Por si se va la luz (3 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Solo pienso en eso.

Aquí sentada, me espera el lugar al que he llegado, ahora lo sé, en contra de mi voluntad.

 

 

 

Elena conserva casi todos los dientes, la espalda no se le curva en forma de arco, las manchas del dorso de sus manos motean una piel áspera. La vieja no es tan vieja y es fuerte, de hombros decididos, de piernas flacas pero musculosas bajo ese pellejo frágil y blanco. Fuma tabaco negro sentada a la puerta del bar de Enrique, con las rodillas abiertas en un ángulo amenazante. Desde dentro le dicen: ¡qué quieres beber!, sin obtener respuesta. Elena observa el camino por el que tiene que llegar Damián. Escudriña con los ojos el fondo del paisaje mientras chupa el cigarro largamente. Espera a Damián para tomar el vino, pero no lo dice, aunque Enrique lo sabe. Llega con sus labios secos a la boquilla del cigarro y, como se quema, lo tira al suelo, entre los pies. Al pisar la colilla, sus movimientos son más lánguidos, con trabajo remueve el filtro contra la tierra. Se levanta y entra en el bar, y al acercarse a la barra parece una virgen. Una tenebrosa. Apoya las dos manos en la madera y pide. El vino caliente es el de la casa. La botella se guarda debajo del mostrador, junto al queso y los embutidos. Está a temperatura ambiente pero es tan denso que siempre parece cálido. La vieja se relame los labios. Cuando la lengua asoma, es un lagarto.

No quiere hablar de ellos. Enrique la observa por el rabillo del ojo mientras ella, recta, agarra el chato de vino. Suelta de vez en cuando alguna palabra sobre una posible nevada, las naranjas rugosas que guarda en los altillos, su cerdo enfermo, poco a poco recuperándose. Cómo está el guarro, pregunta él, y ella, despectiva, ese animal me durará este invierno y el siguiente, es duro, una roca; como si lo estuvieran dudando y poniéndola en evidencia, contesta salvaje, se le espesa la saliva. El silencio otra vez ocupa el bar y Enrique se levanta y moja una bayeta en el grifo. La extiende sobre la madera y refriega en círculos estrechos de un extremo a otro. No quiere hablar de ellos, se le nota. Y la tierra, estás ya preparándola, sí, las patatas, dice ella, veremos si no se las traga una nevada. Hace años que no nieva, pero cada invierno Elena teme a la nevada como al demonio.

El vaso de vino se ha terminado y ella lo mira fijamente, sus hombros rectos pierden consistencia bajo la rebeca de lana gorda. Te pongo otro. No. La tarde ha desaparecido y un viento puntiagudo comienza a silbar afuera. Damián no ha venido, y Elena tampoco quiere hablar de él. Hace avanzar el cristal hacia Enrique, que sigue abrillantando la madera con el paño. Elena se levanta con una punzada de dolor del taburete y deja unas monedas sobre el mostrador, las mismas monedas sucias que Enrique le dio a ella el día antes. Sale del bar arrastrando un poco la pierna derecha, pero muy rígida la espalda. El viento la ayudará a subir la calle pedregosa hasta su casa, donde no prenderá la luz.

 

 

 

Una vieja muy terca. Así son las viejas, ¿no? Inamovibles. Esta no lo es más que otras, sentadas frente al televisor como única actividad, encubriendo su profunda indiferencia con lamentos. Las viejas son los más eficaces generadores de indiferencia con los que cuenta cualquier sistema. Es raro que Damián no venga hoy. Lo vi bajar por el camino al mediodía. Iba bien abrigado y sonriente y esta vez llevaba su palo de andar y una bolsa de tela atada al cinturón, como si el viaje fuera a ser más largo. Él tiene sus propios ritmos, la soledad se convierte siempre en anarquía. Pero ella es una vieja desagradable, asida a sus pensamientos como a una cruz. Rascas y es imposible. A veces dudo de su postura antirreligiosa, eso que me fascinó de ella cuando la conocí. La ingenuidad fue mía: no es que sea una rebelde, es que sus pensamientos no vuelan más alto del lomo de los puercos.

El día que fui a llamarla para que ayudara a la joven, salió de su huerto rauda y entró en casa a preparar los potingues para los ungüentos antes de que yo acabara de contarle la situación. Durante el camino anduvo rápido, impaciente, pero su rostro encajaba los pasos en silencio. Ella vive bien pensando que nadie es capaz de interpretarla, se siente a salvo así, yo la respeto. Callé hasta que llegamos a la casa, donde no saludó al chico siquiera, sino que se dirigió al cuerpo de la joven igual que un vampiro se cerniría sobre su presa. Me gusta observarla cuando trabaja, la boca se le entreabre y deja ver ese pozo que tiene dentro. Vieja cabezona, incluso sus cerdos son más tolerantes. Que nunca me alcance uno de sus esputos. A la vuelta hizo lo mismo, callarse durante todo el camino. Al día siguiente y al otro, se entretuvo arreglando el huerto hasta que llegué a buscarla, hizo ademán de que la interrumpía y de que le fastidiaba tener que dejar su actividad para ir adonde los niñatos, como masculló, pero lo tenía todo tan preparado detrás de la puerta, los potingues y las cacerolas de sopa, que supe que estaba esperándome, removiendo una y otra vez la tierra con rabia, por si acaso yo no iba. Ella sola no habría ido. Hay que rogarle, pero en el fondo está anhelante, como un saltamontes que no ve la hora de que llegue la amenaza para cambiarse de rama porque esta le aburre.

Damián es distinto. Últimamente hace viajes largos y no quiere que lo sigan ni que le pregunten. Cada vez está más menudo, se encoge. Sale cuando el sol está alto y al alejarse parece un adolescente en busca del futuro. Qué bien me viene un poco de aire fresco, oír otras voces aparte de las de estas dos rocas que tengo por vecinos. No les queda nada más que ellos mismos: si al menos se manosearan entre sí. Yo espero que la chica salga rápido del letargo; está envejecida, algo le come el cerebro, y aunque Martín parece tener energía suficiente para ambos, posiblemente sea una energía mal enfocada. Pronto los necesitaré aquí para sacar adelante este vino antes de que termine de picarse. Las reservas están llegando con retraso, las comunidades tienen ralentizada la producción y con el frío hay menos reparto. Pero esta tierra es aún invencible, y los que la trabajan son inquebrantables como hormigas o como topos. Empiezo a tener frío y no quiero poner más leña, nadie va a venir hoy; Damián, definitivamente, esta noche no volverá.

 

 

 

Ha empezado a amanecer, lo sabe porque tiene la cara helada, las brasas de la estufa hace horas que se apagaron. Se incorpora en la cama. Mira sus brazos como si fueran nuevos, los ve más flacos y más brillantes. A su lado duerme Martín y respira. No lo acaricia. Finge para sí que es por no despertarlo, pero en realidad es porque no quiere tocarlo ni tampoco quiere que la descubra. Pone un pie en el suelo y luego el otro y las baldosas queman de frío. Devuelve a su sitio las mantas y sale de la habitación. Tiritando, se acerca a la cocina, donde quedan restos de la cena de la noche anterior, aparta unas cáscaras de naranja y se mete en la boca un gajo olvidado. Luego prepara agua, la hierve. Pone té, hebras, que se hinchan entre las burbujas. Como tiene hambre, saca una rebanada de pan grande y húmeda de una bolsa de plástico y le echa aceite, un poco de sal. Mastica mirando por la ventana.

Con el té caliente entre las manos, rebusca en sus bolsas de ropa, bien ordenadas en una esquina del salón. Unos vaqueros, un jersey grueso, calcetines gordos y las botas de caminar.

El cuarto de baño de la casa siempre le sorprende al entrar porque parece un laboratorio. La luz se refleja blanca sobre sus paredes alicatadas y sobre el mostrador enorme donde está encajado el lavabo. Hay muchos muebles, blancos, colgados de la larga pared, y la parte de abajo está llena de cajones, todos vacíos ahora. No es un cuarto de baño normal, pero es agradable ducharse allí, en esa bañera amplia sin cortinas donde el sol le recorre el cuerpo y le hace olvidar el frío.

Cuando está lista, con abrigo, bufanda y guantes, antes de cerrar la puerta se cerciora de que Martín no se haya movido siquiera en la cama.

No coge el camino que va hacia el pueblo, tampoco el de la carretera, sino otro que sale detrás de la casa y se pierde en la parte más frondosa del campo. Anda a buen ritmo, siente el día empezando y sus músculos vibran, todavía entumecidos por el tiempo de encierro. Conforme va alejándose mira hacia atrás y observa la construcción rectangular y alta donde ahora vive, sus tristes ventanas sin flores. Es hermosa. Su piedra se distingue viva con el sol de la mañana. Una vez asumido el riesgo, toma la determinación de avanzar sin mirar atrás, no dejará el sendero para no perderse, los árboles van apareciendo más tupidos, hay matorrales, excrementos de animales entre la gravilla. ¿Cabras? Aprieta el paso y mira hacia arriba, hacia el cielo vengativo que la ampara, azul. Un águila surca su visión, viene de las montañas que hay al fondo. Su cuerpo se acomoda al camino, no tiene sentido no respirar, abre bien la boca y todo lo que alcanza a tragar es aire cálido. También abre los brazos, se estira mientras camina, los brazos haciendo círculos a un lado y a otro, arriba y abajo, como un molino. Mientras se mueve todo va bien. Espantaascos. Olvida dónde está exactamente, los paisajes se repiten, las águilas surcan el cielo, hay cagarrutas pequeñas y redondas de cabra que crujen bajo sus pasos y quizá sean ardillas las que hacen ese ruido de ramas crispadas.

Recuerda que cuando era una niña iban los domingos al campo, a comer, y pasaban allí todo el día, mucha gente, familiares que alborotan y preparan mesas plegables y mujeres que han cocinado toda la mañana, desde muy temprano, para ahora sacar sus envases de plástico y papel albal, tortillas, croquetas, filetes de cerdo empanados, ensaladilla rusa y carne cruda que luego se asará en la barbacoa que encienden los hombres con los cigarros en la boca y los vasos de vino en las manos, familiares que luego van desapareciendo poco a poco y se convierten en odiosos desconocidos aunque sigan estando en las fotos desleídas, con sus trajes de chándal y sus mofletes jóvenes y rojos; todo eso ocurría en un campo parecido a este que ahora la rodea. Piensa en sus padres, peligro, en sus padres ahora mismo, ni siquiera tiene valor para preguntarse cómo estarán; ambos, seguro, rencorosos con la vida, una aguja se le clava en el vientre. Ya se ha alejado lo suficiente de la casa y el camino es cada vez más salvaje, su pecho late enmarañado y doloroso, y se para. Sacude la cabeza para reponerse y apoya las manos en las rodillas, doblando el cuerpo para respirar como los que dan por perdida una persecución.

Sin hacerse a un lado, se deja caer al suelo, se desploma. Su abrigo es gordo y la protege de las piedras, con los brazos encogidos sobre el pecho se queda ahí, respirando, mirando a lo alto. No se atreve a cerrar los ojos por si acaso todo es devastación cuando los abra. Poco a poco deja de escuchar su pensamiento y sus omóplatos se convierten en arena hasta hacer tambalear las clavículas y los húmeros. Ya no hay ningún humano en su cabeza, descubre que lo que está mirando es un poderoso álamo blanco que a su vez la mira a ella sin condescendencia, eterno. No oye los pasos lentos acercándose, y si los oye piensa que son el sonido del centro de la Tierra. Entre el álamo y sus ojos se interpone un rostro. La piel de la cara es igual que la corteza del gran chopo, pero oscurecida: párpados achicados por la vejez y nariz bulbosa. Piensa que hay un hombre viviendo en el bosque y que a lo mejor quiere matarla. Mientras él la observa sin decir nada, escudriñándola, ella recupera la respiración y parpadea. Desde la altura de él, que no es mucha, baja una mano arrugada y fuerte, de dedos cortos; le está ofreciendo ayuda para levantarse. Ella aún tiene los brazos agarrotados, pero se desentume y extiende también su mano hasta tocar la del hombre. Coge fuerza agarrándose a ella, es como un barco confortable. De pie, ella es más alta que él. Hola, soy Damián, estás viva. De una bolsa que lleva atada al cinto saca una cantimplora y se la ofrece. Ella bebe a morro hasta que ha refrescado todo su cuerpo por dentro y se la devuelve. Yo soy Nadia.

 

 

 

Su versión: un peligroso pájaro vino volando desde las profundidades de la nada y arremetió contra él. Dicho de otro modo: un peligroso pájaro quiso hacerle daño. Pero regresamos juntos adonde nunca estuvimos. Esa es la diferencia entre él y yo. Él piensa que teníamos que venir a este lugar para continuar nuestra vida. Pero yo ya no estaba con él, estaba a punto de dejarlo. Por eso esta decisión fue tan drástica y por eso me anuló. Venir fue volver a él, pero sin estar a su lado, porque no esperé a estar junto a él y luego emprender el viaje, no, fue más bien como si me lanzara contra un muro, como si me reventara la cabeza contra el cristal delantero de un coche que viaja a toda velocidad.

Yo iba a dejarlo. Me estaba muriendo por dentro. Me estaba quedando sin tripas. Su miedo, su obsesión reconcomida con todo esto, la vida allí cada vez más difícil, más llena de soborno, y él planteándose este viaje, esta mudanza total y esta regresión. Lo externo lo cegaba tanto que no podía pensar en otra cosa que en reinventar su futuro tomando una de las opciones que le habían propuesto, y yo, mientras, ajena y con los ojos cerrados para el mundo. Nunca se dio cuenta. Y al final vine. Y pensé, que esto acabe conmigo. Quizá me estoy engañando, y lo he hecho porque he creído en él o porque el terror a enfrentarme sola a lo demás ha podido con mis dudas. Estoy aquí porque creo que no tengo más opciones, pero vine en contra de mi voluntad. Yo pensaba abandonarlo y quedarme hubiera sido la forma más fácil, pero no fui capaz de decírselo. Ya no te quiero, esto se ha terminado, lo mejor es que te vayas tú solo y me olvides. Hay tantas palabras que no me creo dentro de esa frase que no me atreví a pronunciarla. Quiero, terminado, olvides. Conjugadas de mil formas no existen. Sí, son necesarias, pero conforme pasa el tiempo su valor real se contamina y pierde su esencia.

Fui a buscar una máquina de escribir antigua y para ello recorrí la ciudad hasta lo más lejos, hasta donde no me llevaba ningún autobús que conociera, esas líneas que aparecen en los planos de las marquesinas, en las que nunca te fijas. Pero la encontré. A un precio absurdo igual que todo últimamente, cada vez más absurdos e ilógicos los precios de las cosas, la gran esquizofrenia de nuestro sistema económico y social. La máquina es preciosa. Reluciente, con teclas de hierro y plástico duro, los dedos se me resbalaban en sus huecos cada vez que los pulsaba con demasiada fuerza y me hacía daño, pero lo conseguí, la compré y probé en la misma tienda su milagroso funcionamiento, esa tinta mojada imprimiéndose en el blanco, por si se va la luz, recta la línea de palabras, y el ruido de la rueda enrollando el papel, fue delicioso. Me dio tanta vida esa máquina vieja que de pronto contenía mi futuro. Era algo irracional; ninguno de los dos ha tenido nunca la necesidad de escribir como salida para matar el tiempo, pero me daba la sensación de que con ella podíamos hacer algo nuevo, algo que nunca hubiéramos hecho, sin sentido alguno.

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