Por si se va la luz (7 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Decidimos bajar por el lateral, por el valle, y al poco tiempo observo un puente de piedra muy pequeño. ¿Es que este lugar fue hermoso alguna vez? Cuando lo miro siento que nunca he visto un puente. No hay agua debajo, sino matorrales y espinos. Un puente de piedra que une las dos orillas de un estrecho canal vacío. No lo cruzamos porque Martín me señala una casa cerca de donde estamos que tiene la puerta abierta, y junto a ella crece un árbol alto y delgado de anchas hojas carnosas donde apuntan unos brotes peludos que empiezan a ser deformes. Es el membrillo, ¿no? No solamente el membrillo, hay más árboles en el terreno, y entre dos de ellos se extiende un cordel del que cuelgan unas sábanas gigantes cuyo resplandor blanquecino nos hiere los ojos. Es ahí, digo. Vamos.

 

 

 

¿Enrique? Desde la puerta abierta llaman tímidos, igual que dos niños perdidos a punto de entrar en un bosque frondoso. Huele fuerte a linimento. ¡Pasad!, se oye. Lo de dentro es un salón unido a una cocina, ordenado y austero. En el fuego se cuece el agua de dos ollas que burbujean un vapor de amoniaco. El hombre alto sale desde el pasillo a recibirlos, le da la mano a Martín y posa los dedos sobre el hombro de Nadia, un segundo. Esta es la casa de Damián, que está enfermo. ¿Qué le pasa?, yo lo conozco, dice ella. No sabemos qué ha ocurrido, pero suponemos que llegó aquí casi en estado de hipotermia, ahora tiene fiebre muy alta. A lo mejor por sus viajes, musita Nadia. Sí, ya no está para muchos viajes. Cada vez pasaba más tiempo allí. Martín los mira a ambos: ¿dónde? En los montes, dice Enrique. Elena está con él, lo encontramos así ayer y tenemos que cuidarle hasta que se recupere. Os he pedido que vengáis porque a lo mejor podéis ayudarnos. Más tarde tendremos que irnos para el intercambio, pero no hace falta que vayamos todos, quizá Nadia pueda quedarse con Damián. Nadia se tensa. Martín suelta la bolsa en el suelo y se frota las manos como si fuera a hacer algo. Se quita el chaquetón y los guantes y los deja en la mecedora. Venid a verlo. Pero Nadia no se mueve, sigue con las manos en los bolsillos del pantalón. Sus ojos están fijos en una pared donde hay colgados unos paños de croché con motivos florales. El blanco del hilo es prácticamente amarillo. La envuelve un espesor de fatiga y desearía estar junto al puente, donde el aire frío le limpiara las ventanas de la nariz. ¿Quién es toda esta gente?, se pregunta. Está en una aldea abandonada en medio de un páramo donde nadie es de nadie y todos ¿se ayudan? ¿Nos ayudan? ¿A qué hemos venido? ¿A sobrevivir o a jugar a las comunidades? Hemos venido a jugar a las comunidades, y esto es lo que tenemos que hacer para salvarnos. Limpiarle el culo a un viejo que se muere. Cambiar tornillos por pastillas de jabón. ¿Este es nuestro nuevo trabajo? Los demás. Nosotros. Todos. De repente se da cuenta de que se ha quedado sola en el salón y decide quitarse la cazadora y doblarla sobre el chaquetón de Martín, la imagen de las dos prendas de abrigo en una mecedora vieja, una sobre la otra, es la única referencia a su propio mundo que le queda en este momento. Hace un movimiento rápido con la cabeza, como para sacudirse nieve del flequillo o para despertar. Es un movimiento que se ha acostumbrado a hacer cuando necesita escapar de sus pensamientos. Si piensa muerte, pensará dolor, vísceras tumorosas, mejilla chupada y labios aplastados sobre encías duras y prominentes, si piensa gusanos tiene que sacudir la cabeza y salir. Observa que en la casa hay pequeños signos de mujer que se han conservado a pesar de los años. El croché de las paredes, una hilera de botecitos vacíos, donde antes se guardarían especias o legumbres, ordenados en una pequeña repisa junto a la alacena, cortinas hechas con tela a cuadros rojos y azules en los bajos de la cocina, detrás de las cuales seguramente se guardarán las ollas, las sartenes y la bombona de gas. El agua que hierve empieza a convertirse en espuma que rebosa de las ollas y cae directa a las llamas, haciendo ruido. Nadia se acerca y apaga los dos fuegos. Luego va hacia la habitación.

El olor a linimento y a sudor se concentra en el aire. Hay una ventana pero está cerrada y con las persianas casi bajadas. La mujer vieja se inclina sobre el hombre viejo, tumbado sobre una cama grande y hundida en el centro por su cuerpo seco que hierve como el agua de las ollas. Un pijama del mismo color de los paños de croché, abotonado en el pecho y en la cintura, se le pega a la piel y a los huesos. En una esquina de la habitación, el hombre alto habla en susurros graves y armónicos con el hombre más joven, que asiente todo el rato y de vez en cuando hace preguntas cortas frunciendo el ceño. La mujer de treinta años observa la escena desde el quicio de la puerta. Revive aquellos primeros días de temblores y oscuridad y siente repulsión. Cuando sus ojos se encuentran con los de la vieja, aparta la mirada. La vieja hunde el dedo en un cuenco que está en la mesilla de noche, lleno de una pasta marrón, y lo embadurna en todas sus falanges. Con la otra mano separa los labios finos del hombre viejo, que tiene los ojos cerrados y la cara quemada por el viento, y enseña sus encías. Los dientes están enterrados en ellas, y unos bultos redondos, desiguales, del tamaño de lentejas o de canicas, forman un rosario en toda la boca del hombre. La mujer vieja unta la encía con el dedo lleno de pasta marrón, arriba y abajo, y pone los labios en su lugar, para luego, fugazmente, retirar los restos de pasta de las comisuras, con un gesto que es en realidad una caricia. Se enjuaga las dos manos en un balde de agua sucia que tiene a los pies, donde empapa después esos paños suyos, deshilachados y oscurecidos, y los dobla en tiras planas para colocarlos chorreantes en la frente del hombre viejo. Alrededor de la cabeza del que yace hay un cerco en la almohada. En el hueco de sus oídos queda el agua estancada. La mujer vieja no habla, la mujer joven tampoco. Se miran mutuamente y de reojo. Entonces la vieja acerca su oreja arrugada hasta el pecho del que está tumbado y desde esa posición escucha con atención el ruido de las cloacas, que le advierten de que no hay suficiente sangre recorriendo los conductos. Con rapidez, con tesón, sus manos ahuesadas frotan y frotan los brazos y las piernas del hombre, doblan sus rodillas y hacen llegar el líquido hasta los pies, frotan y frotan hasta que el calor que ya desprende la piel seca se condensa en un humo invisible de sangre revolcada, frotan y frotan sin descanso mientras la mujer joven retuerce sus propias manos para hacer crujir los dedos y el hombre alto continúa hablando en susurros subyugantes con el hombre joven, que asiente porque ya se ha aprendido la lección.

Damián sale de su profundidad, levantado por la fiebre que empieza a marcharse de su cuerpo, acalorándolo. Abre sus ojos chicos, de párpados pegados con legañas humedecidas, y mira al frente, donde Nadia sigue apoyada en el quicio de la puerta, en una postura de adolescente. El viejo abre la boca y, con una voz serena y apagada que se va rompiendo en la última sílaba, dice: mira, Elena, tu hija ha vuelto. Enrique y Martín miran la boca de Damián, que ha vuelto a cerrarse, manchados ahora los labios y la barbilla de esa pasta marrón que le envuelve las encías. Elena frota y frota hasta el cansancio, sin levantar la cabeza, y aguanta el vómito, lo retiene en su estómago y quizá en su paladar mientras Nadia sale corriendo, por fin, sin acordarse de coger su ropa de abrigo, corriendo por el campo y entre las casas vacías hasta llegar al puente, parándose allí a coger aire y a aliviar el fuerte pinchazo del vientre, el cuerpo doblado sobre el pretil de piedra, desde donde puede observarse que el lugar fue hermoso alguna vez, matorrales y espinos, cauce seco, solo con un poco de imaginación.

 

 

 

Soy una enfermera. Soy una enfermera modesta y aplicada, que lee tranquilamente junto a un lecho, y sonríe con devoción y algo de congoja mientras recuerda los verdes prados poblados de margaritas por los que corría descalza cuando era una niña y no una enfermera casta y entregada al padecimiento de otros. Soy todo lo que no soy. Paso mañanas y tardes enteras cuidando de un hombre convaleciente que una vez me dio agua y me levantó del suelo. Cuido de este hombre ya viejo como nunca he cuidado de mis padres o mis abuelos y ni siquiera de mis amantes. Todos me han cuidado a mí en algún momento pero nunca a la inversa. Y ahora me porto como una jovencita de ciudad que suple sus escasos conocimientos en vísceras humanas con educación y silencio. Soy una mentirosa. He desobedecido las órdenes del poder supremo. Me hubiera gustado tener una cesta de mimbre donde guardar manzanas y miel y recorrer el camino desde mi casa hasta la casa del enfermo balanceando las caderas por si al lobo se le antojaba saltar sobre mí. Pero este lugar abotarga a los lobos. El poder supremo es una bruja o una santera, aún no sé. Su sabiduría puede venir del cielo o del infierno pero en ambos casos me suscita la más total de las desconfianzas. Nunca tengo que enfrentarme a ella directamente porque hay obispos mediadores que transmiten las ordenanzas: paños de agua fría cada diez minutos si la fiebre es alta, infusiones de hierbas malolientes y con espinas cada vez que la fiebre haya bajado. En realidad poco más hay que hacer ya que la bruja en persona se encarga de los procedimientos complicados porque no se fía de nadie y menos de una enfermera principiante. Lo complicado es: untar porquería en las encías, desnudarlo y limpiarle todo el cuerpo con un agua especiada, asimismo el culo y las ingles, frotar y frotar, y otras guarrerías. No me han autorizado a nada de eso, algo que es de agradecer. Al final de mi turno, llega ella con su hatillo de venenos y sus paños con olor a puerco, no nos vemos, sé que espera en la esquina tras unos matorrales (todas las brujas lo hacen) para que no nos crucemos. Mi corto reinado de au pair llega a su fin, y yo desaparezco de la casa del enfermo con aire de institutriz abúlica. Aunque el veneno soy yo.

La modorra que me invade durante mis horas de trabajo me dura hasta que llego a casa, donde Martín me recibe sudoroso y con las uñas negras, con una sonrisa de bondad y aprobación: está tan contento de que haya aceptado el trabajo. Por supuesto no le gusta que lo llame así,
trabajo
. Trabajo es todo lo anterior, esto es
vida
. Esto es
natural
. Se comporta como si ya nada nos acechara, como si hubiera olvidado sus años de angustia y ese peligro desquiciante que, según él, nos condenaba. Él siente que todo está en orden, que ha llegado a la esencia de las cosas y todo es como soñó que debía ser. Desde luego no quiere ver que nuestros pulmones ya nunca estarán llenos de aire puro ni que esta forma de existencia responde a los mismos patrones de hipocresía; mucho menos que el orden aquí establecido peligra con idéntica fragilidad. Yo no le diré lo que siento, pero todo me parece un juego. Como si alguien monstruoso fuera a levantar el telón de un momento a otro y a carcajearse de nuestros esqueletos: frota, frota, cava, cava, lee, lee, folla, folla, y pum, todo al carajo, Zyklon B.

Mientras yo cuido de Damián, Enrique enseña a Martín a cultivar la tierra y ahora, en la parte trasera de la casa, hay un rectángulo de arena oscura y removida donde se distinguen los surcos ordenados, como carreteras rectas o tuberías; allí están enterrados las semillas y los tubérculos. Es milagroso: Martín ha conseguido confiar de nuevo en el inagotable sustento de la Tierra, la amenaza de finitud ha terminado para él. Reconozco que su ilusión es la mejor forma de supervivencia; quizá está fingiendo como estoy fingiendo yo, incluso puede que ninguno de los dos estemos fingiendo porque también yo, durante minutos y a veces durante horas, caigo en una especie de fluir de la sangre, del pensamiento, donde soy capaz de distinguir el peso de mi corazón bombeando en una cuna perfecta, el intermitente canto de los pájaros, la página del libro que leo cortando el aire. Entonces, cuando es de noche y Martín posa su mano sobre uno de mis muslos, le pregunto: ¿hemos venido aquí a ser viejos? Él menea la cabeza y pronuncia entre sueños: qué contaminada estás. Quiere decir que no soy capaz de asociar la tranquilidad con la vida, y que eso viene de mis urbanas raíces congestionadas. Prácticamente dormido, se vuelve hacia mí en la cama y hunde su mano en mi pelo: ¿cuándo dejarás de resistirte? Resistirme, dice. No tiene ni idea.

Yo realizo mi trabajo de enfermera con verdadera vocación. He contravenido las órdenes e incluso nuestros principios. Soy una enfermera desobediente que porta un veneno singular. Sí, mis horas junto a Damián son agradables, quizá porque él es el hombre que vivía en el bosque, aquel que me alargó la mano un día que yo me asfixiaba y que en vez de matarme con un hacha, zas, me dio a beber su agua. Damián tiene una misión, un espejismo de viejo, y es el único que está fuera de toda sociedad. Eso me enternece. Confío en sus pequeños ojos hundidos. Si yo fuera una enfermera cualificada diría: demencia senil, pero no lo soy. Damián es más fuerte que ninguno, y el olor a eucalipto mojado que empaña el aire de su habitación no es suficiente para curar sus pulmones dañados. Yo no sé nada, pero su respiración tenía el sonido de una sierra astillando madera. Sé que había burbujas de lava verde dentro de sus pulmones, muchos más días tosiendo y no le quedarían costillas. Yo no sé nada, pero he llegado a temer por su vida después de días de fiebre e infección respiratoria. Paños mojados con olor a puerco, frotamientos impuros, esa pasta marrón reseca en las comisuras de sus labios y caldo y más caldo de malas hierbas. No está bien contravenir las leyes de la naturaleza, lo sé, pero han dejado a Damián al cuidado de una enfermera inexperta. Una noche llegué a casa y lo tuve claro: Damián había intentado hablarme durante la tarde y, cada vez que un sonido conseguía subir por su garganta, la respiración se le cortaba en seco con un tronido, esos segundos eran la muerte. Cuando llegó la hora, deshice el camino entre su casa y la mía corriendo. Martín estaba con Enrique en el bar y pude buscar mi equipo de salvamento, mis píldoras secretas, el cadáver de la civilización y de la ciencia. En los cinco días que siguieron, durante mi turno, machaqué pequeñas dosis de antibióticos y las volqué en las infusiones que daba a Damián. Una vez al llegar, otra antes de irme. El veneno hizo su efecto y a los dos días la fiebre había bajado. Los bronquios tardan más en desintoxicarse y aún hoy continúa una tos de pantano que acumula flemas en su boca. Los bultos de las encías han desaparecido. Mis días de enfermera han sido productivos.

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