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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (42 page)

BOOK: Qumrán 1
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—¿Bueno? —preguntó a su vez—. ¿Lo habéis encontrado?

—¿De qué está hablando? —respondí.

—Ary, no te hagas el tonto. Hablo del pergamino.
El pergamino del Mesías
; el que desapareció.

—No —contesté—. No sabemos dónde está.

—Yo lo sé.

Señaló con el dedo el bolsillo algo abultado de la chaqueta de mi padre, donde estaban en efecto los dos pergaminos, enrollados uno dentro del otro, el original y la copia que habíamos hecho, y que él había cogido cuando salimos de las grutas.

—Veamos —insistió—, démelo.

—No —se opuso mi padre—. No le pertenece. Es de los esenios.

Entonces, ante mi gran sorpresa, el rabí soltó una inmensa carcajada. Una risa sonora, estridente, exacerbada, curiosa, una risa extraña, de infelicidad más que de júbilo, que resonó en toda la sinagoga.

—¿Pero no lo sabes? ¡Vamos! —exclamó como solía hacerlo cuando un alumno cometía un error trivial en un razonamiento talmúdico—. Tu pueblo y mi pueblo son el mismo pueblo. ¿Desconoces que los esenios son llamados hasidim en la literatura talmúdica? ¿Ignoras que yo soy el Mesías de los esenios y que, para mí, ha llegado el momento de tomar posesión del mundo entero? Mis antepasados se remontan al rabí Juda ha-Hasid, que en el siglo XII prohibió el matrimonio de su sobrina, para instaurar el celibato, pues era un esenio que había emigrado a Alemania. Desde hace generaciones, somos los esenios quienes nos transmitimos una misión, de padre a hijo: preparar la llegada del Mesías, aguardar, fomentar el fin del mundo. Y aquí está, yo no tengo hijos. Soy pues el último del linaje. Por eso soy el Mesías. ¿Comprendes? Ahora —se dirigió a mi padre con aire autoritario—, dame el rollo.

Entonces mi padre, deshecho, le tendió el viejo pergamino.

—¡No! —grité—, ¿qué estás haciendo?

Se volvió hacia mí y murmuró, con aire de impotencia:

—Soy escriba. Él es sumo sacerdote. Estoy obligado por el orden jerárquico.

—¿Qué dices? —grité todavía más fuerte—. ¡No eres escriba! ¡No eres nada! ¡Les abandonaste!

El rabí había tomado el pergamino y comenzaba a aproximarlo a la llama del candelabro de la sinagoga.

—¿Qué está haciendo? —grité, ahora fuera de mí—. ¿A quién piensa engañar con su Torá cuyos mandamientos ya no respeta? Es un falso Mesías, es usted un usurpador. ¡Conocerá el juicio final que tanto está anunciando! Pero usted será la víctima.

—«El sacerdote impío persiguió al Maestro de Justicia, sumiéndolo en la irritación de su furor» —recitó tranquilamente el rabí, como si por su boca estuviera cumpliéndose una profecía.

—Pero el sacerdote cuya ignominia se ha hecho mayor que la gloria es usted.

Las palabras habían salido de mi boca sin que pudiera evitarlo. Sabía que lo que estaba diciendo era algo muy grave, asimilable a la blasfemia, pero el furor que me embargaba me arrebataba la razón.

Entonces el rabí me lanzó una extraña mirada.

—¿Y tú, Ary? —preguntó—. ¿Qué hiciste en Estados Unidos cuando tu padre estaba secuestrado? ¿Pensabas en él o fornicabas con una shiksa? Voy a decirte lo que hiciste. Recorriste los caminos de la embriaguez para calmar tu sed. Te llamas judío, y hasid, pero el prepucio de tu corazón no está circuncidado. En la ciudad cometiste acciones abominables. Mancillaste el santuario de Dios, acudiste a lugares prohibidos, tomaste drogas, entraste en las iglesias. Has pecado.

—¿Quién os ha dicho todo esto? ¿Me espiabais?

—El rabí de Williamsburg me lo contó todo… Me dijo a qué lugares de perdición acudiste. Te avisé antes de que te marcharas. Te dije, Ary, qué peligros corrías, y te advertí que insuflaras el aire del Mesiah en cada una de tus inspiraciones. Pero no creíste mis palabras; has traicionado la alianza que Dios contrajo con nosotros, y ahora vienes a profanar mi santo nombre. Has traicionado la palabra del fin de los tiempos; no creíste, Ary, cuando escuchaste todas las cosas que sucederán en la última generación, no creíste las palabras de mi boca, que Dios colocó en mi casa, todas las palabras que he dicho y por las que Dios ha contado todas las cosas que sucederán a su pueblo y a las naciones. Pues yo soy, Ary, el hierofante de la glosa divina, yo y nadie más que yo conoce todos los secretos de la revelación.

—Es usted el hombre de la mentira —dije esta vez, lleno de odio y vergüenza, con la certidumbre de haber caído en la trampa—. Anunció engañosos oráculos, moldea imágenes para que confíen en usted. Fabrica ídolos mudos. Pero las estatuas que fabrica no le librarán del día del juicio. Llegará el día en que Dios extermine a todos los que sirven a los ídolos, y también a los impíos de la tierra.

—El día está ya muy cerca, Ary.

—Todos los tiempos de Dios llegan a su término.

Ante aquellas palabras, el rabí montó en terrible cólera. Sus labios temblaban y sus ojos lanzaban relámpagos cuando me contestó:

—¿Cómo te atreves a contradecir mi palabra? Eres un impío disfrazado de baal teshuva, te has nombrado con el Nombre de la verdad, pero tu corazón no ha cambiado: impío eras, impío seguirás siendo. Abandonaste a nuestro Dios, traicionaste todos nuestros preceptos, faltaste con la mujer, robaste nuestro pergamino, quisiste acumular sus riquezas, te rebelaste contra Dios y mantuviste una abominable conducta mancillándote con toda suerte de impurezas.

—Ustedes —grité—, los sacerdotes de Jerusalén son quienes acumulan riqueza y beneficios, desvalijando a los pueblos. «El vaticinador de la mentira extravió a las gentes para construir su ciudad en el crimen y el engaño.»

—«Y la copa del furor de Dios le sumergerá, acumulando sobre él su abyección y el dolor.»

Pronunciando estas palabras, el rabí introdujo el doble rollo en la larga llama que ardía en el candelabro.

—¡No! —grité—. ¡No lo haga!

Hice un gesto para impedírselo, pero era demasiado tarde. Había arrojado ya al suelo los rollos inflamados que se consumieron casi enseguida, con rara incandescencia. Desprendieron un olor fuerte y acre, como si ardiera carne humana; y eso era en efecto: una piel muerta, tensada, curtida, tatuada, y destruida ahora hasta el fin. Los rollos ardían de punta a cabo, sin desenrollarse, opacos, cerrados por toda la eternidad, lamidos, comidos, devorados, digeridos muy pronto por la llama. Vi, alucinado, las pequeñas letras negras doblarse y fundirse en el calor, desaparecer luego por completo para convertirse en polvo y carbón. Brotó entonces un humo opaco que ascendió hacia el techo y pareció atravesarlo para llegar a los cielos.

En el altar de la sinagoga, los rollos sacrificados habían sido aceptados y aniquilados para siempre. Habían sido devueltos a aquel que durante tanto tiempo había desafiado el tiempo; como si nada hubiera ocurrido, como si nunca hubiera sobrevivido, como si nunca se hubiera albergado, durante dos mil años, en las grutas de Qumrán, como si no hubiera sido robado y restituido luego, y hurtado de nuevo, como si nadie lo hubiera buscado nunca, ni deseado, ni leído, ni escrito. En vano. El instante vengador mató al inmortal, con un simple revés de la mano.

Entonces me dominó un furor invencible, ¿era el de Elias cuando degolló con su mano a los cuarenta profetas falsos en el monte Carmelo o era el de los sacerdotes impíos, ladrones y asesinos?

Me apoderé de la Torá de anillos de plata maciza, envuelta en su pesada vestidura de oro y terciopelo rojo, de bordes oblongos y plateados.

—Pues he aquí —dije—, que llega un día, ardiente como un horno, y todos los orgullosos, y todos, los que cometen maldad, serán como bálago; y aquel día que se acerca los inflama, ha dicho el Eterno de los Ejércitos, y no les deja ni raíz ni rama.

Con todas mis fuerzas, con toda la energía y la cólera de las que era capaz, golpeé al rabí.

Cayó, fulminado.

No sé ya lo que ocurrió luego. Perdí el conocimiento. Más tarde, me dijeron que mi padre y Yehuda mantuvieron un conciliábulo. Mi padre le convenció de que no dijera nada. Yehuda estaba destrozado; pero creía que el curso de los acontecimientos no iba a cambiar si me encerraban en la cárcel, y que el rabí, si realmente era el Mesías, iba a resucitar muy pronto. Además, se sentiría culpable por haber organizado aquel arresto y no quería que mi vida quedara arruinada por aquel gesto, pues él era quien había hablado de la presencia de Jane al rabí, y él era quien, siguiendo sus órdenes, la había secuestrado. Por eso Yehuda aceptó decir a todo el mundo que el rabí había sufrido un ataque.

Y se decidió también que yo debía desaparecer, durante algún tiempo, en un lugar seguro, apartado, adonde nadie me siguiera. Así, sin ni siquiera volver a ver Jerusalén, sin haber besado a mi madre, para lo mejor o lo peor, como si fuera imposible alejarme de allí, me hallé de nuevo en Qumrán.

Capítulo 3

Cuando vi de nuevo a los esenios, me recibieron como si me esperaran. Creyeron en un regreso, en un noviciado. Pensaban que acudía, sencillamente, a recibir la antorcha.

Durante mucho tiempo no vi a nadie. Me sentía abrumado por mi acto. Procuré comprenderlo, sin lograrlo, como si tanto su causa como su alcance sobrepasaran con mucho mi persona. Sentía vergüenza, también, de ser un asesino. Luego volví a ver a mi padre que acudió varias veces a visitarme a las grutas. En un par de ocasiones le acompañó mi madre, a quien por fin se lo había dicho todo.

Me entretenía escribiendo y aprendiendo a vivir como ellos, en pleno desierto de Judea.

Lo que primero me impresionó fue el silencio. Ningún grito, ningún trastorno, ningún tumulto quebraba la solemnidad del lugar. El silencio, entre la sobriedad y la serenidad, era un temible misterio, la propia esencia de aquel desierto tórrido y severo que albergaba, en secreto, un pueblo de penitentes. Cierto día, disfrazados de beduinos, nos marchamos lejos, por el desierto, a un lugar retirado donde había un cementerio parecido al que se había encontrado en Khirbet Qumrán, lleno de tumbas orientadas de sur a norte.

Allí enterraban a sus muertos, en un sitio donde, bajo el suave y cálido soplo del viento, reinaba el mismo mutismo profundo e hierático que en las grutas. Cuando les pregunté la causa de aquella orientación, respondieron que para ellos el paraíso estaba al norte; así lo afirmaba el libro de Henoc, del que eran fervientes lectores: «Muertos que esperan el día de la Resurrección yacen con la cabeza hacia el sur, contemplando en el sueño de un pasajero sopor su futura patria. Despiertos, se levantarán de cara al norte y caminarán derechos hacia el paraíso, la montaña santa de la Jerusalén celestial». Me pareció entender entonces el sentido de su silencio: un sueño profundo, dormido en esta vida, soñador serafín de la siguiente.

Supe entonces hasta qué punto los esenios eran hombres del desierto: no pertenecían a la tierra como los sedentarios, sino que se pertenecían a sí mismos, y a Dios. Aprendí a vivir como ellos en aquel mundo desnudo ante el que recuperaba mi desnudez. Comprendí hasta qué punto estábamos exiliados en esta tierra, hasta qué punto no estábamos en nuestra casa en esta tierra ajena, sin construcción, sin casa ni ciudad, y sin objeto familiar. El desierto era el mundo en el segundo día de la creación, cuando Dios hizo la tierra y el cielo, pero no había ningún arbusto ni ninguna hierba en los campos, pues Dios no había creado todavía la lluvia; y no había hombres para trabajar la tierra.

Los hay que, como Dios, transforman la tierra seca en suelo fértil, e inventan el verdor y la hierba que lleva la simiente que da frutos portadores de simiente. Pero nosotros queríamos ser el desierto y participar en el caos. No éramos el relevo; queríamos que las fuerzas de la muerte triunfaran, que el desierto recuperara el territorio perdido, que fuera habitado por chacales, hienas, gatos monteses y víboras, y que lo recorrieran los demonios. Éramos los reprobos. Nuestro desierto no era un edén, con frutos y flores. Nuestro desierto era un desierto.

Aprendí a conocerlo íntimamente. No era un desierto como los demás; no eran los cráteres del Neguev, donde se zambullía el soplo cálido y blanco del Absoluto. Ni siquiera era el desierto del segundo día, como todos los demás desiertos, sino el del tercer día de la creación, con algunas hojas, salpicado aquí y allá de algunos arbustos, para recordar lo que puede ser una tierra; con un mar acre, para hacer pensar en lo que puede ser un mar, con rocas en las que el viento esculpe sabias figuras, para evocar lo que puede hacer el hombre. Sus dispersas dunas tenían las cimas afiladas como cimitarras. El viento dibujaba en ellas rugosas olas de crestas regulares y crecientes lunares. A veces, el cielo caía sobre el suelo e imprimía allí estrelladas huellas. Ciertas noches, cuando la brisa nos traía los rumores del desierto, oíamos a las grandes palmeras hablar con sus retoños, brotes nacidos en los flancos de su estípite.

Tendido en el suelo, disfrutaba yo de aquel desierto de piedras acres y saladas, de humores marinos, respiraba su olor tan particular: el del azufre que procedía de los minerales del mar Muerto. Comía hasta enfermar los dátiles multicolores. Había mil variedades. Mis favoritos eran los «dedos de luz», amarillos, muy crujientes, ásperos de sabor. Algunos los prefieren muy maduros, y aguardan que el tiempo y el sol los confiten entre las palmas antes de cogerlos. Yo los prefería verdes. Sentía todo el potencial de dulzura que su vejez podía contener, cuando su piel ajada retenía en sus carnes un zumo exquisito. Pero, todavía inmaduros, eran lisos y dorados, astringentes y picantes al paladar. Eran vigorosos.

En las grutas había una verdadera ciudad secreta, con sus calles, sus barrios, sus moradas, sus tiendas y su sinagoga. Los esenios no eran ya numerosos; muchos habían abandonado las grutas en 1948. Quedaban unas cincuenta personas, esencialmente hombres; y también algunas mujeres.

Vivían en tinieblas. No era la penumbra que a veces conocemos en la ciudad, la de un piso oscuro, mal iluminado. Aquí era de noche todo el día. Las antorchas lanzaban en las oscuras estancias rayos de luz que atravesaban las tinieblas para salir fortalecidos de ella. A veces, por nostalgia de la luz, intentaba agarrarlos y mi mano se cerraba sobre el vacío. Cuando salíamos, la claridad cegaba nuestros ojos dolientes de oscuridad. Era como Dios. Era el inicio, cuando la luz y las tinieblas no se enfrentaban todavía sino que se mezclaban, en un vínculo profundo e íntimo, cuando en el propio corazón del mal brillaba el bien, antes de desprenderse y buscar su propia independencia. Aquí, la luz se movía en la oscuridad, en su seno, sin lucha, sin concurrencia ni conflicto.

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