vidriera de catedral, pero lo vivimos desde dentro como si también nosotros fuéramos figuras bordadas, miniadas o compuestas de vidrios coloreados. Una profusión de animales de todas las formas, propia del arte gótico, domina el relato. Ciervos, gamos, halcones, gallos silvestres, cigüeñas: un impulso sanguinario arrastra al cazador Julián hacia el mundo animal y el relato transcurre en el límite sutil entre crueldad y piedad, hasta que nos parece haber entrado en el corazón mismo del universo zoomorfo. En una página extraordinaria, plumas, pelo, escamas sofocan a Julián; el bosque que lo rodea se transforma en un atestado y enmarañado bestiario de toda la fauna, inclusive exótica. (No faltan los papagallos, como un saludo desde lejos a la vieja Félicité.) En ese punto los animales ya no son el objeto privilegiado de nuestra vista, sino que somos nosotros los capturados por la mirada de los animales, por el firmamento de ojos que nos miran; sentimos que estamos pasando del otro lado: nos parece ver el mundo humano a través de redondos e impasibles ojos de búho.

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