—Silencio, silencio —gritaba un niñito que corría entre las mesas atropellando a los mesoneros—. La orquesta va a tocar.
La orquesta, integrada por los niños paliduchos armados de violines, flautas, clarinetes y el violoncello del abuelo, comenzó a tocar una paliducha melodía.
—¡Qué cultos son nuestros hijos! —dijo emocionadísima una mamá de colita de caballo, mientras los niños desafinaban con maestría.
La abuela, con los ojos aguados, reprochaba al abuelo su mezquindad. ¿Qué importa que sea un violoncello antiguo y carísimo? Son los nietos, que lo rompan si quieren, yo te compro otro.
—Sí, pero con mis reales —parecía pensar el viejo.
La cena se fue enfriando igual que el ambiente, a punta de pelos plateados y notas estridentes. El anfitrión se estaba quedando dormido y tenía un hilillo de salsa de mostaza con especias y miel chorreándole desde la comisura de los labios hasta la papada. El zorro estaba lampiño y los mesoneros borrachos.
Besos, besos, au revoir. Un señor con chaqueta corta nos trae nuestros carros que están parados a pocos metros de la salida. Mi abuelo se pone furioso ¿Y usted cree que no puedo buscar yo mismo mi carro? A mí nadie me trata como un viejo inútil.
—Joyeux Noël Tarcisió —dijo consuegra de mi abuelo.
—¡La tuya! —contestó él.
Al día siguiente amanecimos todos con los ojos pegados con un emplaste de lagañas y pelos de zorro gris, plateado según su dueña, podrido según mi abuelo, que siempre tiene razón.
Varios años después mis amigos y yo recibimos una invitación a una boda. Se casaba Alejo con Titi, una sifrina del Country, hija de un banquero, que se había pasado su adolescencia persiguiendo a nuestro plebeyo amigo en bicicleta. Alejo, mi antiguo compinche, de quien me fui distanciando en la medida que se hacía rico de manera sospechosamente rápida, se acordó de nosotros en su momento cumbre y me puso en el compromiso de tener que encontrar algo en una lista de bodas impagable que pudiera yo pagar. Tampoco tenía un vestido ni zapatos ni accesorios, el detalle de Alejo, más que un detalle fue un coñazo.
Todos los plebeyos invitados estaban emocionadísimos de ir a una fiesta en el Caracas Country Club. Una oportunidad única para dar un rumbo nuevo a sus vidas. Compraron corbatas Versace, trajes Armani, zapatos Dior. Hipotecaron sus vidas a modo de inversión y soñando con la suerte de La Cenicienta llegaron de primeritos a la iglesia.
Fue horrible. Muy a pesar de los recursos que su papá había invertido en la apariencia de su única hija, no hubo estilista capaz de suavizar la cara de malcriada de la novia, con su boca torcida, su ceño fruncido y su mirada de te jodí. Ni media sonrisa, ni una emocionada lagrimita, marchaba la novia como marcha el soldado gringo al frente. No sé de dónde saltó el mismísimo Osmel, que cayó postrado sobre kilométrica cola y simulando discreción dijo a voz en cuello:
—La novia del año, la novia del año.
El novio, echando cuentas, esperaba en el altar. El suegro con una mirada de advertencia le entregó a su pequeña. Y comenzó la misa, que ya por ser misa era fastidiosa, pero si le agregas una coral que interrumpía cada dos minutos para musicalizar la liturgia, mientras la mirada pavorosa de un cura que era capaz de todo nos obligaba a permanecer de pie, con los dedos apretujados dentro de unos elegantes tacones media talla más pequeña porque eran prestados. Aquello se convirtió en una cruel tortura, para gozo del cura, que pecaba de envidia porque no iba después al Country como nosotros.
En la puerta del club nos miraron feo, parecíamos coleados. Los porteros son expertos en detectar a seres comunes que pretenden pasar por popof. Nos detuvieron y tuvimos que llamar al novio, que tardó media hora en venir a verificar nuestra identidad.
Ya estábamos adentro, las miradas golosas de mis amigos eran de coger palco, literalmente se les caía la salivita ante tanta opulencia. Alguno de ellos dijo:
—Qué poca cosa hemos sido —como convencido de que desde esa noche sería menos poca cosa.
Pasamos a los jardines guiados por un elegante mesonero que nos indicó molesto que no podíamos sentarnos en cualquier mesa, los puestos habían sido asignados para asegurar el éxito de la recepción, sentando a personas de gustos y preferencias afines y apartando a la mesa del fondo a aquel grupito de medio pelo que el novio se había empeñado en invitar.
Nuestra mesa estaba tan apartada, que nos vimos en la obligación de sobornar un mesonero para que nos hiciera llegar aunque fuera una bandeja de tequeños y otra botella de whisky. Había dos orquestotas de las cuales sólo podíamos escuchar alguno que otro trompetazo debido a la distancia que nos separaba de la pista de baile. Los baños más cercanos eran los de servicio.
Los novios, que iban de mesa en mesa acompañados de un séquito de fotógrafos y cronistas sociales, llegaron a la nuestra cerca de las dos de la mañana. Por poco me atraganté con un bocado de carpaccio ver a mis amigos saltar de sus sillas desesperados para ocupar el puesto más cercano a los contrayentes a la hora de la foto. Se empujaban como años después vi a Aznar empujar a Blair en las Azores para salir en la foto nefasta con el nefasto hijo de Bush.
Fue un fiestón inolvidable para quienes estuvieron en la fiesta, yo estuve en la parte trasera muy lejos para recordar algún detalle del evento. Compré el periódico el día que salió la crónica para ver si me enteraba de los detalles que no viví. Me dio mucha risa ver a Alejo, «joven y exitoso empresario», un lindo eufemismo… Una página completa en cada periódico caraqueño, muchas fotos de muchos personajes. Comencé a reír al pensar en la desilusión de mis amigos que abandonaron a mi merced una deliciosa bandeja de carpaccio para salir en una foto que jamás iba a salir.
Esas cosas pasan. Alejo nos invitó para que viéramos cuan alto había subido y a la vez para hacernos saber, sin lugar a dudas, que no encajábamos en su vida. Fue una manera de decirme adiós muchos años después que de yo me hubiera despedido de él.
Mis amigos no han comprendido que siempre serán wannabes, que por más Armani, Vuitton, Dior, o Prada que se pongan, para los del Country el mono aunque se vista de seda mono se queda. Ellos me dicen que soy una mediocre que no tiene aspiraciones, pero yo aspiro tranquila el aire fresco y salitroso de las mañanas mientras tomo café y rayos de sol. ¿Se puede aspirar más?
En mis tiempos de mayamera años ochenta ta’ barato dame dos, vivía, como muchos venezolanos, en el sur de Florida yuesey. La inmensa colonia venezolana estaba repartida principalmente en tres enclaves: Palm Aire, Inverrari Country Club y Bonaventure, que fue donde me tocó vivir a mí.
Bonaventure era una comunidad muy singular. Por sus calles te podías encontrar frente a frente con Alberto de Mónaco paseando bici con Brooke Shields, o a los Bee Gees jugando tenis con la protagonista que hacía de buena en Dinastía, aquella cuyo peinado semejaba un casco blanco tieso de laca.
En ese ambiente tan jet set vivíamos muchos venezolanos sauditas, con dólares a cuatro treinta, repito, ta’ barato dame dos. Era aquello un arroz con mango exquisito, había un negro de apellido Verde, un albino de apellido Black, unas pavitas a quienes Santa Claus les había traído un Cadillac Gucci por navidad. Aquello era una oda a la ridiculez: Era un carrote blanco con la tapicería y el techo de vinil llenitos de «Ges» siamesas, una banda roja dorada y verde que lo atravesaba de largo a largo justo por la mitad, que cualquier conocedor la identificaba como Gucci, pero los gafos como yo pensábamos que era un adorno de navidad. No había una tuerca que no tuviera un detallito exclusivo, un toquecito de clase, dorado, brillante y nuevo riquísimo. Las privilegiadas propietarias del esperpento vestían a la última moda, todo de la misma pinta del carro como para mimetizarse, solo destacaban sus labios rojos Chanel y sus peinados de Cleopatra al mejor estilo de Lila Morillo.
No recuerdo sus nombres, yo creo que nadie los recuerda, eran sólo las del Cadillac Gucci, unas solteras codiciadas por codiciosos caza fortunas. Había que conocerlas para ser alguien, ellas pertenecían a un grupo de muchachos que, según se decía, había que conocer si querías llegar lejos en la vida: Mercedes, Claudia, León, Ñuñú ... Recuerdo que yo no era amiga de ninguno de ellos, eso me convertía irremediablemente en colombiana.
Había una extensa colonia colombiana que vivía una vida idéntica a la nuestra, pero con unas arepas horribles, aplastadas y de trigo. Los descastados de ambos lados, los que no nos codeábamos con los muchachos indicados, hicimos una especie de pandilla en tierra de nadie y nos refugiamos de tanto glamour paseando en bicicleta como locos y jugando caimaneras de fútbol.
Todo comenzó a cambiar cuando las bellas, cansadas de los mismos novios, asomaron sus narices respingonas en nuestra cancha y descubrieron que los colombianos eran venezolanos y los venezolanos eran colombianos y que estaban de rechupete, según sus propias palabras. Notaron también, para su sorpresa, que el arquero que no atrapaba nunca la pelota era una muchacha. Así, mientras dejaba pasar goles y sin quererlo, me convertí en alguien.
El Cadillac de las clones de Lila Morillo, repleto de maquilladas quinceañeras, se estacionó frente a mi casa, ignoraron mi aspecto futbolero, me invitaron a tomar café, me dieron la cola al partido de esa tarde, y se quedaron para aplaudir a destiempo.
Aplaudían con furor a mi hermano, un muchachote muy guapo, a Simón, a Adolfo, a Erick, a Javier. Tenían un catálogo de piernas musculosas y suculentas para escoger y vitorear. Incluso las mías recibían los aplausos sospechosamente lésbicos de Elisa.
Me convirtieron en alguien muy a pesar de mi renuencia a parecerme a Cleopatra. Soportaron con paciencia mis botines de basket morados, mis blue jeans llenos de huecos y mis pelos parados. Más trabajo les costó tragar mis zarcillos hechos en casa con juguetes de piñata: un día unos aviones, otro unos cochinitos deformes, paticos, carritos y hasta tacitas de café. En fin, que yo nunca saldría en la portada de Vogue.
Así fue como mis amigos emigraron al lado oscuro y yo con ellos hasta la muerte. A los muchachos del lado oscuro nos les quedó más remedio que bailar conmigo, ya que sus
chamitas
aplicaban la máxima de «cuando hay santos nuevos los viejos no hacen milagros».
Entre baile y baile y sin querer queriendo, uno de los codiciados herederos me declaró su amor, muy a pesar de que yo no lo codiciaba. Llorando me suplicó una noche que me vistiera como una persona, que él me amaba como un loco, pero no tanto como para no darse cuenta que yo, según sus cálidas palabras, no sé cómo decirlo sin ofenderte, Carola, tú eres chévere, chama, pero pareces un mamarracho.
Mamarracho con aspiraciones a solterona, cualquier cosa con tal de no parecerme a Lila Morillo. Cualquier cosa antes que morirme por subir en un carro que parecía una cartera italiana.
Llevé a mis botines y a mis zarcillos a lugares que nunca soñaron conocer. Una vez estuvimos en una fiesta de quince años que le celebraba un adeco a su hijo menor. Como no tuvo una hija a quien hacerle su fiestón, de esos con orquesta, cuadrilla y vestido de princesa, él, ni tonto ni perezoso, le hizo una fiesta de príncipe a su varón.
Fue la cosa más absurda: Marquitos tuvo su cuadrilla, su vals y su traje de heredero al trono. Fueron unos quince años al revés en los que un padre ciego de amor derrochó miles de dólares que no eran de él y le restregó en la cara a aquella cuerda de narices paradas que él, si no tenia apellidos finos, le sobraba el billete y eso, al fin y al cabo, era mucho mejor.
Los quince de Marquitos desataron una epidemia de fiestas de mal gusto. Vi a una quinceañera llegar en la carroza de la mismísima Cenicienta, otra llegó a caballo vestida de dama antañona, con negrito esclavo y todo para ayudarla a desmontar. La más memorable fue una que descendió a la pista de baile sentada sobre una luna menguante que, sostenida por una guayas, amenazaba con desplomarse al no poder soportar el peso de aquella dulce debutante que estaba redondita de tanto comer dulces. Fueron muchas y variadas las fiestas que se hacían en tan fiestera comunidad. Pero la madre de todas las celebraciones se programó para navidad: Una noche de gaitas en el Bonaventure Country Club a la cual acudieron compatriotas de los más recónditos y elegantes rincones mayameros, algunos tan elegantes e inalcanzables que ni siquiera aparecían en el mapa.
Gustavo Cisneros vino esa noche de uno de esos lugares para mezclarse un poco con la colonia venezolana clase media mayamera.
Todo el mundo decía fascinado: «Mira, es Gustavo Cisneros». Yo, con dieciséis añitos, no sabía quién era ese señor tan fastidioso que cada dos minutos interrumpía al grupo de gaitas sin importarle que estuvieran muriendo de amor por Amparito. Él se levantaba de su silla y dejaba colgada en el respaldar su carísima chaqueta de piel de antes, que lo protegía de las inclemencias del invierno floridiano, para arrebatar el micrófono al cantante y lanzar un emotivo discursito.
Los discursos se volvían más incoherentes en la medida en que iban vaciando las botellas de whisky que compartía con un banquero barrigón y otros señores también barrigones.
Después de la media noche se paró por enésima vez y los pavos irreverentes lo empezaron a pitar, pero Gustavo insistía en emocionarse ante el micrófono regalándonos su sentir.
Nos había llamado hermanos, hijos, padres, compinches; con pucheros temblorosos nos habló del país que tanto amábamos, pero que habíamos cambiado por aquellos lares tapizados de grama verde fertilizante y preciosos campitos de golf.
Como les decía, después de la media noche mientras daba su penúltimo discurso alguien más pillo que él, y quizá más borracho, extrajo la chaqueta de Cisneros de su lugar para no devolverla jamás.
Gustavo, indignado, se subió al escenario otra vez y en un arrebato de ira arrebató el micrófono del maracucho colombiano que cantaba a San Benito, y dijo: «Me robaron la chaqueta coño e’ madres. ¡Venezolanos tenían que ser!».
Y se fue para nunca más volver...
Una señora que había pasado toda la noche hiperventilando de la emoción por tener a semejante magnate sentado en la mesa de al lado, colorada por el sofocón, solo atinó a decir: ¡Qué pena con ese señor!