Raistlin, mago guerrero (16 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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Los tres salieron del establo; el mozo miró la moneda con recelo y, tras comprobar que era buena, se la guardó en el bolsillo, sonriendo.

—¡Volved cuando queráis! —les dijo a voz en cuello.

—Ahí se va nuestro alojamiento nocturno —masculló tristemente Caramon.

—Valió la pena, hermano —respondió Raistlin—. De lo contrario nos habríamos albergado en los calabozos del barón. —Echó una mirada de soslayo al joven que caminaba con ellos.

A los ojos del mago, con su maldita visión, el muchacho parecía encogerse y envejecer mientras lo observaba. Empero, al tiempo que la carne se consumía y la piel se arrugaba, Raistlin detectó ciertos rasgos interesantes en el rostro del joven. Un semblante enjuto, demasiado delgado y mayor de lo que correspondía a sus años, que Raistlin calculaba en quince. Su cuerpo era enteco, de constitución extraña. Bajo de talla, le llegaba al hombro a Raistlin; las manos, de huesos delicados, colgaban de unas muñecas gruesas; los pies descalzos eran pequeños para la altura del chico. Sus ropas estaban desgastadas y eran disparejas, pero estaban limpias, o al menos lo habían estado antes de que cayera en el reguero de la calle y se ocultara en el establo. Ahora que lo pensaba, Raistlin advirtió que los tres soltaban olor a abono y orín de caballo.

—Caramon, ese desacostumbrado y vigoroso ejercicio me ha abierto el apetito. —E l mago se paró ante una taberna—. Propongo que entremos aquí a cenar.

El guerrero lo miró de hito en hito, boquiabierto. En sus veintiún años de vida jamás había oído decir a su gemelo —que no comía lo suficiente para mantener vivo a un gorrión— que tenía hambre. Cierto, también hacía mucho tiempo que no veía correr así a Raistlin; de hecho, no recordaba haberle visto correr en ningún momento. Caramon estaba a punto de hacer un comentario estupefacto cuando reparó en que Raistlin estrechaba los ojos y fruncía el entrecejo.

Comprendió de inmediato que estaba pasando algo que escapaba a su comprensión y que no debía hacer ni decir nada que echara a perder lo que quiera que fuese.

—¡Eh, claro, Raist! —dijo, tragando saliva, y añadió con un hilo de voz—: Este parece un buen sitio.

—Entonces supongo que es hora de despedirnos. Gracias por vuestra ayuda —anunció el joven al tiempo que tendía ¡a delgada mano a los hermanos. Echó una ojeada melancólica a la taberna. El olor a pan recién horneado y a carne ahumada impregnaba el aire—. He venido a unirme al ejército. Quizá volvamos a vernos. —Se metió las manos en los bolsillos, unos bolsillos vacíos, y clavó la vista en los pies—. En fin, adiós. Y gracias de nuevo.

—También nosotros hemos venido para unirnos al ejército del barón —dijo Raistlin—. Puesto que somos forasteros en la ciudad, podríamos cenar juntos.

—No, gracias, no puedo —contestó el joven. Se mantenía muy erguido, con la cabeza bien alta, y el orgullo tiñó levemente sus mejillas.

—Nos harías un gran favor a mi hermano y a mí —adujo el mago—. Hemos viajado una larga distancia y empezamos a estar cansados de la compañía del otro.

—¡Eso es cierto! —convino Caramon con entusiasmo, quizá con demasiado entusiasmo—. Raist y yo acabamos hartos de hablar el uno con el otro. Vaya, pero si el otro día…

—Suficiente, hermano —lo interrumpió en tono frío Raistlin.

—Vamos, no te preocupes por el dinero —agregó el guerrero mientras echaba el brazo alrededor de los hombros del joven, que prácticamente desapareció bajo él—. Serás nuestro invitado.

—No, por favor, de verdad… —El joven se mantuvo en sus trece—. No quiero limosna…

—¡No es limosna! —lo contradijo Caramon, que parecía, escandalizado por la mera sugerencia—. Ahora somos compañeros de armas, como hermanos. Los hombres que derraman sangre juntos lo comparten todo. ¿No lo sabías? Es una antigua tradición solámnica. ¿Quién sabe? A lo mejor la próxima vez Raist y yo no tenemos dinero y entonces te tocará a ti cuidar de nosotros.

El rostro del joven volvió a enrojecer, esta vez con tímida complacencia.

—¿Lo dices en serio? ¿De verdad somos como hermanos?

—Pues claro que sí. Haremos un juramento. ¿Cómo te llamas?

—Cambalache —contestó el muchacho.

—Qué nombre tan raro —comentó Caramon.

—Pero así me llamo, no obstante —repuso alegremente el chico.

—En fin, cada uno tiene el que tiene. —Caramon sacó la espada y la alzó con aire solemne, la empuñadura hacia arriba. Su voz sonó profunda y reverente—. Hemos derramado sangre juntos, y según la tradición solámnica, se ha creado un vínculo entre nosotros más estrecho que el de hermanos. Lo que tienes, es mío. Lo que tengo, es tuyo.

Los tres entraron en la taberna, con Cambalache a la cabeza. Raistlin agarró a su hermano de la manga y comentó, sarcástico:

—Eso que has dicho puede ser más cierto de lo que imaginas, hermano. Por si no te has dado cuenta, nuestro nuevo amigo tiene parte de ascendencia kender.

11

La taberna, situada en una calle lateral, se llamaba El Jamón Mantecoso y en el letrero que colgaba sobre la puerta había pintado un cerdo rosa de aspecto apopléjico. A juzgar por el olor, El Jamón Mantecoso sólo tenía una característica recomendable, y eran sus precios bajos, que aparecían reflejados en una pizarra que había en la ventana.

El Jamón Mantecoso atraía a una clientela con menos recursos que las tabernas más prósperas ubicadas en la calle principal. Había pocos veteranos, sólo aquellos que habían despilfarrado sus ingresos, pero eran muchos los hambrientos aspirantes. Caramon recorrió con la mirada la multitud antes de acceder al local y luego, al comprobar que no veía ninguna cara conocida, anunció que podían entrar sin peligro.

Los tres tomaron asiento ante una sucia mesa. El guerrero se vio obligado a desocupar antes una de las sillas, levantando a un adormecido borracho y dejándolo en el suelo. Las camareras, atareadas y distraídas, lo dejaron allí tendido, y pasaron por encima o sobre él. Una de las chicas soltó sin contemplaciones tres cuencos con jamón y alubias en la mesa de los compañeros y salió pitando para traer dos cervezas para Caramon y Cambalache y una copa de vino para Raistlin.

—M i madre era una kender —empezó Cambalache sin reparos, hablando entre bocado y bocado de jamón con alubias y pan de maíz—. O al menos casi kender al cien por cien. Creo que tenía algo de sangre humana, ya que su aspecto era como el mío, más humano que kender. Sin embargo, si realmente tenía algo de ascendencia humana, no dejó que ello le pusiera trabas. Era kender de la cabeza a los pies. Como todas las demás cosas en su vida, no tenía ni idea de cómo se hizo conmigo. Vaya, esto estaba muy bueno. —Apartó el cuenco vacío con gesto pesaroso.

Raistlin le pasó al joven el suyo, que seguía lleno.

—No, gracias. —Cambalache sacudió la cabeza.

—Cómetelo, yo ya no quiero más —dijo el mago, que sólo había tomado tres cucharadas—. Si no, se desperdiciará.

—Bueno, si estás seguro de que no te apetece más… —Cambalache cogió el cuenco, tomó una gran cucharada de alubias y masticó con un profundo suspiro de satisfacción—. ¡No sé cuánto hace que no había comido algo tan bueno!

Las alubias estaban poco hechas, el jamón sabía rancio y el pan tenía moho. Raistlin echó una mirada expresiva a su hermano, que estaba devorando su ración con tanto entusiasmo como Cambalache. El guerrero se paró con la cuchara casi en la boca; Raistlin hizo un gesto con la cabeza hacia el otro joven. La expresión de Caramon se tornó desolada.

—¡Eh, pero, Raist…!

Los ojos de su gemelo se estrecharon, y el guerrero suspiró.

—Aquí tienes —dijo, empujando su cuenco medio lleno hacia el joven—. Tomé un gran almuerzo.

—¿Estás seguro?

—Sí, por supuesto. —Caramon miró el cuenco tristemente.

—¡Vaya, gracias! —Cambalache empezó a dar buena cuenta de la tercera ración—. ¿De qué hablábamos?

—De tu madre —le recordó Raistlin, que tomó un sorbo de vino.

—¡Ah, sí! Mi madre tenía una vaga idea sobre un humano que había sido amable con ella en cierta ocasión, pero no recordaba dónde fue ni cuándo, y tampoco su nombre. No supo que yo estaba en camino hasta que un buen día salí a este mundo. Se llevó la mayor sorpresa de su vida, pero pensó que era muy divertido lo de tener un bebé y me llevó con ella, sólo que a veces se olvidaba de mí y me dejaba atrás. No obstante, la gente siempre me encontraba y corría tras ella para devolverme. Se alegraba de recuperarme, aunque creo que en ocasiones no recordaba exactamente quién era yo. Cuando crecí, solía «devolverme» por mí mismo, cosa que funcionaba muy bien.

»Entonces un día, cuando tenía ocho años, creo, me dejó a la puerta de una herboristería para que la esperara mientras entraba e intentaba vender al tendero unas setas que habíamos encontrado. Aquel día habíamos caminado mucho. El tiempo era cálido y soleado y me quedé dormido en la puerta. Lo siguiente que recuerdo es ver a mi madre salir corriendo de la tienda, seguida del herbolario que gritaba que no eran setas, sino hongos venenosos y que quería intoxicarlo.

»Traté de alcanzarla, pero mi madre me sacaba bastante ventaja y la perdí de vista. El herbolario dio por terminada la persecución y regresó a la tienda maldiciendo, porque al parecer mi madre había cogido un jarro de canela en rama en el trueque y se lo había llevado. Iba a ir tras ella, pero cuando el herbolario me vio estaba tan furioso que me atizó un buen golpe. Me caí y me golpee en la cabeza con el escalón de la puerta. Cuando desperté ya era de noche y mi madre hacía mucho que se había marchado. La busqué a lo largo de la calzada, pero no la encontré y no he vuelto a verla.

—Qué pena —dijo Caramon, compasivo—. Nosotros también perdimos a nuestra madre.

—¿De verdad? —Cambalache estaba interesado—. ¿Os abandonó?

—En cierto modo —respondió Raistlin, que miró enfadado a su hermano—. Hace un rato mencionaste de pasada a tu padre —comentó, cambiando de tema antes de que Caramon pudiese añadir nada más—. ¿Quiere eso decir que lo encontraste?

—¡Oh, no! —Cambalache apartó el tercer cuenco vacío, se sentó recostado en el banco y soltó un eructo satisfecho—. Así era como nos hacía llamarle. Era un molinero que recogía a niños perdidos para trabajar en su tienda. Decía que salía más barato alimentarnos que pagar a un ayudante. Yo estaba cansado de andar dando vueltas de aquí para allí, y él me daba al menos una buena comida al día, así que me quedé con él.

—¿Te trató mal? —preguntó Caramon, que tenía fruncido el ceño.

El joven se quedó pensando un momento.

—No, en realidad no. Me pegaba algunas veces, pero supongo que me lo merecía. Y se ocupó de que aprendiera a leer y a escribir Común, porque afirmaba que los niños estúpidos lo dejaban en mal lugar con los clientes. Viví con él hasta que tuve unos diecinueve años. Había creído que quizá me quedaría allí para siempre. Iba a nombrarme encargado de la tienda.

»Pero entonces, un día, me asaltó una extraña sensación. Era como si tuviese comezón en los pies, no podía quedarme quieto y empecé a ver caminos y calzadas en mis sueños. —Cambalache sonrió y miró a través de la ventana con expresión ausente—. Como la de ahí fuera. Las veía extenderse ante mí, y al final había montañas altas, con nieve en los picos, y valles verdes alfombrados de flores silvestres, y bosques oscuros y espeluznantes, y ciudades con altas murallas y castillos brillando al sol, y vastos mares con olas espumantes. Eran sueños maravillosos, y cuando despertaba y me encontraba rodeado por cuatro paredes, me ponía tan triste que casi rompía a llorar.

»Un día, un nuevo cliente entró en la tienda. Era un hombre muy rico que había comprado varias granjas de la localidad y quería vendernos su grano. Empecé a hablar con él y me enteré de que había sido soldado, un mercenario. Así era como había amasado su fortuna. Me contó historias excitantes sobre sus aventuras, y entonces fue cuando me decidí. Le pedí que si alguna vez se enteraba de alguien que quería contratar soldados me lo dijera. Prometió que lo haría, y fue ese hombre quien me habló del Barón Loco. Según él, el barón era un comandante excelente y un buen soldado, y que podría aprender mucho con él. Así que dejé el molino y me puse en marcha. Eso fue el pasado otoño. Llevo unos seis meses viajando por los caminos.

—¡Seis meses! Entonces, ¿de dónde vienes? —quiso saber Caramon, sorprendido.

—De Ergoth del Sur —contestó, con actitud satisfecha, Cambalache—. El viaje ha resultado divertido en su mayor parte. Trabajé en un barco para pagar mi pasaje a través del Nuevo Mar. Desembarqué en el puerto de destino del velero, y desde allí hice a pie el resto del camino.

—¿Dices que tienes diecinueve años? —preguntó Raistlin, que no podía creérselo—. En ese caso, eres casi de nuestra edad. —Hizo un gesto con la cabeza a su hermano.

—Año arriba, año abajo —contestó Cambalache—. Madre no tenía idea de la fecha de mi nacimiento. Un día le pregunté cuántos años tenía, y ella me preguntó que cuántos quería tener. Lo medité y dije que seis me parecía una buena edad. Madre respondió que a ella también le parecía bien, así que eran seis años los que tenía. Empecé a contar desde entonces.

—¿Y cómo es que dieron en llamarte con ese nombre? —inquirió el mago—. Porque doy por sentado que ése no es el de pila.

—Que yo sepa, lo es —contestó Cambalache, encogiéndose de hombros—. Madre me llamaba siempre como le apetecía en ese momento. El molinero solía llamarme «chico» hasta que empecé a mostrar cierto talento para conseguir cosas que él necesitaba.

—¿Robando? —instó Caramon con aire severo.

—Nada de robar —repuso Cambalache, al tiempo que f sacudía la cabeza—. Y tampoco nada de tomar prestado. La cosa funciona de esta manera: todo el mundo tiene algo que alguna otra persona quiere, y todo el mundo tiene algo que ya [no necesita. Lo que yo hago es descubrir cuáles son esas cojas, y me ocupo de que todos acaben consiguiendo algo que I quieren a cambio de algo que ya no quieren.

—N o sé. —Caramon se rascó la cabeza—. A mí no me parece legal.

—Pues lo es. Te lo demostraré.

—Son seis céntimos por las alubias —dijo la camarera, que se retiró el pelo de la cara para ver las marcas que había lecho en la mesa—. Seis céntimos por la cerveza y cuatro céntimos por el vino.

Caramon se llevó la mano a la bolsa, pero los finos dedos de Cambalache se cerraron sobre su brazo, deteniéndolo.

—No tenemos dinero —anunció con una amplia sonrisa Cambalache.

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