¿Por qué leer los clásicos? (9 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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El milenio que está a punto de terminar ha sido el milenio de la novela. En los siglos XI, XII y XIII las novelas de caballería fueron los primeros libros profanos cuya difusión marcó profundamente la vida de las personas comunes, y no sólo de los doctos. Da testimonio Dante, cuando nos cuenta de Francesca, el primer personaje de la literatura mundial que ve su vida cambiada por la lectura de novelas, antes de don Quijote, antes de Emma Bovary. En la novela francesa
Lancelot
, el caballero Galehaut convence a Ginebra de que bese a Lancelote; en la
Divina comedia
, el libro
Lancelot
asume la función que Galehaut tenía en la novela, convenciendo a Francesca de que se deje besar por Paolo. Operando una identificación entre el personaje del libro en cuanto actúa sobre los otros personajes, y el libro en cuanto actúa sobre sus lectores («Galeotto fue el libro y quien lo escribió»), Dante cumple una primera vertiginosa operación de metaliteratura. En versos de una concentración y sobriedad insuperables, seguimos a Francesca y Paolo que «sin sospecha alguna» se dejan poseer por la emoción de la lectura, y de vez en cuando se miran a los ojos, palidecen, y cuando llegan al punto en que Lancelote besa la boca de Ginebra («el deseado rostro») el deseo escrito en el libro vuelve manifiesto el deseo experimentado en la vida, y la vida cobra la forma representada en el libro:
«la bocca mi baciò tutto tremante [...]»
.

[1985]

La estructura del
Orlando

El
Orlando furioso
es un poema que se niega a empezar y se niega a terminar. Se niega a empezar porque se presenta como la continuación de otro poema, el
Orlando enamorado
de Matteo María Boiardo, que quedó inconcluso a la muerte del autor. Y se niega a terminar porque Ariosto no deja de trabajar en él. Después de publicarlo en su primera edición de 1516, en 40 cantos, sigue tratando de aumentarlo, primero con una continuación que quedó truncada (los llamados
Cinco cantos
, publicados póstumamente), después insertando nuevos episodios en los cantos centrales, de modo que en la edición tercera y definitiva, que es de 1532, los cantos llegan a 46. Entre tanto ha habido una segunda edición de 1521, que es otra prueba de que el poema no se considera definitivo: Ariosto sigue atento al pulido, a la puesta a punto del lenguaje y de la versificación. Bien puede decirse que durante toda su vida, porque para llegar a la primera edición de 1516 había trabajado doce años, otros seis se esfuerza por dar a la estampa la edición de 1532, y muere al año siguiente. Creo que esta dilatación desde dentro, esta proliferación de episodios a partir de episodios, creando nuevas simetrías y nuevos contrastes, explica bien el método de construcción de Ariosto y sigue siendo para él la verdadera manera de ampliar este poema de estructura policéntrica y sincrónica, cuyas vicisitudes se ramifican en todas direcciones y se entrecruzan y bifurcan constantemente.

Para seguir las vicisitudes de tantos personajes principales y secundarios el poema necesita un «montaje» que permita abandonar un personaje o un teatro de operaciones y pasar a otro. Estos pasajes se presentan unas veces sin romper la continuidad del relato, cuando dos personajes se encuentran y la narración, que seguía al primero, se separa de él para seguir al segundo; en cambio otras veces procede con cortes netos que interrumpen la acción justo en mitad de un canto. Los dos últimos versos de la octava suelen ser los que indican la suspensión y discontinuidad del relato, parejas de versos rimados como ésta:

Segue Rinaldo, e d’ira si distrugge:

ma seguitiamo Angelica que fugge.

[«él le sigue, y de airado se destruye. / Mas sigamos a Angélica que huye.»]

O bien:

Lasciànlo andar, che farà buon camino,

e torniamo a Rinaldo paladino.

[«Dejémoslo, que va por buen camino; / tornemos a Reinaldo paladino.»]

O si no:

Ma tempo è omai di ritrovar Ruggiero

che scorre il cielo su l’animal leggiero.

[«Mas tiempo es de hablar del buen Rugero / que el cielo corre en su animal tan fiero.»]

Mientras que estas cesuras de la acción se sitúan en el interior de los cantos, el cierre de cada uno de ellos promete en cambio que el relato continuará en el siguiente; también aquí esta función didascálica se confía habitualmente a la pareja de versos rimados que concluyen la octava:

Come a Parigi appropinquosse, e quanto

Carlo aiutò, vi dirà l’altro canto.

[«Cómo llegó a París, con todo cuanto / sucedió a Carlos, os dirá otro canto.»]

Con frecuencia para cerrar el canto Ariosto finge ser un aedo que recita sus versos en una velada cortesana:

Non più, Signor, non più di questo canto;

ch’io son già rauco, y vo’posarmi alquanto.

[«No más, Señor, no más de este canto, / que estoy ronco y es bien callar un tanto.»]

O bien se nos presenta —testimonio más raro— en el acto material de escribir:

Poi che da tutti i lati ho pieno il foglio,

finire il canto, e riposar mi voglio.

[«Pues mi hoja está llena de mi canto, / quiero aquí reposar del vuelo un tanto.»]

El ataque del canto siguiente implica casi siempre un ensanchamiento del horizonte, una toma de distancia con respecto a la urgencia del relato, en forma bien de introducción gnómica, bien de peroración amorosa, bien de elaborada metáfora, antes de reanudarlo en el punto en que había quedado interrumpido. Y justamente en el comienzo del canto se sitúan las digresiones sobre la actualidad italiana que abundan sobre todo en la última parte del poema. Es como si a través de estas conexiones el tiempo en que el autor vive y escribe irrumpiera en el tiempo fabuloso de la narración.

Definir sintéticamente la forma del
Orlando furioso
es pues imposible, porque no nos encontramos frente a una geometría rígida: podríamos recurrir a la imagen de un campo de fuerzas que genera continuamente en su interior otros campos de fuerzas. El movimiento es siempre centrífugo; estamos al comienzo en plena acción y esto vale tanto para el poema como para cada canto y cada episodio.

El defecto de cualquier preámbulo al
Furioso
es que, si se empieza diciendo: «Este poema es la continuación de otro poema, el cual continúa un ciclo de innumerables poemas», el lector se siente de inmediato desalentado: si antes de emprender la lectura tendrá que enterarse de todos los precedentes, y de los precedentes de los precedentes, ¿cuándo podrá comenzar el poema de Ariosto? En realidad cualquier preámbulo resulta superfluo: el
Furioso
es un libro único en su género y se puede leer —diría casi: se debe leer— sin referencia a ningún otro libro anterior o posterior; es un universo en sí donde se puede viajar a lo largo y a lo ancho, entrar, salir, perderse.

Que el autor haga pasar la construcción de este universo por una continuación, un apéndice, un —como él dice— «añadido» a una obra ajena, se puede interpretar como un signo de la extraordinaria discreción de Ariosto, un ejemplo de lo que los ingleses llaman
understatement
, es decir la actitud especial de ironía hacia uno mismo que lleva a minimizar las cosas grandes e importantes; pero se puede ver como señal de una concepción del tiempo y del espacio que reniega de la configuración cerrada del cosmos tolemaico y se abre ilimitada hacia el pasado y el futuro, así como hacia una incalculable pluralidad de mundos.

El
Furioso
se anuncia desde el comienzo como el poema del movimiento, o mejor, anuncia el tipo particular de movimiento que lo recorrerá de un extremo a otro, movimiento de líneas quebradas, en zigzag. Podríamos trazar el esquema general del poema siguiendo el entrecruzamiento y el diverger continuos de esas líneas en un mapa de Europa y Africa, pero para definirlo bastaría el primer canto en el cual tres caballeros persiguen a Angélica que huye por el bosque, en una zarabanda de extravíos, encuentros fortuitos, desviaciones, cambios de programa.

Ese zigzag trazado por los caballos al galope y por las intermitencias del corazón humano es el que nos introduce en el espíritu del poema; el placer de la rapidez de la acción se mezcla de inmediato con una sensación de amplitud en la disponibilidad del espacio y del tiempo. La marcha distraída no es sólo propia de los perseguidores de Angélica, sino también de Ariosto: se diría que el poeta, al empezar su narración, no conoce todavía el plan de la intriga que después lo guiará con puntual premeditación, pero que ya tiene perfectamente clara una cosa: ese impulso y al mismo tiempo esa soltura en la forma de narrar, es decir lo que podríamos definir —con una palabra preñada de significados— el movimiento «errante» de la poesía de Ariosto.

Podemos señalar esas características del «espacio» ariostesco a la escala del poema entero o de cada uno de los cantos, así como a una escala más pequeña, la de la estrofa o el verso. La octava es la medida en la que mejor reconocemos lo que es inconfundible en Ariosto: en la octava Ariosto se mueve como quiere, está como en su casa, el milagro reside sobre todo en su desenvoltura.

Y especialmente por dos razones: una, característica de la octava, es decir de una estrofa que se presta a discursos incluso largos y a alternar tonos sublimes y líricos con otros prosaicos y burlescos; y otra, característica del modo de poetizar de Ariosto, que no se ve obligado a aceptar límites de ningún género, que no se ha propuesto como Dante una rígida distribución de la materia ni una regla de simetría que lo obligue a un número de cantos preestablecido y a un número de estrofas en cada canto. En el
Furioso
, el canto más breve tiene 72 octavas; el más largo 199. El poeta puede ponerse cómodo, si quiere, emplear más estrofas para decir algo que otros dirían en un verso, o concentrar en un verso lo que podría ser materia de un largo discurso.

El secreto de la octava ariostesca reside en que sigue el variado ritmo del lenguaje hablado, en la abundancia de lo que De Sanctis ha definido como «los accesorios inesenciales del lenguaje», así como en la rapidez de la réplica irónica; pero el registro coloquial es sólo uno de los muchos suyos que van desde el lírico al trágico y al gnómico y que pueden coexistir en la misma estrofa. Ariosto puede ser de una concisión memorable; muchos de sus versos han llegado a ser proverbiales:
«Ecco il giudicio umano come spesso erra»
[«Así es como suele errar el juicio de los hombres»], o bien:
«oh gran bontà de’ cavallieri antiqui!»
[«¡Oh gran virtud de los antiguos caballeros!»]. Pero no sólo con estos paréntesis efectúa sus cambios de velocidad. Es preciso decir que la estructura misma de la octava se funda en una discontinuidad de ritmo: a los seis versos unidos por un par de rimas alternas suceden los dos versos llanos, con un efecto que hoy calificaríamos de
anticlimax
, de brusco cambio no sólo rítmico sino de clima psicológico e intelectual, del culto al popular, del evocativo al cómico.

Naturalmente, Ariosto juega con estas vueltas de la estrofa como sólo él es capaz de hacerlo, pero el juego podría resultar monótono si no fuera por la agilidad del poeta para animar la octava, introduciendo las pausas, los puntos en posiciones diversas, adaptando al esquema métrico movimientos sintácticos diferentes, alternando periodos largos y periodos breves, quebrando la estrofa y en algunos casos enlazándole otra, cambiando constantemente los tiempos de la narración, saltando del pasado remoto al imperfecto, al presente y al futuro, creando, en una palabra, una sucesión de planos, de perspectivas del relato.

Esta libertad, esta soltura de movimientos que hemos encontrado en la versificación, son aún más visibles en el plano de las estructuras narrativas, de la composición de la intriga. Recuérdese que las tramas principales son dos: la primera cuenta cómo Orlando, primero enamorado infeliz de Angélica, se vuelve loco furioso; cómo los ejércitos cristianos, por ausencia de su campeón, están a punto de perder Francia; y cómo Astolfo encuentra en la Luna la razón perdida del loco y la devuelve al cuerpo de su legítimo propietario, que podrá ocupar otra vez su puesto en las huestes. Paralelamente a ésta se desarrolla la segunda trama, la de los predestinados pero siempre postergados amores de Ruggiero, campeón del campo sarraceno, y de la guerrera cristiana Bradamante, y de todos los obstáculos que se oponen a su destino nupcial, hasta que el guerrero consigue cambiar de campo, recibir el bautismo nupcial y desposar a la robusta enamorada. La trama de Ruggiero-Bradamante no es menos importante que la de Orlando-Angélica, porque Ariosto (como antes Boiardo) quiere hacer descender de esa pareja la genealogía de la familia de Este, es decir no sólo justificar el poema a los ojos de sus destinatarios, sino sobre todo vincular el tiempo mítico de la caballería a la historia contemporánea, al presente de Ferrara y de Italia. Las dos tramas principales y sus numerosas ramificaciones van entretejiéndose, pero se anudan a su vez alrededor del tronco más estrictamente épico del poema, es decir, los episodios de la guerra entre el emperador Carlomagno y el rey de Africa, Agramante. Esta epopeya se concentra sobre todo en un bloque de cantos que se refieren al asedio de París por los moros, la contraofensiva cristiana, las discordias en el campo de Agramante. El sitio de París es en cierto modo el centro de gravedad del poema, así como la ciudad de París se presenta como su ombligo geográfico:

Siede Parigi in una gran pianura

ne l’ombilico a Francia, anzi nel core;

gli passa la riviera entro le mura

e corre et esce in altra parte fuore;

ma fa un’isola prima, e v’assicura

de la città una parte, e la migliore;

l’altre due (ch’in tre parti è la gran terra)

di fuor la fossa, e dentro il fiume serra.

Alla città che molte miglia gira

da molte parti si può dar battaglia;

ma perché sol da un canto assalir mira,

né volentier l’esercito sbarraglia,

oltre il fiume Agramante si ritira

verso ponente, acciò che quindi assaglia;

però che né cittade né campagna

ha dietro (se non sua) fino alla Spagna.

(XIV, 104 y ss)

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