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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (46 page)

BOOK: Q
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—Hemos nacido y crecido en dos mundos distintos, Lot. Por una parte, los señores, los obispos, los príncipes, los duques y los campesinos. Por otra, los mercaderes, los ricos banqueros, los armadores y los asalariados. Amberes y Amsterdam no son Mühlhausen y tampoco Münster. Esta ciudad es el puerto más importante de Europa. No hay día que no sean cargadas naves enteras de lana, seda, sal, tapices, pieles y carbón. En treinta años los mercaderes han transformado sus tiendas en agencias comerciales, las casas en palacios, los bajeles en naves de gran cabotaje. Aquí no hay un orden antiguo e injusto que poner patas arriba y tampoco hay patanes a los que instalar en los tronos. No hay que llevar a cabo ningún apocalipsis, porque se ha hecho realidad desde hace un tiempo.

Lo interrumpo con un manotazo en la rodilla:

—¡Ya sé dónde oí hablar de ti por primera vez! Fue a Johannes Denck, en Mühlhausen, al referirse al modo en que seducías a los mercaderes de tu tierra. Los convenciste de que sin dinero, en la ciudad, es imposible hacer nada.

Eloi se saca una moneda y le da vueltas entre las manos, la lanza al aire y la recoge varias veces.

—¿Ves? Al dinero no le puedes dar la vuelta: lo vuelvas del lado que quieras siempre muestra una cara.

Entorna los ojos para disfrutar del rayo de sol que se filtra por entre las ramas, mientras trata de encontrar un orden, un punto de partida para su relato.

Sonríe:

—Al principio pensaba en algo por el estilo de las comunidades hutteritas…

—¿Esos locos de la región de Nikolsburg?

—Ellos exactamente, viven completamente aislados del resto del mundo y afirman bastarse a sí mismos.

Con gesto afectado vuelvo todo el busto hacia él, visiblemente sorprendido:

—Acerca del dinero ellos no dirían ciertamente las mismas cosas que tú acabas de defender. ¿Qué te hizo cambiar de idea?

Busca las palabras, es difícil, comprende que deberá explicar muchas cosas, tal vez arriesgar a perderse en las circunvoluciones de un discurso demasiado extenso.

—El Apocalipsis no es un objetivo por alcanzar, lo tenemos entre nosotros. En los últimos veinte años he oído hacer tantos llamamientos al Apocalipsis, que si llegara hoy de verdad, haría falta Dios y ayuda para conseguir distinguirlo de la cotidiana suerte reservada a los mortales. El verdadero Reino de Dios comienza aquí —se pone el índice en el pecho—, y aquí —se toca la frente—. Ser puros no significa apartarse del mundo, condenarlo, para obedecer ciegamente a la ley de Dios: si quieres cambiar el mundo de los hombres debes vivirlo.

Me levanto para sacar agua del viejo pozo del centro del patio. Me duele toda la espalda, mientras tiro de la cuerda para alzar el cubo. Miro a Eloi: si no me hubiera dicho que tiene mi edad, lo habría creído mucho más joven.

—Si quieres convencerme de que Batenburg era un loco puedes ahorrarte la molestia, pues bien que lo sé. Pero quizá no tenía ideas muy distintas de las tuyas: creía que los elegidos eran ya puros, incapaces de pecar, creía estar ya en pleno Apocalipsis. Por esto mataba y cortaba el cuello sin pensárselo dos veces.

Bebe a sorbos el agua fresca:

—En todo aquel que exorciza en los demás el desprecio que siente por sí mismo, por las propias derrotas, en todo aquel que culpabiliza y juzga para no ser ni juzgado ni culpable, hay un cura que, por más que quiera disimularlo, grazna todavía entre los cuervos de la vieja fe. A todo aquel que muestra suficiente inteligencia como para comprender el mundo y demasiada poca para aprender a vivir no le cabe esperar otra cosa que el martirio. —Vuelve a sonreírme—. Yo no he hablado nunca de los elegidos. Lo único que he dicho es que cada uno puede descubrir en sí el espíritu de Dios, que es libre, ajeno a cualquier código, incapaz de causar daño. He dicho que el pecado está en la mente del pecador.

Comienzo a comprender.

Continúa sereno:

—A los veinte años creía que Lutero nos había regalado una esperanza. No tardé mucho en comprender que se la había revendido enseguida a los poderosos. El viejo fraile nos ha desembarazado del Papa y de los obispos, pero nos ha condenado a expiar el pecado en soledad, en la soledad de la angustia interior, introduciendo un cura en nuestra alma, un tribunal en la conciencia que juzga cada gesto, que condena la libertad del espíritu en nombre de la inexpiable corrupción de la naturaleza humana. Lutero ha arrancado a los curas el hábito negro, únicamente para volver a coserlo en el corazón de todos los hombres.

Toma aliento, jugueteando con las virutas de madera del suelo. Tiene verdaderas ganas de decírmelo todo, como si quisiera recompensarme por mi relato. Y yo tengo ganas de escucharlo.

—Quisiera que comprendieras que tú y yo hemos partido de la misma desilusión. Los mismos que quisieron reformar la fe y la Iglesia, han reformado también el viejo poder, le han proporcionado una nueva máscara. Las esperanzas de vuestros anabaptistas eran legítimas: desmentir a Lutero y proseguir a partir de allí donde él se había detenido. Pero vuestra visión de la lucha os hacía ver el mundo en blanco y negro, cristianos y anticristianos. —Sacude la cabeza—. Una visión de este tipo sirve para ganar una batalla justa, pero no para hacer realidad la libertad de espíritu. Muy al contrario, puede construir nuevas prisiones del alma, nuevas obligaciones morales, nuevos tribunales. El sentido de todo esto se halla contenido en la historia que me has contado: Matthys, Rothmann, Beuckelssen, Batenburg… La diferencia entre un papa y un profeta radica únicamente en el hecho de que se disputan el monopolio de la verdad, de la palabra de Dios. Yo creo que esa palabra cada uno debe poder encontrarla por sí mismo. Me he quedado al margen de la contienda y he trabajado para esto. —Hace un gesto para abarcar el patio que nos rodea—. No te vayas a creer que ha sido fácil. He estado muchas veces a punto de ser encarcelado y durante muchos años he tenido que llevar una vida clandestina.

—Kathleen me ha hablado de ello.

Asiente:

—También fui procesado, en un par de ocasiones. Por vilipendio de las leyes municipales y estafa contra un mercader de paños. Me las apañé: gracias al hecho de que mucha gente que andaba por Europa usó mi nombre, incluido el viejo Denck, que en gloria esté. Estuve siempre en lugares distintos de aquellos en los que había tenido problemas con las autoridades. En esto tú y yo nos asemejamos mucho.

Pienso en cuántos he sido, hasta el momento presente, pero no consigo recordar el número exacto.

—Yo he sido muchos y muchos has sido tú. Sí, la diferencia es mínima.

Nos sentamos en los escalones uno al lado del otro, recojo casi instintivamente una maderita y me pongo a cortarla con el estilete. El olor intenso a musgo que crece por todas partes en el jardín es embriagador, me gusta, me recuerda los bosques de Alemania.

Me doy cuenta de que quiere seguir, decirme algo más, algo para lo que ha esperado mucho tiempo.

—Desde Amberes todo parece más claro. Hasta un modesto constructor de tejados como yo puede darse cuenta de un montón de cosas que en otra parte pasarían inadvertidas. He aprendido a leer y a escribir, he aprendido a hablar, frecuentando a los mercaderes de esta ciudad, seduciéndolos con una vida libre y feliz. Pero sobre todo, he aprendido cosas nuevas del mundo, los hombres y las religiones. Mira, por aquí pasan mercaderes de todos los países, llegan y vuelven a partir mercancías de todo género: el cobre polaco que se dirige a Inglaterra y a Portugal; las pieles suecas para la corte imperial, el oro del Nuevo Mundo que es trabajado por los artesanos locales; la lana inglesa, los minerales de las canteras bohemias. Toda esta actividad mercantil da trabajo a un número incalculable de personas: comerciantes, armadores, marineros, artesanos, mozos… y naturalmente soldados, para garantizar la seguridad de los caminos, para conquistar nuevas tierras, para sofocar las revueltas. La vida de países enteros y poblaciones gravita en torno al comercio. El Imperio de Carlos Quinto sin el comercio de los Países Bajos no podría mantenerse en pie. Los Países Bajos son el pulmón del Imperio: la mayor parte de los impuestos, Carlos los saca de estas tierras, mejor dicho, de estos comerciantes y artesanos.

—¿Y por esto la rebelión fiscal contra el Emperador?

—Exactamente: están cansados de financiar sus guerras y el fasto improductivo de su corte.

Saca de nuevo la moneda y la lanza al aire recuperándola al vuelo:

—Pagar a los obreros, transportar los productos, armar una nave, reclutar una tripulación, poner en pie un ejército que defienda las cargas de los actos de piratería… Todo esto únicamente puedes hacerlo con una cosa: el dinero.

No sé por qué, pero cuando pronuncia esa palabra me recorre como un estremecimiento, el que te produce una verdad obvia y sin embargo siempre aterradora.

—Todos dependen del dinero: tanto los mercaderes como el Emperador, tanto los príncipes como el Papa, el lujo, la guerra y el comercio.

Se detiene, como si hubiera tenido una idea repentina.

—Si has terminado de tallar marionetas, me gustaría enseñarte una cosa.

Con la mirada perpleja, se levanta, me hace una indicación de que lo siga:

—Ven, nos sentará bien estirar un poco las piernas.

—Este es el puerto en el que circula la mayor cantidad de mercancías de toda Europa.

Nos paramos delante de una gran nave mercante de tres mástiles: el ir y venir de estibadores por la pasarela es impresionante, sacos a hombros, para un esfuerzo que se diría sobrehumano. El muelle está atestado de hombres en intensas negociaciones, de marineros y reclutadores. Entreveo a distancia una patrulla de españoles y tengo un sobresalto.

—No, no, tranquilo. En medio de todo este marasmo no pueden reconocerte. No es gente que busque complicarse la vida. Vive y deja vivir es su lema. Tú tuviste mala suerte, fuiste a caer en medio de una represalia. Ven.

Eloi me lleva ante un pequeño local de mampostería con un letrero descolorido: no consigo leer, nunca he aprendido bien la lengua escrita de estas tierras.

—Es una agencia de cambio. Los mercaderes pueden cambiar sus monedas inglesas, suecas o de los principados alemanes en florines o en cualquier otra moneda corriente, según sea el país en el que han llevado a cabo sus negocios. La moneda cambia, pero el dinero es siempre el mismo: no importa qué perfil haya sido estampado en ella.

Nos desplazamos hacia un gran edificio de tres pisos, esta vez consigo leer el letrero: CASA DE LOS MERCADERES Y ARMADORES.

—Aquí los mercaderes deciden qué empresas emprender: cuáles pueden ser los negocios más convenientes.

Empleamos los codos para salir de aquel maremágnum, las lenguas y los dialectos de media Europa nos rodean como un único canto incomprensible, una Babel al revés, en la que todos parecen comprender a todos.

—¿Ves esos carros? Pues vienen de Lieja. Transportan paños de lana elaborados por los tejedores de la región de Condroz: son apilados en esas naves, que a su vez vuelven a importar a Inglaterra la lana que los mercaderes de Amberes adquirieron de los criadores ingleses.

—¡Pero es absurdo!

Eloi se ríe sonoramente:

—No. Es ganancia. Tal vez un día los ingleses caigan en la cuenta de que les resultaría más conveniente desarrollar los talleres textiles en su propia casa, pero por el momento la cosa funciona así.

Proseguimos, alejándonos por el canal hacia el interior de la ciudad, a través de estrechas callejuelas donde los rayos del sol no consiguen llegar.

—Todo el mecanismo es movido por el dinero. Sin el dinero no se movería una aguja en Amberes y tal vez en toda Europa. El dinero es el verdadero símbolo de la Bestia.

—¿Qué pretendes decir con eso?

Nos paramos cerca de un puesto de venta de coles y salchichas ahumadas, su olor penetrante nos envuelve.

—¿Cómo crees que consiguió Carlos Quinto que lo eligieran emperador en el diecinueve? Pues pagando. Compró a los Príncipes Electores, alguien puso a su disposición una cantidad de dinero mayor que la que había ofrecido Francisco de Francia. ¿Y la guerra contra los campesinos? Alguien prestó a los príncipes alemanes el dinero para pertrechar a las tropas que os derrotaron. ¿Y cómo crees que financia Carlos Quinto su guerra en Italia contra los franceses? ¿Y la expedición contra los piratas sarracenos? ¿Y la campaña contra el Turco en Hungría? ¿Acaso crees que los mercaderes de aquí cuentan con tan grandes sumas como para equipar sus expediciones comerciales? Ni soñarlo. Dinero, ríos de dinero que es prestado a cambio de un porcentaje de los beneficios. Así funciona, amigo mío.

Hace rato que está esperando la pregunta:

—¿Quién posee un patrimonio semejante?

Mira derecho delante de nosotros, luego dirige el índice hacia el edificio que tenemos enfrente y murmura:

—Los bancos.

—Ahora puedes comprender dónde anida el Anticristo contra el que has luchado toda tu vida.

—¿Allí dentro? —Señalo el edificio imponente que tenemos enfrente de nosotros.

—No. En las bolsas que pasan de mano en mano dando vueltas por el mundo. Has luchado contra los príncipes y los poderosos. Te estoy diciendo que sin el dinero aquellos no serían nada, los habríais derrotado hace tiempo. En cambio, siempre hay algún banquero que les echa una mano financiando sus iniciativas.

—Eso está bien para las empresas comerciales, pero ¿qué gana un banquero financiando una guerra contra los campesinos?

—¿Y tú me lo preguntas? Que vuelvan a trabajar los campos de sus señores, a excavar en sus minas. Desde ese momento, de todo cuanto se produzca los banqueros obtendrán una parte sustanciosa. Mira, Carlos Quinto y los príncipes son un tipo de parásitos que no producen nada, pero que tienen una necesidad enorme de despilfarrar dinero: guerras, cortes, concubinas, hijos, torneos, embajadas… El único modo que tienen de saldar las deudas que contraen con los banqueros es hacerles concesiones, dejarles el usufructo de minas, fábricas, tierras, regiones enteras. De este modo los banqueros son cada vez más ricos y los poderosos cada vez más dependientes de su dinero. Es un círculo vicioso.

La expresión burlona de Eloi no deja lugar a dudas sobre el hecho de que está divirtiéndose pintando el mundo desde su punto de vista. Compra una salchicha humeante y la sopla antes de hincarle el diente.

Señala el banco:

—Sin duda habrás oído mencionar a los Fugger de Augsburgo: los banqueros del Imperio. No hay un puerto en Europa donde no haya una filial suya. No hay comercio en el que no tengan alguna participación por mínima que sea. Nuestros mercaderes estarían perdidos sin el dinero que los Fugger ponen a su disposición para financiar sus viajes. Carlos Quinto no movería un solo soldado si no hubiera un crédito ilimitado en sus arcas. Por lo demás, el Emperador debe a los Fugger su corona, la guerra contra Francia, la cruzada contra los turcos y el mantenimiento de todas sus rameras. Los ha recompensado dándoles el usufructo de las minas húngaras y bohemias, la recaudación de los tributos en Cataluña, el monopolio de la extracción minera en el Nuevo Mundo, y quién sabe qué cosas más. —La salchicha apunta hacia el edificio que se alza allí delante—. Créeme, sin los Fugger y su dinero ese hombre estaría en la ruina desde hace tiempo. —Vuelve la cabeza en todas las direcciones—. Y tal vez todo esto no existiría.

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